Sex shop y artisticidad

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Conozco dos o tres personas inteligentes a quienes, en la pornografía, la trama les importa una mierda. Se zambullen en el cine porno con un propósito (consciente o no) muy concreto: salirse del mundo. Y como el cine porno vende algo (sexo avecinándose a un conjunto de ideales prácticos inmediatos) que no tiene ni espacio ni tiempo, el acto de salir del mundo no parece el peor de los cometidos.

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La pornografía es una de las pocas virtualidades (con respaldo real) que siguen siendo apetecidas y apetecibles por sí mismas. Y lo es debido a un hecho: su materialidad radica en la potencia y el ingenio que esa virtualidad tiene para remitirnos, una y otra vez, a una serie infinita de rendimientos sexuales. “Así se hace” y “Mira lo que puedes hacer” son las dos expresiones-apelaciones que brotan, como saldo satisfactorio, del acto de mirar películas pornográficas. De acuerdo con esa manera de pensar, la pornografía no morirá jamás, pese a sus muchos detractores. Su legión de enemigos maldicientes choca de continuo contra ella, y el choque ni se escucha ni se siente.

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Vistas las cosas así, ¿sería posible, al fin, abrir en La Habana una sex shop virtual? Al menos eso: una tienda virtual, con departamentos obviamente virtuales, con ofrecimientos de variada índole que, en las pantallas de los ordenadores (y de momento solo allí), también serían virtuales. Lo usual. Una sex shop, diríamos, virtualmente real. O sea: un sitio en internet donde se tenga la oportunidad de comprar/adquirir algo que después pueda tocarse, acariciarse, sentirse de veras.

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A no ser que la locura, o una de sus formas, consista en hacer una sex shop virtual: solo como cascarón, solo como incitación posible, solo como evento persuasivo. (Imagen y posibilidad, según el pornógrafo José Lezama Lima). Y, en ese caso, surgiría algo inesperado: la artisticidad de la sex shop-sin-motivo-aparente. Una sex shop sin continuidad, sin secuelas, sin prolongaciones. Pura autotelia.

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Una sex shop que permanezca en su mera antesala, sin trascenderla. Un lugar cuyo espacio lo podríamos nosotros, más allá de la tecnología del orgasmo, para usar los términos de Rachel P. Maines. Un extraño país dividido en provincias y distritos: de un consolador críptico a una película de culto, y de ahí a un café (videoconferencias desde Barcelona, Berlín u otra ciudad) con sexo en vivo, y de ahí a un capítulo de las memorias de Dolly Morton (un audiolibro, claro), y de ahí a un videoarte de Chris Cunningham, y de ahí a un álbum erótico de fines del período Edo (el shunga) que nos haría regresar al consolador críptico: una máscara para juegos lésbicos.

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La legitimación on-line de una sex shop sin posibilidades de comprar, tan solo para acceder a un recorrido laberíntico y lleno de numerosas correlaciones dentro del mundo del arte y la literatura, podría devenir un fenómeno muy imantado, una instalación con muchos sentidos. Una obra tan suficiente en sí misma como una película (que ya sería casi vintage) de Sasha Grey. Al cabo tendríamos dos cosas: un modelo para armar y la expresión de un reposo inquebrantable. Y que, de paso, Sasha Grey nos lea algunas páginas de su libro La sociedad Juliette.

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Tengo un amigo matemático, de gran lucidez, muy lector, que se debate entre la infidelidad y la fidelidad. Debatirse implica, para él, no establecer diferencias entre un trío y un triángulo, independientemente del consenso. Acaba de ver una película coreana (del sur) que se estrenó en Cuba hará diez años, en algún circuito donde todavía se ofrecen ciclos temáticos. Su título: Una flor congelada. Pura metáfora del fuego, pues esa flor es tan caliente o tan fría como el botón nuclear de Kim Jong-un.

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Le he dicho que ponga sus conocimientos de infografía (es diseñador por cuenta propia) en función de esa sex shop autotélica (cuya finalidad, repito, es ella misma) donde, con discreción, quizás habría un par de anuncios de venta de aparaticos de placer. Caseros y/o importados. Porque una cosa es www.revolico.com y otra, muy distinta, habilitar, con las características que he venido mencionando, un salón con cubículos en los que se encontrarían señas (por ejemplo, dos o tres e-mails… nunca un número de celular, y menos aún una dirección) para acceder a ciertas residencias habaneras donde un usuario efervescente hallará, por fin, los ansiados y muy tangibles artilugios.

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Pero el amigo matemático no se decide. Tiene la gran oportunidad de participar en ese proyecto de arte digital… y no se atreve. Como lo conozco bien y puedo adivinar qué ha surgido en su mente tras ver la peculiar e incendiada alianza de un rey, su joven y bella esposa, y un soldado resplandeciente (el núcleo devastador de Una flor congelada es este: el rey y el soldado son amantes, y el primero le pide al segundo que preñe a su reina, ya que él, aunque necesita un heredero, no tiene ni intenciones ni ganas de hacerlo), le indico que vea un cortometraje cubano dirigido por Reynier Cepero: Ornitorrinco. A ver si se lanza de cabeza contra la sex shop y sus sucedáneos.

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Pero la paranoia es algo muy persistente, como el insomnio de aquel personaje de Virgilio Piñera. Habrá que esperar.

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