Serlián Barreto: El sintagma barroco

Empeñados en advertir filiaciones y referentes a los nuevos pintores cubanos, algunos críticos emprenden torpes ejercicios de especulación que muchas veces conducen a la declaración de fantasmas en lugar de gestionar el valor de estas nuevas poéticas desde otras aproximaciones menos afectadas. Lo voy a decir alto y claro, Serlián Barreto es, con diferencia, uno de los artistas más sustanciales de la actual pintura cubana. Su obra responde a muy otras urgencias y a muy otras demandas. Y solo puedo afirmar, en este comienzo, que su narrativa, bajo el signo de un sugestivo barroquismo, me fascina. 

Creo que el poderío de su iconografía reside en esa facultad de explorar —a su modo— en las derivaciones y en las pesquisas ontológicas de todo aquello que nos define. La pintura de Serlián es una suerte de escritura que refrenda el estacionamiento aleatorio y las permutaciones insinuantes del espacio de lo barroco; también del impulso de toda esa narrativa crítica que se ocupó de diseccionar ese paradigma. 

Sin negar su pertenencia a esta nueva generación de pintores en la que es posible señalar la reiteración de unos cuantos recursos estilísticos y formales entendidos como síntomas, este artista logra elevarse por encima de ese paisaje para postular una voz bastante singular, lo suficientemente propia. Su abecedario se acerca a esas recias indagaciones acerca de las raíces constitutivas (y siempre especulativas) de un registro identitario como podría ser lo cubano o lo latinoamericano

Para decirlo de otro modo, cuando observo las piezas de Barreto, me asiste el delicioso recuerdo de muchos pasajes de la literatura latinoamericana, especialmente de aquella que los entendidos nombraron como la narrativa del Boom. Y es que su obra cifra un mundo donde prevalecen las ansiedades, las purgaciones y un declarado impulso emancipatorio de la ilusión y de la invención sin límites. 

Serlián Barreto gestiona un cosmos de referencias, anécdotas, recuerdos, ambiciones, delirios y temores que se reproducen en su pintura como en la dramaturgia de un texto literario. Todo ello, como no podría ser de otro modo, ejercitando desplazamientos enfáticos y oportunos de un hacer pictórico en el que se mezclan la dimensión simbólica con la propia biografía del artista. 

Su pasión por la pintura, por lo pictórico en sí, no admite discusión a trámite. De hecho, esta parte suya no es conocida aún, pero actualmente trabaja en un ambicioso proyecto donde la pintura se verá obligada a comulgar con la Instalación, el Land Art y el Happening

Un proyecto que reordenará el escenario de su obra, de la misma manera en la que orquestará otros modos de actuación y de puesta en escena que ensanchan los perfiles de la propuesta. Esta nueva disposición y acomodo de su mapa le remiten al origen, al sabor de la tierra, al aliento de la naturaleza, al espacio eóntico, que día Lezama. 

De tal suerte, los registros de la sensibilidad se afinan, el alcance de su indagación se sitúa en un plano superior del análisis y se amplía el espectro de recepción y entendimiento de la obra. 

Dos grandes virtudes detentan la propuesta de este artista: primero, la sensualidad cinematográfica con la que nos presenta cada escena a tenor de un virtuosismo sustantivo; segundo, el modo cómo esas escenas adquieren, o traducen, un poder icónico inobjetable. 

La hermosura y la delicadeza de las piezas rozan la ternura, al mismo tiempo que me interrogan e inquietan. Es un tipo de obra que sin duda me emociona por razones que, a la vista, resultan bastante obvias. El grosor de su mundo interior canta por sí solo, se revela, se advierte, lanza —a su manera— una suerte de grito, provoca todo tipo de escozor. Es una desesperada y acertada evidencia de que en él late lo que de verdad vale en arte: la pasión. 

Con su pintura, de una lapidaria honestidad que pendula entre lo camp y el registro de lo kitsch, consigue bastante más que otros muchos que alardean desde la superioridad y la arrogancia fálica que fenece en cada segundo de su afirmación ¿Cuántas veces ocurre que no puedo retener aquello que amo? Siempre o la mayor parte del tiempo ocurre esto. 

Por eso, al menos a través de la escritura y de la crítica licenciosa, intento sujetar aquello que me gusta, aquello que moviliza mi interés y mis ganas. La obra de Serlián se ubica en el centro de la diana de mis atenciones y de mis anhelos. Lo que me lleva a reflexionar, desde la teoría o desde la literatura pos—crítica, sobre el despliegue enfático y reverberante de su cuerpo iconográfico y de los mecanismos metafóricos que entran en juego. 

Con el afán de proporcionar un entendimiento mayor de los motivos personales, los posibles universos referenciales y las ansiedades suyas, reproduzco acá, in extenso, su statement, para volver, luego, sobre algunos enunciados de este texto: 

Mi obra se organiza, especialmente, en torno a un profundo amor por la pintura. La pintura es para mi discurso, lenguaje y medio. Es a través de ella que construyo un universo personal que resulta de mis elucubraciones, aspiraciones, fantasías y también, claro, del diálogo directo con mis circunstancias. 

Me interesa, en gran medida, la reconstrucción de animales, de objetos y de formas orgánicas. Estos elementos, de un modo simbólico, establecen un hilo conductor que conecta todos mis trabajos en un mismo horizonte, estimulando guiños, asociaciones y complicidades entra unas piezas y otras. Me interesa mucho el sentido narrativo de la obra y sus correlaciones —metafóricas— con la vida misma. Para mí la pintura es un estado de emoción, un estado de conciencia, un modo, si se quieren, de decir las cosas. Me gusta que la obra pictórica, que la materia pictórica, en su plena realización y expansión, hable por si sola. Que sean ellas misma capaces de narrar su historia, de desvelar los motivos —intelectuales o emocionales— que las animan a existir como hechos constatables, como realidad tangible. 

La dimensión teatral y escenográfica me interesan mucho. Es desde ese lugar que la obra, en sí, pareciera “la ilustración” metaforiza de un cuento o de la realidad misma pasada por el tamiz de mi subjetividad. A pesar de las diferencias sustanciales entre una obra y otra, entre todas, como en un texto dramatúrgico, se teje una estrecha relación que habla todo el tiempo del paisaje, de la ficción, la yuxtaposición de elementos —como en el collage— y de la necesidad, humana siempre, de intentar comprender las realidades contrastantes y fascinantes de este mundo, mi mundo. 

De todo lo anterior, que me resulta en extremo fascinante, toda vez que lo que su texto dice queda refrendado en el relato total de la obra, subrayaría una frase que estimo necesaria para entender su posición y su pasión, algo así como el reino de la doble P. Le cito: “Para mí la pintura es un estado de emoción, un estado de conciencia, un modo, si se quieren, de decir las cosas”. 

Leído esto, se destierra cualquier digresión especulativa que no contemple la dimensión de lenguaje que adquiere, en su modus operandi, el vital ejercicio de la pintura (de su pintura). En su caso resulta muy fácil advertir el grosor sémico del registro pictórico. En ella habita un grupo de signos que tiene la capacidad y la habilidad de significar, lo que hace que su relato sea contenedor de elocuentes desvíos retóricos como resultado y reacción afectiva del soporte pictórico

En otro momento, señala el artista: “(…) la dimensión teatral y escenográfica me interesan mucho. Es desde ese lugar que la obra, en sí, pareciera “la ilustración” metaforiza de un cuento o de la realidad misma pasada por el tamiz de mi subjetividad”. 

Esta precisión suya excitaría a uno de los más grandes críticos cubanos que hayamos tenido jamás, Rufo Caballero. Le imagino ahora, con el don y la gracia que solo él poseía, diseccionando la relatividad significante a la que no pueden escapar jamás la imagen, el acto del habla y la propia escritura. Rufo, precisamente, fue un amante confeso del cine de Almodóvar. 

En alguna ocasión, y a propósito de esto y de la obra del artista, señalé que, si Almodóvar fuera un tipo mejor asesorado en materia artística, seguramente lo esté, aunque lo dudo, “usaría” la obra de Serlián Barreto para su próxima película. Y es que resulta tan elocuente su gozadera y sus vínculos con el cine que pareciera, de repente, que toda su iconografía se revela como una suerte de insubordinación a los posibles contextos cinematográficos hipertrofiados que le sirven —si acaso— como referentes. 

Los hábitos perceptivos que impone el régimen de la visualidad (y del entendimiento reinante), se descubren a veces en extremo normativizados y también viciados, lo que lleva a la postulación de miradas críticas escindidas y estrábicas que sepultan otras posibilidades interpretativas. De hecho, leer sus obras desde la existencia manifiesta de estos vínculos, resultaría un delicioso reto y un acto de justicia poética. 

Cuando Serlián, en un gesto al más puro estilo confesional, expresa: “Me interesa mucho el sentido narrativo de la obra y sus correlaciones —metafóricas— con la vida”, queda claro que lo suyo tiene poco de impostación concertada y mucho de enjundia. 

Lo de la correlación metafórica con la vida me dejó sin palabras, toda vez que yo mismo no concibo la escritura, el hecho y la acción de escribir, sin esas implicaciones existenciales y también arrabaleras. 

Serlián Barreto es un Dandi, qué duda cabe. Disfruta de la vida con la misma intensidad y espesura que goza de la pintura. Así, por ejemplo, desde el campo de esta última explica —o lo intenta— los accidentes y clímax de la primera. Entre vida y obra se teje entonces una relación amistosa y homologante que advierte de ese estado cíclido y recurrente del arte en el que conspiran al unísono el place y la aspiración

La teatralidad, el sentido retórico y la ampliación que satisface una interpretación de toda la simbólica contenida en la obra, hacen de todo acercamiento a las superficies del artista, un acto erótico en sí mismo. 

Esa dinámica de seducción abre la puerta para una exégesis frondosa y lubricada del placer (y la incertidumbre) que provocan sus imágenes. Sin tener que precisar todo el panorama de los rasgos conceptuales y de las señas morfológicas de su trabajo, es posible, igualmente, llegar a la consideración de que estamos en presencia de un grande la pintura cubana más joven. 

Toda esta narrativa no es sino la evidencia presumible de que llegamos a otra condición de hecho pictórico. Esa que habla de la pintura como texto, como escenario en el que convergen, para fortuna del arte, la gramática expandida de toda una praxis. 

Perversa resultará siempre la historia y más aún aquellos que yo la escriben. Habrá que dejar pasar el tiempo, observando desde la cercanía y la complicidad para colegir, con sobrada independencia y hasta cierta cuota de altanería, el posicionamiento feroz de este artista. 




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