‘Lost with Zoe in the Milky Way’

A Zoe, que no se llama Zoe, pero no sé su nombre. 
A la Duras, por habitar cada pedazo de mi fascinación.


Revisando mis archivos de hace años encuentro este cuentecito de cuando tenía 20 somethin’ y me obsesioné con una muchacha. Ella nunca supo que le escribí esto. Ella probablemente nunca supo que me derretía toda cada vez que me la encontraba por ahí. 

Por esa época estaba fukin in love también de esa otra muchacha que es Marguerite Duras. El enamoramiento con la francesa terriblona se nota en cada letra que le dediqué a la muchacha del cuentecito. 

Hoy sería incapaz de escribir una cosa así. Hoy iría y le diría a la muchacha lo primero que me pasara por la cabeza. Hoy ella no tendría un cuentecito a sus costillas. Hoy me tendría a mí. Nos tendríamos, quizá, foreverandever.

Antes, en mis 20 somethin’, aún no asumía abiertamente que me podía fascinar con una muchacha. En mis 20 somethin’el goce de otro cuerpo de muchacha estaba supeditado al deseo del hombre de turno. A su mirada. 

Hay tantas historias así que duele. 

Por estos días me fascino con todo lo que se mueve. Le parto pa’rriba y se lo digo. Sin que medie nadie. Sin que mi deseo tenga que ser sombra del deseo de alguien más. 

En estos días de pride, recuerdo a la muchacha que fui, sentada en una butaca de la cinemateca, disimulando el deseo por su cuello larguísimo, como de animalito de la sabana.



Lalala lala…

Me gustaba seguirla. La había visto un par de veces por ahí y me aficioné a cazarla. Ella nunca supo nada. Eso creo.

Hay quien va de fiera por la vida. Y hay quien va de presa. Ella, con sus huesos de gacela, era la presa perfecta. Aunque puede que solo fuera su estrategia, no sé. Hay animales que prácticamente se dejan cazar, pero es solo una estrategia para engañar a la fiera. Para fascinarla. 

Tengo un amigo que tiene una lista donde cada uno de sus amigos es un animal. Él no los divide en presas y fieras. Si yo tuviera una lista, no sabría qué animal sería yo. Ni ella. 

La primera vez que la vi fue en la cinemateca. La película no había empezado aún y me senté detrás de ella. La sala vacía y voy a sentarme justo detrás de su cuello. “Podría acercarme y morder ese cuello”, pensé. Convertir su cuello en un amasijo de piel y sangre entre mis dientes. 

Me acerqué. Olor a campo, cuando llueve.

Llevaba el pelo muy corto y estaba leyendo algo en otro idioma. No recuerdo la película, pero sí cada movimiento suyo. Estuve atenta a su silueta hasta que se levantó. En la pantalla una casa se incendiaba.

Me levanté yo también y salí. Afuera hacía un viento casi frío, pero nada más. Nada. Ni rastro de su cuello. 

Regresé al cine. Ella salía del baño. No me miró.

Ahora la tengo detrás de mí. Casi ni me muevo. Inmóvil y en silencio entre tanta gente que no para de hablar, de gritar. Inmóvil y feliz entre tanta gente con caras de disgusto, que bajan, suben, bajan, bajan, sudan. Yo también sudo, un sudor que me corre por la espalda, frío. Pero mi piel toda arde. 

Su respiración en mi oreja. Los edificios y casas pasando tras la ventana. Su respiración. La muerte puede ser ahora. Podría mi cuello convertirse en un amasijo de piel y sangre entre sus dientes ¿Soy yo, acaso, la presa? 

Me gustaría que se llamara Zoe. “Zoe”, repito en voz alta. Su nombre en mi boca.

 Zoe intenta sacar un reproductor de música de su bolso y sus manos rozan mi espalda. Me volteo para mirarla. La descubro de pronto muy torpe. Adorable. Me mira. La disculpa en sus ojos.

“My Cherie amour

Distant like the milky way…”.

Escucho la canción en los audífonos de Zoe. 

“Lalala lala…”.

La canción en la voz de Zoe. Sus rodillas contra mis muslos. La muerte. 

Una parada. La guagua casi se vacía. Casi, no del todo. 

Zoe ahora a mi lado. Su hombro sobrepasa el mío. Su cuello a la altura de mis ojos. Algún mechón de su pelo, que ha crecido hasta mitad de la espalda, se escapa y roza su pecho diminuto. Perlas traslúcidas sobre su labio. Reflejos de la calle sobre su rostro. Zoe sonríe ¿Sonríe?

Comienzo a tararear la canción de Zoe como si recordara algún momento feliz. Zoe también tararea. La miro y sigo cantando un poco más alto. Es inevitable. Deja de tararear, se quita uno de los audífonos, escucha. Dejo de tararear de golpe. Zoe vuelve e ponerse el audífono. Silencio. 

Otra parada. Zoe mira el pasillo desierto de la guagua y coloca su pelo hacia adelante por encima del hombro. La nuca de Zoe. Algunos pelos pegados por el sudor. Mi respiración en su nuca. 

Zoe busca. Ningún asiento vacío. Algunos pelos de su nuca son movidos por mi aliento. La inocencia de Zoe. Insoportable. 

El pasillo desierto y Zoe aun a mi lado. Podría alejarse, pero no. Permanece. Y yo la miro. Su mano en el espaldar del asiento. Miro esa mano que reposa ajena a mis ojos. La miro. Zoe se come las uñas, descubro. Sus dedos son como palos de tambor. Estrechos en la base y un poco más gruesos en la punta. Parecen los dedos de un adolescente. Zoe sigue con sus dedos el ritmo de la música que escucha.

Sigo la mirada de Zoe, perdida en las calles. Ha oscurecido. Las salas de las casas iluminadas por las pantallas azul-verdosas de los televisores. Me pierdo yo también. Otra parada. 

Ya no escucho la canción de Zoe.

El pasillo desierto. Sin Zoe. La oscuridad afuera. Delante de mí un asiento ha quedado vacío. Me siento junto a la ventana, miro afuera y la busco. Busco a Zoe. La oscuridad. 

Apoyo mi cabeza en la ventana. El reflejo de mi rostro en el cristal. Los ojos cerrados. 

“Lalala lala

Distant like the milky way…”.

Canto.



© Imagen de portada: EMI.




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Papel cartucho

Claudia Muñiz

En mi historia personal, el hecho de ser “color cartucho” ha supuesto un gran privilegio. Al mismo tiempo es una fukin maldición. Entrar en esa bolsa me ha ubicado en una posición de indefinición. Una suerte de inopia racial.






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