Para leer con una sola mano (II)

En relación con el resbaladizo asunto de los libros legibles con una sola mano, caer in medias res es decir que Opus Pistorum, de Henry Miller, hace del coito un conjunto de ensoñaciones serializadas por el hilo conductor del deseo.


‘Opus Pistorum’de Henry Miller

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Todos los indicios parecen revelar que Miller fue tremendísimo singón y que tenía una verga grande y heroica. Nihil obstat: era, además, un gran escritor, un hombre de la metáfora combustible, un experimentador de la lengua absuelta, un amante del sexo en tanto lenguaje porque sabía que el sexo, si no es lenguaje puro y duro (dúctil, maleable, vaporoso, ríspido, del trastorno), se convierte en una mecánica elemental.


“Él no sabe… da mucha pinga, cierto, y lo hace como un héroe griego, ¡pero se me seca el bollo, chico!”, me dijo hace años una condiscípula de la Facultad de Filología. 

He ahí un argumento capital. 

La mayoría de los hombres ignora qué —y cómo— les gusta a las mujeres —a cada una en sus individualidades más libres—, a quienes debemos servir, sin la menor duda, porque descienden de la Diosa Madre y traen consigo secretos prodigiosos y deslumbrantes. Hay que leer feministamente a Bataille, digo yo, y comprender por qué hasta los dioses acaban dormidos sobre el pecho de una mujer.

Miller, todo debemos decirlo, escribió Opus Pistorum casi por encargo. Se publicó a inicios de los años 80 del siglo pasado. Es un libro-memorial, concentrado a propósito en el sexo y en lo realmente sublime de su circo: la fascinación porlos cuerpos y la inefabilidad de los orgasmos

Las descripciones de Miller son difíciles de igualar, pero tienen una marca que hace posible que uno, escritor sexualizado, pueda apartarse a voluntad de ellas y no sucumbir: la idealización glorificada del descontrol, como cuando el escritor nos induce a ver de qué manera uno de los amigos de Miller orina en la cara de su amante, a petición de ella misma, mientras otra mujer lame su clítoris.


‘Cruel Zelanda’, de Jacques Serguine

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La muy verosímil exuberancia de Miller, esa profusión que hace del sexo un espacio-tiempo trascendental y a la vez realista, alcanza a sentirse como un verdadero estallido en Cruel Zelanda, otro memorial erótico, publicado en 1978. Jacques Serguine —una curiosidad: intervino en À bout de soufflé, el primer largometraje de Jean-Luc Godard— tardó varios años en reconocerse autor del libro.


Cruel Zelanda es un ejemplo fervoroso de literatura poscolonial en el mejor sentido: la mente del hombre blanco es objeto de una devastación cuidadosa y muy “racional” por parte de aborígenes neozelandeses. La cultura sexual maorí se impone aquí como si tal cosa, risueña y mansamente, igual que una “invasión bárbara” que trajera purezas muy equívocas y a la larga disfrutables. El campo de batalla es el cuerpo de Stella, una británica de la A a la Z. 

La joven protagonista y narradora, recién casada con un capitán desaparecido en una emboscada, cae en manos de una tribu. Poco a poco, tras diversas oleadas de asedios sexuales, se rinde a la belleza y los placeres de una existencia ignota y brutal, pero fascinante.

El libro de Serguine apenas explica cómo, en lo profundo de la selva, fracasa la expedición donde iban Stella y su marido. Se centra en ella, prisionera sexual, y va derechito hacia el detallamiento de las sensaciones en articulación precisa con el detallamiento de los actos. No puede decirse otra cosa: estamos en presencia de un escritor morbosísimo, que sabe dosificar los “picos” de esa sinusoide irregular que es el goce en tanto conquista cerebral y carnal. 

Uno de los mejores episodios del texto es cuando Stella, después de ser azotada —en las nalgas— y acariciada hasta el paroxismo por muchachas desnudas que la lavan y ungen, siente que se moja mucho y en ese estado la atan a un potro donde estará muy expuesta, muy abierta, varias mujeres lamen sus labios menores y entonces aparece un jovencito, un preadolescente, un niño. ¡Momento mágico! Stella se abraza al credo de una muy estética pedofilia, pues el niño es hábil y eficacísimo: con su lengua hurga más allá de la entrada de la vagina y hace que la joven británica tenga un cuarto o quinto orgasmo, poco antes de que uno de los jefes de la tribu la penetre y ella, audaz, intuya cómo es ese oscuro glande que poco antes ha estado merodeando de arriba abajo, en la vulva, dando unos brochazos que ni Rembrandt con sus pinceles.


‘Un asunto de vida y sexo’, de Oscar Moore

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Un asunto de vida y sexo, de Oscar Moore, se publicó muy a inicios de los años 90; y Arkansas, de David Leavitt, a finales de esa misma década. El asunto: la zona “sentimental” y más o menos cínica del placer homosexual entre hombres.


Me gustaría subrayar un hecho colateral que, solo al parecer, no viene al caso: muchos hombres aprovechan para enarbolar con firmeza su heterosexualidad cuando aseguran que solo ven porno hetero —si no es que solo miran sin ver—. Tienden a hacer creer, a sus interlocutores, que el porno hetero entra en su campo de visión nada más que en forma de grandes tetas, vaginas semiabiertas, clítoris solitarios, pezones levantiscos y bocas femeninas intervenidas por penes idóneos, satisfactorios, victoriosos. 

Esta suerte de ridícula “edición” de la gráfica sexual patriarcal, canónica, no puede menos que resultar tan tonta como pueril: se supone, entonces, que ellos ven solo eso en el porno hetero. Las pingas quedan obnubiladas o experimentan un proceso de blurringLas pingas no cuentan, ¡ni excitan!, a esos varones puros.

Oscar Moore narra la vida hipócrita, mentirosa y próxima a lo “delincuencial” de Hugo, un jovencito de familia que podría suscribir sin problemas el comentario anterior. Estos adjetivos no lo tratan bien, pero no creo que la conducta de Hugo los desmienta. Él reserva las verdades en el hueso para sí mismo y a solas consigo. La conclusión es que Hugo, un escéptico total, solo está interesado en su propia existencia. 

Uno de sus esquemas eróticos, de energía descomunal, consiste en algo que se halla al inicio y al final de sus encuentros sexuales y su aprendizaje sobre las personas: los procesos dramáticos del ligue en urinarios y saunas, en traspatios y rincones, en escaleras y recovecos. Pero, sobre todo, en urinarios y baños de gasolineras y bares.

Uno no puede descreer de la vigorosa sensualidad imaginativa que hay en esos sitios. Es inútil convocar lo ofensivo de los olores, defecto que de pronto ya no lo es o que se suma a las incitaciones. Tampoco vale la pena indicar los peligros —allí acude gente presta a acuchillar y robar—, ni la evasividad neutra y tortuosa de las miradas. 

La prosa de Moore perfila a Hugo en diversas posturas, dedicado a la búsqueda de la variedad, al antojo, a la fantasía. A la contemplación sencilla o la palpación extática. El resultado es el hundimiento en una prosa entre astuta y comedida, y que, además de absorbente, anhela dar fe de la fruición como imposibilidad de atrapar las formas, aun cuando se trate de la tersura de un glory hole o de una masturbación mutua.


‘Arkansas’, de David Leavitt

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David Leavitt escribe como quien va de lo procaz —escondiéndolo sin éxito— a lo subliminal, de la altanería intelectual a cierto humorístico “descaro”. 

Arkansas es un tríptico de relatos largos y el verdadero centro de ellos es el carácter fonocéntrico e irreflexivo de la seducción, en especial cuando la seducción no es aún ni un plan ni un cometido y no puede separarse ni del desamor ni de la incertidumbre ni de la fogosidad sexual. 


Hay dos textos brillantes. “El artista de los trabajos universitarios” cuenta cómo un escritor notorio y un joven estudiante pactan un intercambio cómodo y gozoso: aquel le escribe un trabajo de clase —dedicado a Jack el Destripador— y este acepta involucrarse con él en un par de morbosísimas sesiones de sexo. 

“La calle Saturn” pone en escena una especie de humanismo lúbrico, algo que no carece de fulgor. La lascivia es allí tenebrosa: un escritor aburrido (Jerry) se va a Los Ángeles y acepta involucrarse en un voluntariado que ofrece comida a enfermos de SIDA. Una amena y embriagadora perturbación erótica aparece en determinado momento —Phil es su proveedor—, matizada y exaltada por la atmósfera de la enfermedad y del peligro. 

Leavitt sabe unir muy bien, y de forma asimétrica, estos ingredientes: el deseo, la soledad, el miedo, la necesidad súbita de contemplar una desnudez promisoria antes de que la apatía se presente y la tristeza de no poder unir satisfactoriamente la amistad, el humanismo real y el frenesí sexual. Sin embargo, todo eso crea un trasfondo que exacerba la menor descripción de sexo: por ejemplo, las imágenes de la pinga de Phil, devastado hoy por el SIDA, prodiga una belleza que su derrumbe físico no puede abatir. Y Jerry, enamorándose aún del enfermo, lo sabe muy bien.

Quisiera invitar a los lectores a adentrarse en dos novelas breves que hablan de mujeres en problemas, como diría David Lynch. 


‘Las lecciones peligrosas’, de Alissa Nutting

Mujeres sexualmente explosivas —muy, muy explosivas y muy sinceras, mujeres patriarcalmente “castigables”— que se abren al mundo a pesar de sus tragedias personales. 

Mujeres que visualizan el sexo —y de paso nos lo muestran de manera desenfadada y minuciosa— con ferocidad y ternura. 


Me refiero a Las lecciones peligrosas, de Alissa Nutting; y Mujer desnuda, mujer negra, de Calixthe Beyala. En la primera tenemos a la profesora Celeste, que convierte a Jack, de apenas 15 años, en un irrenunciable abastecedor de sexo. 


‘Mujer desnuda, mujer negra’, de Calixthe Beyala

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La segunda deviene disección de un paisaje africano pobrísimo, en concreto de una ciudad de Camerún, y más específicamente de la extraña soberanía sexual de una mujer, Irène, que nada tiene que perder. En la primera aparece una felación pasmosa, envidiable. En la segunda ocurre un trío inesperado y conmovedor.


© Imagen de portada: Emiliano Vittoriosi.




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Para leer con una sola mano (I)

Alberto Garrandés

Hay que dejar la bobería a un lado. A estas alturas y en esta época, si un texto literario pervive (en el caso de un lector competente, aclaro) como catalizador de la masturbación es porque es bueno y ya.





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