Obscenos pajeros de la noche (II)

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¿En la masturbación como escritura el mundo habitual desaparece según lo conocemos? Es el mundo, pero hacia dentro. ¿El mundo de los ojos cerrados? En el personaje de Elvis Céllez, pajero voyeur que recuerda y se mantiene soportando la devastación producida por la soledad, dicha escritura se prolonga novelesca. El hombre mira adelante, como he dicho, y aun así su mirada traspasa lo inmediato, sea lo que sea. Una mirada donde nadie es observado físicamente, por así decir.

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El obsceno pajero de la noche encierra en sí mismo una identidad multiplicable. Una identidad queer de gran riqueza. No se trata, aunque la cultura popular así lo propicie, de un despelote donde hay desenfreno, relajo, depravación o envilecimiento. Lo que ocurre es más bien un (macro)enfoque del cuerpo, insertado en un paisaje erótico cambiante porque es un paisaje mental. El ojo absorto.

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Elvis Céllez repite la graficación de su personaje (tengamos en cuenta que es un autorretrato) y casi siempre lo desnuda. El personaje está observándose a sí mismo, o se corta las venas durante la madrugada, o se maquilla como una mujer que cruza las piernas y posa ante una cámara imaginaria que se ubica en el mismo sitio donde se encuentra el observador. ¿Cabe sostener, de momento, que el pajero —murmurador o no, de mirada directa o evasiva, solo o acompañado— tiene todo eso en su cabeza? No parece una mala proposición, ni un deficiente punto de partida.

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La dimensión queer de este fenómeno se expresa en un espacio de libertad proclive al absoluto. El mundo queer es emancipador y mutante por naturaleza, y anhela, en el Otro, la germinación de ese poderío. El obsceno pajero, observado desde esa perspectiva, es una criatura queer, lo mismo apostado en las sombras de un follaje, que tras un muro, o bajo una escalera, o frente a la cámara de un teléfono. Estas variables apuntan hacia el destino mítico, y aplazado por razones obvias, que es el encuentro real. ¿El placer del riesgo le gana al riesgo del placer? ¿O es al revés? ¿Una realidad menos material le gana a otra realidad más material?

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En La Habana los pajeros salen por lo general a la caída del sol, cuando la luz se tamiza en pos de las sombras. Por ejemplo, a los de la calle G, cerca de la Facultad de Filología, se les puede adivinar colocados entre los árboles, fingiendo que leen un libro (en otra época) o que revisan un mensaje en el teléfono (en esta época). El caminante no avisado puede confundirlos con estudiantes universitarios. Sin embargo, La Habana ya no es una ciudad ingenua. Ha perdido enormes cantidades de inocencia. Todo el mundo sabe cuán sospechoso es, justa o injustamente, quien orina contra un árbol.

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Hace unos años un realizador cinematográfico de la Facultad del Arte de los Medios de Comunicación Audiovisual (FAMCA), Jorge de León, dio a conocer una película, de género equívoco, titulada El bosque de Sherwood. Asociado a la figura de Robin Hood, allí el mítico bosque no es más que un espacio de alterne concreto, corpóreo. Un espacio para el ejercicio furtivo del sexo gay. Los hombres de Robin pasan por encima del peligro, se protegen unos a otros, dan libre curso a la escaramuza, a la cita. Dejan atrás a las figuras del obsceno pajero de la noche, al tirador alerta, al sujeto solitario que mira y se masturba.

Obscenos pajeros de la noche

Obscenos pajeros de la noche (I)

Alberto Garrandés

Los pajeros son nocturnos por esencia.

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El bosque aludido, lleno de jóvenes, está, en lo que toca a la película, en las inmediaciones de la esquina de Zapata y G, dos conocidas calles de El Vedado. Allí —un espacio lleno de desahogos, pero también intensificado y vigilado por suspicacias, embozos y comedimientos— la cámara se adentra en la fugacidad de lo íntimo. Es una cámara en apariencia errática y quiere emular con la mirada. Testifica momentos de sexo explícito con una suerte de escrupulosidad cautelosa, como si evitara la obviedad de los genitales y la maquinaria elemental de ciertas caricias.

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¿Los jóvenes de Céllez están allí? Es posible que no. Ciertamente, ellos aparejan una historia, un relato nutrido por escenas que podemos adivinar. Pero el eje que lo atraviesa todo es el de la incomunicación, una triste y violenta orfandad que no deja de ataviarse por medio del deseo.

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En El bosque de Sherwood no hay diálogos. Tan solo gemidos, suspiros. Cosas así. Uno de los jóvenes (ningún rostro es visible) exclama, reconcentrado: “¡Huy, cojooooones!”. Es la única frase audible. Hay una voice-over: un niño que cuenta las hazañas de la tropa de Robin Hood y sus forajidos heroicos. Desde su inocencia, lo que sucede allí deviene (en nuestra mente) un análogo de lo que sucedía con Robin y sus compañeros en el legendario bosque de Sherwood.

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“La gente de la comarca admiraba su comportamiento y querían ayudarles”, dice el niño sobre los hombres de Robin Hood. La película cobra sentido en las modulaciones del timbre de su voz, y así vemos diversas escenas de sexo donde el cuerpo, sin escamotearse del todo, va conformando, segmento a segmento, lo que parece ser un acierto: la configuración de una tipología de esa figura que los paradigmas más despóticos llamarían malhechor sexual —que se autodestierra o que es efectivamente desterrado—, en una ciudad donde la marginación, la aceptación, la asunción y el desacato dibujan una trama compleja, saturada de equívocos, entre el rostro descubierto, la doble moral, la mitografía gay y las máscaras del ejercicio del sexo.

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El bosque de Sherwood muestra a sus pajeros, pero ya no hay por qué llamarlos obscenos. Se masturban en grupo, o se dejan masturbar entre felaciones y penetraciones. Sus referentes son ellos mismos, más las resistencias y las expectativas que van creando en una reciprocidad orgiástica que no admite cálculos ni censuras, a pesar de que, por estos tiempos, o más bien desde siempre, haya necesidad y ocasión de repetir una célebre frase de Don Quijote de la Mancha que sirve para estos asuntos y para muchos otros: “Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho”.

Ciertas obsesiones

Obsesiones ciertas (II)

Alberto Garrandés

Las fórmulas más atractivas de la escritura de ficción actual se compendian en la tendencia a lo pornográfico, el retelling del sexo, la anatomía de los micropoderes, la autoparodia y la reinvención del yo.

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