Fin de año de victorias

Entro a un establecimiento. Es un establecimiento y no una librería, porque nada más llegar, veo a dos mujeres conversando y una de ellas me ataja a tiempo: “Ponte el hipoclorito en las manos, mi amor”.

La librería es un almacén estatal donde no hay un libro que sirva. Agarro unos viejos catálogos de cine y cuando los voy a pagar tengo que esperar una eternidad terrible por culpa de la ineficiencia de estas dos compañeras.

La tienda está vacía. A ellas dos se les nota el cansancio, el desastre que ha sido la vida por más de cincuenta años en este país. Una de ellas se da cuenta de que no tiene los espejuelos, los busca, los limpia, anota cada título en una libreta vieja. Se demora, se demora todo el tiempo que le da la gana y lo va narrando todo mientras lo hace.

Me dice: “Este libro no es de nosotros, por lo que tengo que especificar, precio, número del que lo trajo…”.  

Poco a poco empiezo a sudar. Me empieza a dar algo. La verdad es que no estoy apurado, pero igual no me da la gana de que me roben el tiempo así. Evidentemente, estas mujeres no tienen nada mejor que hacer. Seguro que ni venden nada en meses; pero da igual, esa es la vida de ellas y todos tenemos que bailar a su ritmo. 

Me desespero. Le quiero dejar todo eso ahí e irme echando. Pero cojo calma. Si quiero seguir viviendo en este país tengo que coger calma.

Para desgracia mía, llega un tipo de dos metros, blanco, con cara de tonto, y empieza a hablar de las cosas buenas que se están haciendo en una empresa agraria ahí. Los miro a todos. No me puedo creer lo que veo. Pero pienso en mí y me doy cuenta que no estoy afuera, soy parte de lo mismo, soy un cuarentón raro comprando unos catálogos llenos de polvo. De esto a ser un homeless no va nada. 

Mientras el lápiz de ella va anotando poco a poco cada detalle de lo que me llevo (que en total serán 45 pesos), veo el polvo de la construcción de un hotel de lujo que están haciendo, que entra por la puerta.

El polvo y el ruido invaden el establecimiento y pienso en que tenemos lo que nos merecemos. Como pueblo, digo. A estas mujeres les da igual ganar dinero, vender, tener el local bonito… Ah, pero eso sí, para mandarme a echarme el hipoclorito en las manos eran más dictadoras que nadie. “La orden está dada”, “el incremento de la producción” y una serie de frases tontas es lo que ronda en esas cabecitas. 

Las miro. ¿Se preguntarán a dónde va el dinero de los hoteles? ¿Le echarán la culpa a alguien de sus desgracias? 

Me entra un mensaje al móvil. Lo saco y leo. Al hermano de una amiga le acaban de echar ocho años por salir a manifestarse el 11 de julio. Me da un bajón profundo. Pienso en mi socia, en su madre. Una familia a la que le jodieron la vida para siempre.

Este fin de año va a estar duro. La policía nada más está para el tema “Patria y vida” y los asaltos están a la orden del día. Celulares, motos eléctricas, carros. Es casi imposible salir porque para colmo nadie te ayuda, nadie te salva, nadie te representa. La policía solo está para reprimir.

El cerdo no existe y lo que se puede conseguir (con suerte y dinero, mucho dinero) es algo que se llama “una pavita”…

Veo la punta del lápiz anotando y me entra la duda: ¿qué comerán estas mujeres?, ¿cómo lo comprarán?, ¿en dónde? 

Antes, antes era diferente. Antes podía sentarme en el sofá de la casa a ojear catálogos de cine e imaginarme películas. Pero ya ni eso. He perdido la inocencia que hace falta para eso. 

La realidad ha cambiado y no me siento parte de este entorno que no tiene ningún sentido. Si la mayoría de los jóvenes o están presos o se han ido, si es imposible encontrar el alimento, si el país no funciona, no existe…, ¿para qué hay que echarse el hipoclorito en las manos? ¿Cuándo mezclaron ese pomo de agua y cloro? ¿Tiene el porcentaje necesario? Si nada funciona, por qué tengo que creer que ese hipoclorito es el que me va a salvar del virus.

Al fin acaba. Cargo con mi bulto. Bajo las escaleras y avanzo. Pienso en esa genial película: Bienvenidos a la casa de muñecas, de Todd Solondz, en donde a la niña protagonista todo el mundo le ponía el dedo. La mamá la castigaba, la profesora la castigaba, su hermanito la castigaba… Allí, en el fondo, siendo jodida por todos. Un día conoce a alguien que está más abajo que ella y, en vez de mostrar empatía, empieza a hacer lo mismo que hasta ahora habían hecho con ella. Replicaba lo que le habían enseñado.

Por eso estas vendedoras tenían que poner cara de perro y tomarse el tiempo que quisieran… “El pedacito de poder que tienen”, diría un amigo. Si mañana, por ejemplo, las dos compañeras del establecimiento de venta de libros terminan de presidenta y vicepresidenta del país… ¡Candela! ¡Qué miedo!

Nosotros, como pueblo, hemos pasado por tanto, nos han hecho tantas cosas…, y así, como si nada, lo hemos permitido.Nos hemos dejado hacer tantas cosas.

Permitimos que acabaran con la familia cubana, que pudiéramos o no entrar a un hotel, tener un celular, comprar esto, con este dinero o el otro… 

En fin.

Ahora mismo el Estado podría meter a todos los pelirrojos en una jaula en el medio del parque de la Fraternidad que no iba a pasar nada. Le pueden cortar las manos a todas las mujeres mulatas de más de treinta años que no pasaría nada. ¡Todo es tan arbitrario! Ellos hacen lo que les da la gana y uno…, uno solo se preocupa por atajar a tiempo al otro:“Joven, échese el hipoclorito en las manos”.

A mediado de cuadra todo el mundo empieza a hablar de que llegó el pollo. Hay que llevar el carnet de identidad y no sé qué otro documento…

Pueden matar a alguien al lado tuyo que no va a pasar nada. Nadie va a salir a ayudar. Nadie va a intervenir. Nadie hace nada. Lo importante es eso, que como pueblo sigamos siendo lo suficientemente pintorescos para que los turistas del mundo entero vengan a este parque de atracción jurásico y nos vean desde sus descapotables: “Miren, esos son los cubanos, siguen ahí ‘venciendo’”…

Tremendo año de victorias. 


© Imagen de portada: Kyle Cleveland.




alejandro-brugues-entrevista

Alejandro Brugués: Nuestro hombre en Los Ángeles

Carlos Lechuga

Esta es una profesión de altibajos y la única forma de sobrevivir es ser una línea recta. No dejar que el éxito o el fracaso se te suban a la cabeza o te destruyan, sino siempre enfocarte en lo único que importa: la próxima película”.






Print Friendly, PDF & Email
3 Comentarios
  1. Delicioso tu artículo Carlos y por supuesto, comparto. Comparto porque lo replico, pero también porque lo sufro, como tú, diariamente. El sentimiento de desolación e impotencia ante tanto absurdo circundante, tragicómico, me rebasan, corroen más bien. Y detesto, aborrezco, me hago daño. No soy empática. Soy un poco la protagonista que comentas. No me importan, porque por el hermano de tu amiga, y tantos como él, que sufren hoy mismo encarcelamiento, nadie de ese populacho de victorias insignificantes y cotidianas que nos han traído hasta aquí 62 años después, aboga, ni visibiliza, ni apoya, más bien naturalizan su injusta suerte con la misma indiferencia y parsimonia conque te vendieron esos panfletos polvorientos, que bien pudieron ser La Constitución de este circo- país.

  2. La desolación muy bien escrita, se siente…Me recuera una estrofa de la canción Venecia sin ti: «Que callada quietud, que tristeza sin fin…»

  3. Arturo, admiro tu obra por su contenido y estética. Aquí va una anécdota: desde los años 70 del pasado siglo compartí actividades de investigación científica con tu padre, persona de merecido y reconocido prestigio profesional. Yo había visto, en una memoria flash, el cortometraje Utopía y el nombre del director en los créditos hizo suponer el parentezco con el Profesor conocido. Un tiempo después, en uno de mis viajes a Santiago, le comenté sobre el asunto y, aunque él no acostumbraba a ser muy expresivo, me pareció percibir un gesto de satisfacción en su rostro. Desde esta anécdota ha transcurrido más de un cuarto de siglo. Lleguen por este medio mis saludos y respetos al Profesor y su familia.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.