Morado

La muchacha disfrazada de kitty cat con motivos plateados captura mi mirada. Viene bajando por Embajadores, a la altura del Casino de La Reina. El pelo, como de oro envejecido, crespo, menos crespo que el mío, pero lo suficiente como para sentirme identificada. Un corillo de muchachas la secunda.

—Hermoso tu pelo —le digo. 

Desde hace un tiempo insisto en reafirmar la belleza de las muchachas como yo. Les digo lo que las hace particulares, esos rasgos por los que puedan haberlas hecho sentir menos alguna vez. Un guiño de quien no sabe guiñar un ojo. Pointing the obvious.

En el corrillo veo a una muchacha rolliza, hermosa también. Una teenager aún. La miro. Tiene algo, no sé. 

La muchacha rolliza responde a mi halago no solicitado a su amiga. Me dice que a ella le gusta mi pelo. Me pregunta si puede tocarlo. No sé qué hay en la muchacha que no me deja decirle que no. 

Agarro su mano y la pongo en la raíz de mi pelo, a la altura de la nuca. Sus dedos se pierden ahí. Me habla de su hija pequeña, una bebita que tendrá el pelo como yo, cuando crezca. Me habla de su novio negro.

Desde hace un tiempo, insisto en reafirmar la belleza de las muchachas como yo.

La miro. Su piel toda pálida. En su brazo, a la altura de la vacuna, un moretón. La miro. Lo miro: purple far far away galaxia en una constelación de pecas.

—Me gusta tu morado —le digo.

Me gustan los morados. De siempre. Universos en sí mismos, imagino que son fruto del juego, del placer. Mis piernas de mataperra llenas de verdugones en la infancia. Lo asocio a esa felicidad. A pesar de todo, aún puedo.

Flashback

Estoy sentada en el mueble del recibidor. GTA soundtrack de fondo. A. pretende que no existo. Como si nada hubiera pasado. Como si sus manos no hubiesen estado apretando mi cuello hasta el desmayo días antes. Como si nada.

“… I love you. I always will”. Termino de escribirle en WhatsApp. 

“Me fuiste infiel un par de veces, pero nunca me sentí abusado por ti”.

Enviar. 

Sé que está atento a cada movimiento mío. Aprieto fuerte el asa de la maleta con las cosas importantes: suficiente ropa de dormir y andar por casa (es mayo de 2020). Un buen abrigo. Pasaporte. 

Lo miro, te miro. (Confundo los pronombres personales, lo confundo todo.) Tus ojos fijos en la pantalla de tu televisor gigante. Driving a van en una calle de algún lugar imaginario sospechosamente parecido a LA, intuyo.

“We’re here”. I read the text.

“Going down”. I text back.

Te miro por última vez. Lo miro. Está full psicópata right now. Todo duele.

Me sorprendo de ver a la gente en la calle, sin mascarilla, respirando el aire tibio de mayo. La libertad. La irresponsabilidad. La locura cotidiana.

En el carro hacia Manhattan, mis lágrimas empapan la mascarilla. Mi amiga, la fairy godmother, hace alguna pregunta que respondo como puedo. Su marido dice que debemos denunciar. La idea de la policía me abruma. 

Abro WhatsApp. Abro mi chat con A. 

Releo el mensaje en el que le hablo de todo el love del mundo, de cómo estaba dispuesta a quedarme si él entendía que tenía un problema. De que estaba ready pa’ fajarme con todos sus demonios si él estaba ready también, a pesar de que sé que nunca estará ready pa’ quitarse la camiseta blanca de macho abusador. Eso es lo que lo define. 

“… I love you. I always will”.

Me quedo fija en ese par de frases finales. No sé por qué he escrito eso. Mis lágrimas deberían ser prueba suficiente de que así no es, de que el love no es esto.

Le escribo también a H. Le pregunto si en nuestros diez años juntos él sintió que yo era una persona abusiva. Tanto decírmelo A., tanto brainwashing surte cierto efecto. Me cuestiono si algo tan roto como yo tendría fuerzas para ser abusivo anyway.

Este es el primero de muchos Fridays en los casi cinco meses que pasaré en su casa.

“No. Tú nunca lo fuiste. Abusiva, digo. Me fuiste infiel un par de veces, pero nunca me sentí abusado por ti. ¿Qué ocurre?”

Le cuento. 

El highway pasando, pasando a toda velocidad tras la ventanilla como un memo brutal de todo lo que estoy dejando enterrado en aquel pueblito de mierda.

La entrada a la city se siente como llegar a casa y quitarse el ajustador luego de un largo día. Respiras aliviada, pero la marca sobre la piel aún escuece, aún arde en lo que tarda un poco en desaparecer. 

Me sorprendo de ver a la gente en la calle, sin mascarilla, respirando el aire tibio de mayo. La libertad. La irresponsabilidad. La locura cotidiana. This is Harlem for you, my girl.

En el apartamento de mi amiga, me veo con el teléfono en la mano llamando a una consejera. Me dice que es importante abrir un expediente como evidencia, en caso de que se llegue a la corte. Me pide que describa algún evento entre mi recién estrenado ex y yo, en el que él haya sido violento. 

No entiendo nada de hebreo, pero sí de emoción.

La voz no me sale. Se quiebra en un dolor de garganta perrísimo. Un nudo apretado. Toca llorar again

La noche de ese Friday, nos sentamos a la mesa mi amiga, su marido y yo. Mi amiga, the fairy godmother, enciende las velas del Shabbat y canta una plegaria de gratitud en hebreo. 

Gratitud porque yo estuviera a salvo. Gratitud por estar vivos para ver este momento. Enciende las velas, se cubre los ojos con las manos, y canta. Este es el primero de muchos Fridays en los casi cinco meses que pasaré en su casa. 

No entiendo nada de hebreo, pero sí de emoción. Entiendo que lo que acaba de ocurrir es cotidiano en esta casa, pero de alguna manera se me hace único, como si me estuviera hablando solo a mí. Solo de mí. 

Una soga salvadora que me saque del pozo de dolor. Pienso en las heridas invisibles que hacen menos creíbles, incluso para mí, los años de abuso. Pienso en la suerte que tengo de estar aquí. De que mi amiga y su marido sean capaces de ver, de entender este dolor más allá de la evidencia, inexistente en mi caso, del morado en el ojo.

Back to Madrid. Calle Embajadores, a la altura del Casino de La Reina. 

—Me gusta tu morado. 

Hay un leve cambio en la muchacha cuando se lo digo. Un gesto casi imperceptible. No tiene que decir nada para que la entienda. Aun así, lo hace. El regalo de su voz, de su inocencia. Todo el desenfado de sus poquísimos años.

No dejes nunca que nadie te hiera así, por más love que parezca.

—Me lo hizo mi novio. Yo sé que no fue a propósito. Pero a veces, cuando discutimos… Esta vez vino la policía y todo —dice y ríe como si fuera lo más normal del mundo. Y lo es. Tristemente lo es—. No pasa nada —dice, riendo aún—. Si más de lo que me ha maltratado mi padre, nadie lo va a hacer, niña.

Se me eriza cada pelo del cuerpo. Ella sigue como si nada con su vida. Un cascarón feliz con una esquina rota. 

—¿Tú sabes? Nadie tiene derecho a maltratarte —le digo en un susurro—. No dejes nunca que nadie te hiera así, por más love que parezca.

Hoy no es Friday, pero sé que estoy prendiendo mil velas.

El rostro de la muchacha y su actitud toda se ensombrecen. Pierden el tintineo anterior. Ya no es campanita movida por la brisa. 

A mi lado, apoyada a una baranda, la muchacha solo mira hacia adelante, en silencio, mientras sus amigas siguen brillando color plata, color oro, a su alrededor.




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Papel cartucho

Claudia Muñiz

En mi historia personal, el hecho de ser “color cartucho” ha supuesto un gran privilegio. Al mismo tiempo es una fukin maldición. Entrar en esa bolsa me ha ubicado en una posición de indefinición. Una suerte de inopia racial.






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