Juan Carlos Sánchez Lezcano: nostalgia, choteo y tierra agria

Cada vez que pienso en Cuba, cada vez que le empiezo a “dar coco” a la Isla, me viene a la mente el pintor Juan Carlos Sánchez Lezcano. Me viene a la mente por su carisma, porque es amigo; pero también me viene a la mente por su obra.

Un millón de hombrecitos chiquiticos en un espacio desolado. Un hombre inmenso en una cama o en un lugar donde no cabe. Un globo como el de Matías Pérez. Una cafetera con café frío. Un duende o payaso que se burla de once millones de cubanos. Una maleta. Dos maletas. Tres maletas. 

Escenas incompletas. Imágenes cojas. Siempre falta algo para el final feliz. Siempre falta un muelle donde fondear. Un espacio donde descansar. El hogar. ¿Dónde está el hogar? 

Sangre, sudor y lágrimas se esconden detrás de muchos brochazos. Carcajadas, música alta, humo de cigarro para encubrir la verdad.

¿Cuántos otros pintores van a desaparecer, así como si nada? ¿Cuánta gente vamos a perder?

La calle G, la calle H, 21 y 23. En ese cuadro, en esa biosfera se ha movido parte de lo que más vale y brilla de nuestra tierra. Pude ver a Eliseo Diego caminando, paseando. Pude conversar con su hijo Lichi. Era fácil ver al director de cine Tabío con su sombrero, paseando a su perrito. Los Papines iban y venían. Aquel bolerista, otro, que solo se vestía de blanco. Carpentier, Titón —aunque nunca los vi. 

En ese ambiente era habitual ver a Juan Carlos Sánchez Lezcano, el pintor, el director de arte, el jodedor, el mejor conversador…, el papá de María. 

En un momento donde todo pasa tan rápido y es tan común que la gente se muera sin que pase nada, cada vez se hace más imprescindible tocar a la puerta de la gente que vale. De la gente que con su obra nos ayuda. Nos da un cariñito. 

Todavía nos quedan de los buenos. 

Juan Carlos es un artista que dialoga constantemente con su obra. Lo que vive, sus dramas, sus dolores más profundos, agarran otro significado en el lienzo, en la cartulina, en la pared. No es un diálogo fácil de seguir. Pero es verdadero. 

Sánchez Lezcano, como muchos otros cubanos, ha perdido mucho; y de tanto perder, lo único que le queda de verdad es su hija, sus amigos —cada vez más virtuales porque todo el mundo anda desperdigado por ahí— y su obra. 

Juan Carlos es un tipo colorido, sus cuadros no tanto. Es la sonrisa, la fiesta; sus cuadros parecen igual…, pero no. Cuando crees que estás viendo algo, debes volver y mirar de nuevo. Mirar bien. 

El tamaño del ser humano frente a la inmensidad del mundo. A veces te pierdes. A veces no cabes. Nunca estás a gusto.


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Juan Carlos está allá y quiere estar acá. Y está acá y no entiende, extraña, debe volver. Y de allá para acá sus cuadros van y vienen como velas de embarcaciones de antaño. 

En el momento que se cuente la historia de Cuba, la verdadera, habrá un pequeño capítulo que va a contar la cantidad de artistas cubanos, que todos, por x o por y, nos hemos perdido

Cada cien metros, en cualquier barrio, había alguien que tenía una gracia, un talento, una buena idea; pero las grandes batallas, los exilios, las separaciones, el paso apurado de la marcha y de la necesidad… ¡Vaya usted a saber!

En el Vedado, en G, en 23, en 21, si no está Juan Carlos… falta algo. No sé qué. Pero falta. 

¡La maldita manía de un país que aplasta a la gente buena!

Hoy para mí es un honor, una deuda, conversar con este amigo. 

Juan Carlos habla de lo que le da la gana y responde como le da la gana. Pero ese es Juan Carlos. Leerlo es también una manera de tenerlo al frente. 

¿En qué́ momento empiezas a pintar? 

Empecé a pintar cuando estaba en la primaria. Podría decir que, de mis amiguitos, yo no era el pintor. Lo era mi amigo Pichilo, “el Moro”, que vino a los 6 años desde Holguín a vivir a mi barrio. Él se disgustaba cuando yo calcaba de los libros. Pintar en serio y creerme artista, no pasó hasta que fundé como alumno el taller de Manero, por los años 80. Manero fue la primera persona que me hizo creer que yo podía ser artista. 

¿Cómo era el taller de Manero?

Heriberto les abrió la puerta a los muchachos del barrio. Ahí llegaba la gente a pintar. Luego aprendías de colores, pero uno llegaba a pintar. Y mucha gente importante visitaba a Manero: Prats; Tato Quiñones, que llegaba a jugar ajedrez…, y uno hablaba con Tato Quiñones de tú a tú. 

Todo el mundo que conocía el taller iba para allí. 


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¿Cómo era tu relación con tu madre? Tengo la sensación de que quedó una conversación pendiente. 

Elena, mi madre, fue quien me llevó a hacer las pruebas a San Alejandro para la Elemental de Pintura de 23 y C. Mira tú la importancia que ella le daba a eso, cuando lavaba para la calle y tenía un marido militante del Partido que no paraba de hacer horas extras. Murió estando yo fuera del país. Los últimos años ni me reconocía. Yo intentaba agradecerle que me hubiese llevado a las pruebas, pero nunca lo logré. 

¿Cuál es tu experiencia con la academia de pintura cubana? 

Yo soy de una generación que se salvó en cuanto a pedagogía. Tuve una excelente academia, fui obligado a pintar académicamente. Luego aprendí a desdibujar, pero fue una base necesaria. Allí tuve la dicha de tener a maestros que me “cargaron la cestica para el camino” como José Pérez Olivares, Jorge Braulio y la grandísima Rocío García. A esas personas y esa educación le debo todo. 

Me entristece pensar que ahora la academia y la pizzería de 23 y 12 puedan ser lo mismo. 

En los años 80 había gente con una obra muy fuerte, ¿quiénes te inspiraban?

Yo crecí con la vanguardia que arribó a los 80 ya consagrados, los José Bedia, los Humberto Castro y algunos otros más entrados en años en ese momento, como Manuel Vidal y “el Gallego” Díaz Peláez. Era difícil no seguirlos si eras un candidato a pintor, pero vas descartando según tu evolución y hoy te quedan los exactos. 

¿Quiénes son?

Moisés Finalé, Leopoldo Romañach, Roberto Fabelo, Rocío García y el gran Carlos Quintana. 

¿Cómo te recuerdas con 20 años? ¿Cómo era esa época? 

Con 20 años no tienes capacidad para decidir “esto lo voy a recordar”. Eran los años de más sufrir en Cuba. Sufría por no tener champú para mi pelo largo y por tener que ir hasta el reparto Náutico a comprarlo a los técnicos extranjeros rusos. Sufría por los únicos y feos zapatos que tenía. Sufrí por no poder entrar a las famosas fiestas en Miramar. Aun sin resolver esos problemas, lograba ser feliz. 

Yo pertenecí a un sector de la juventud de muy bajos recursos, los amantes de la Nueva Trova. Poesía y agua de la llave, con eso bastaba. Las mujeres que necesitaba no pedían nada. Yo crecí amando a cada mujer con la que me acostaba. Crecí con pubis sin depilar, “el bollo con pelos” y sin preservativo. ¿Te imaginas qué feliz fueron mis 20? Para colmo, me creía artista. 


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¿Cómo era tu proceso creativo? ¿Ha cambiado en algo?

Mi proceso creativo es tan simplón y tan de oficio que no vale la pena ni contarlo. Todo el que me conoce sabe que ando siempre en un suceso, una anécdota o un cuento. Pues, así como escucho y dialogo, mis cuadros son cuentos y alguna frase que parece muy circunstancial, escrita con letra de artista…, que seguro escuché en la calle y hago de ella un elemento a componer. Historias de vida llevadas al lienzo. Construyo cuadros con fines de todo tipo, eso está claro. Eso te hace procesar con varios cordeles que vas moviendo de la mejor manera posible. 

¿Notas un cambio en lo que estás haciendo ahora con respecto a las obras de 2010?

Pinto lo mismo hace veinte años. Mantengo elementos en un par de cuadros, luego los dejo descansar y los retomo cuando me da la neura. Con respecto a 2010 he retomado algunas cosas, como las masas de gente y los globos. Inevitablemente, de alguna manera se debe sacar del cuerpo tanta metralla que se acumula por vivir en Cuba y lejos de ella.  

Tengo la sensación que pintas una casa específica: un hogar de baldosas habaneras, sillón… La vieja Cuba…   

Para que veas, yo me crie en un pasillo en Buena Vista, de casas muy viejas. Cuatro apartamentos uno al lado de otro, con puntales altos y baldosas de esas que hablas, mecedoras que chirriaban y almuerzos calientes tipo español. Cuando llegué a Tenerife me encontré un suelo idéntico al de mi casa. A pesar de estar tan lejos y tan solo, era reconfortante esa sensación familiar. De los orgullos que me quedan de Cuba, está el suelo en el que me crie. 

¿En qué́ momento entras al ICRT?

Yo acababa de salir de San Alejandro. Estaba en un concierto en el Pabellón Cuba, sentado en el piso con unos amigos, y por allí pasó el jefe de diseño del ICRT, un conocido de algunos encuentros de pintura. Como si estuviera haciendo un trabajo social, me dijo que fuera a verlo al otro día para resolverme un trabajo. 

¿Por qué dirección de arte?

Yo no elegí esa profesión, me llegó una oportunidad muy buena como decorador en la televisión. También tenía una edad donde uno no se quiere “quedar dado”. Uno quiere más, quiere hacer cosas interesantes e innovar. Poco a apoco te vas ganando cosas, como un videoclip para Laronte o para Miguel Ángel Céspedes; también llegaron otras cosas como Shiralad. Así me fui formando cinematográficamente y evolucionando como director de arte.

¿Qué recuerdas de aquel momento?

Cuando llegué al ICRT, lo primero que me dijo el jefe del departamento de Ambientación era que tenía que cortarme el pelo. Por otra parte, mi tutor de San Alejandro me dijo que, si no me lo cortaba, no me graduaba. Me corté una parte y la otra la escondí por dentro de la camisa. Se sintió bien engañarlos, para la televisión y la escuela tenía el pelo corto, pero si me veían en la calle tenía el pelo por la cintura.

¿Por qué Tenerife? ¿Cómo llegas ahí?   

Un día, un graduado de la EICTV, José Ángel Alayón, regresó a Cuba a hacer un mediometraje y me pidió ser el director de arte de su película. Cuando terminamos de filmarla, me dijo que me fuera con él a hacer cine a Tenerife. Llegué por un ratico que se convirtió en un ir y venir constante, en el cual ya nunca sé si estoy yendo o regresando. 


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Qué horrible es irse a casa del vecino, aunque no quede más remedio.

¿Y antes? ¿Cómo fue tu experiencia en Venezuela?   

Soy parte de una generación que tenía que tener un motivo acuñado para salir del país. En una de las tantas situaciones del Servicio Militar Obligatorio, me citaron en un teatro donde había un acto político con banderitas y pioneros. Decían tu nombre y te entregaban fecha, hora y unidad militar. Pa’ Angola. Pero no, no pude ir ni a Angola por un error burocrático. Tres de mis amigos sí fueron, lograron salir del país, pero no volvieron. Pensé que nunca saldría del país. 

A principios del Período Especial, Ángel Palacios y Fernando Timossi inventaron un viaje en que otros dos directores de arte y yo iríamos a trabajar a Panafims, una productora venezolana. No fue tan difícil, vendimos unas cajas de tabaco y falsificamos algunas firmas. Yo volví a los 10 meses, después de haber sido explotado en Venevisión y haber sufrido el capitalismo latinoamericano. Volví y tuve una niña, y decidí olvidarme de irme del país. Aunque esto no me duró mucho. 

Los que te conocemos sabemos el amor que sientes por tu hija. Tienen una de esas relaciones tan especial, que hasta un poco de envidia despiertan. Háblame de ella. 

Mi hija es lo más parecido, o incluso supera, todo lo que yo soñé. 

Yo nunca tuve el valor para cuestionar o enfrentar al Gobierno públicamente. Mi hija ha sido capaz de pararse frente al Ministerio de Cultura y de salir el 11 de julio. Me duele tremendamente que haya tenido que irse del país.

¿Y la otra, la pequeña?

Uno crece pensando que va a ser un padre ejemplar. Es como la piedra que se cuela en el zapato y aprendes a vivir con ella. Lamentablemente, no tengo contacto alguno con mi segunda hija, aunque no hay día que no piense en ella. Espero que la dinámica de la vida me dé una oportunidad para encontrarnos y poder ser parte de su mundo. 

¿Qué estás pintando ahora? 

Me cuesta mucho hablar de pintura.

Yo he vivido mi pintura como una dosis de agonía, construyendo mi obra por una parte y por otra pintando cuadros para agarrar tontos. Como has hecho tú. Como hacen todos los que pretenden vivir del arte. Cuadros comestibles. Gracias a eso he logrado sobrevivir.  

¿Qué estoy pintando…? Es muy complejo de explicar. Estoy pintando. No he dejado de hacerlo y eso es darse con un canto en el pecho. 


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Globos, muelles, el mar… Desde hace años estás pintando gente yéndose. Muy premonitorio, sobre todo viendo esta última ola…

Desgraciadamente, los cubanos siempre hemos estado divididos entre los que se quedan (y les mandan) y los que se fueron (y mandan). Desde que nací vi gente irse, esa era otra categoría de morir; y si no sucedía, morías al regresar. 

Irse no solo era para siempre, era para enfrente, que quedaba allí mismo. Era un camino para ir muy largo y para regresar aún más, sobre todo si fuiste de los primeros. Cuando fui a Miami por primera vez, me impresionó tanto aquellos vecinos (aquella masa de cubanos cuya puerta quedó sellada tras partir “pa´fuera”) que no había visto en años. Estaba seguro de que si todos hubiesen hecho un coro, los habría oído desde mi terraza en la calle G. Yo no me fui, que quede claro. Yo mantengo ese rango de no quedado y lo guardaré como una virtud y un derecho. Yo cotizo por Europa, pago la UNEAC (o pagaba), saco los mandados que aún quedan y a veces me cuelo en las reuniones de rendición de cuentas, para reafirmarme la posibilidad de vivir afuera. Aunque cualquiera me lo discuta, yo vivo en Cuba y salgo por un rato a las Islas Canarias; pero no daré más detalles, porque también soy un poco paranoico. 

Al mismo tiempo, en un momento donde todo el mundo habla de las migraciones, hay bondad en tu manera de tratar el tema.

Lo primero es que yo vivo en tierra agria; por tanto, mi obra debe cumplir varias funciones: que me sienta artista y me dé de comer. Eso es una de las cosas más difícil que he visto. No se puede vestir de puta para ir a misa, o sí. Lo que ves en mi obra es cabroná de la buena, es pillería para que guste, es un intento de exquisitez sin que necesites verte en la obligación de saber de arte. “Me gusta y me lo quedo”, es lo que quiero escuchar. 

Me gusta como usas el negro.

La situación en Cuba ahora mismo es color marrón sucio.

Llevo más de tres años pintando sobre todo con azul aqua, negro y blanco.  

¿Pincel, espátula, las manos?

Yo pinto muy convencionalmente. Tampoco es que pinte con caballete. Clavo un lienzo en la pared y pinto sobre él; luego decido qué fragmento funciona como obra. Un par de años antes de irme de Cuba, mientras yo salía de una crisis emocional y afectiva, mi compadre Yohans Portal me brindó la posibilidad de retomar la pintura. Yo no tenía ni dinero para materiales ni una buena tienda donde acceder a ellos. Siempre pienso en los amigos pintores que quedan en Cuba y en cómo hacen magia con un par de tubos de acrílico y un pincel. 

¿Qué pincel uso yo? Cualquiera y de cualquier marca. Me da mucho placer tener tantas tiendas de materiales de pintura cerca y, sin embargo, comprar en el chino más barato y decirle al singao capitalismo que no me meta más metralla en la cabeza.  

Los amigos pintores que quedan en Cuba… ¿Hay algún artista de la Isla que te gusta y que crees que debió tener un mejor espacio vital?

La verdad es que el gobierno cubano siempre se ha encargado de cultivar enemigos y de aplastar a personas con inquietudes artísticas. Esto no es nuevo. Muy tarde se dieron cuenta de que dejar ir a personas de este tipo era la solución para que no hubiera ruido. Te pudiera decir nombres, pero siempre me quedaría corto. Estuve y estoy rodeado de gente con talento cuyos nombres no aparecerán en Wikipedia. Algunos se quedaron, otros se fueron y hoy son otra cosa. El tema de Cuba es que tú luchas y te conviertes en la persona que quisiste, luego te vas y puedes tirar esa persona a la basura. Donde quiera que llegues tienes que reconstruirte, explicar quién eres y lo capaz que puedes ser. Esto lo asocio a una máquina de moler carne, donde entra el talento y sale la piltrafa de la nostalgia. 


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¿Algún sueño recurrente? 

No me creerás, pero he soñado mil veces con una barbería donde me afeitan y a través de los cristales se ve una masa de gente gritando “Abajo Fidel”. Esto lo sueño desde antes de afeitarme por primera vez. Una vez osé contarlo en la primaria y creo que no es necesario que te cuente qué paso después. Aún lo sigo soñando. Al parecer, lo quiero más abajo de donde está. 

¿Y una pesadilla?

El sueño y la pesadilla pueden ser la misma. 

¿Una comida?

Yo como de todo. Parecería triste vivir en el extranjero y comer lo mismo que en Cuba, con una dosis añadida evidentemente, pero no me pongo exquisito. Yo cambio todo por un tamal o un arroz con pollo hecho para ver la tanda del domingo en familia. 

¿Canción?

Es mejor vivir así, de Manolo del Valle; Los aretes que le faltan a la luna, de Vicentico Valdés; Dos gardenias, de Isolina Carrillo; Esta casa, de Elena Burke; Bolero, de Santiago Feliú. 

¿Tres malos momentos en la Isla?

Uno de los peores momentos fue cuando, a los 12 años, ya fui lo suficientemente grande como para no tener regalos o juguetes por mi cumpleaños. Otro, cuando en 2017 solicité una visa para Estados Unidos y, por su puesto, me la negaron, como a cualquier cubano en los años que tiene esa Oficina de Intereses. Otro terrible momento fue cuando murió Santiago Feliu; no creo que sea necesario explicar esto. 

¿Tres buenos momentos en la Isla?

Chico, cuando los rusos trajeron una exposición al Capitolio de La Habana. Lo llenaron de cosas rusas, desde una maquinaria de cortar caña, chocolates ostentosos, hasta una puta holografía de Lenin. Otro momento, cuando en el Festival de la Juventud y los Estudiantes en 1978, me colé en una guagua de estudiantes que conocí en el Parque Almendares, comí con ellos y fuimos hasta el parque Lenin, todo gratis. Lo que pasa es que la guagua regresaba hasta Santa Clara y yo estaba dentro. ¿Cómo explicar que no era extranjero? Así y todo, me sentí que estaba con gente de afuera por primera vez. Luego, cuando vinieron los Rolling Stones, a la misma vez que Obama, y “un presidente enemigo” paseaba por la 5ta avenida.


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Dime un lugar para: morir, ser enterrado, singar, comer, bailar, pintar, tomar, enamorar…

Meciéndome en un sillón en mi terraza de G.

En el cementerio de Colón, debe ser muy bonito descansar ahí. 

En casa de Díaz-Canel, en una king size con aire acondicionado.

En casa de Claudia Calviño o en casa de Marilú, la abuela de mi hija.

En una fiesta con todos, todos, todos mis amigos. O en la discotemba.

En el taller de Manero.

En Las Cañitas del Habana Libre o en La Torre del Focsa.

En la Casa del Joven Creador. 

¿Seguimos hablando de Cuba?

Brother, es tan difícil organizar cuándo vas a hablar de Cuba. Es muy difícil.

¿Qué hubieras cambiado en tu vida?

Me hubiera gustado que mis padres estuvieran más atentos a mí. Cuando dejé de ser niño, solo pasaba por mi casa a ver si estaba la comida. Crecí como quise y eso no está bien. Hubiese cambiado el estatus social de mi familia. 

¿Cómo ves el futuro de la Isla?

La palabra sería desnuda. Siempre vi a la Isla como a una muchacha a la que la falda le queda corta. Y todo el mundo se burla de ella. Está hecha para que siempre alguien le dé por el culo, antes de Fidel y después de Fidel. 

Me asusta mucho cuando la Revolución se venga abajo junto a Silvio y llegue el momento de reestablecer todo. Lo que más me preocupa es la cívica. Papel sanitario habrá rápido. Pero la cívica se tendrá que aplicar a punta de pistola. Lo que más me preocupa es no ver el cambio. Me voy a morir como todos los que murieron sin verlo. 

Hubo varios momentos en que todos pensaban que podía mejorar. Nos dividimos en los esperanzados y los que éramos invitados a la esperanza. Llegamos a pensar que podíamos ser amigos de los americanos. No sucedió.




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Último retrato de Yuri Villanueva

Carlos Lechuga

Hay una cosa que hay que entender, desde el minuto uno, Yuri Villanueva lo que quería era demostrarme que él estaba bien. Yo no sé qué chisme él se cree que yo había escuchado; pero la verdad es que estaba predispuesto, como a la defensiva.






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