Lovecraft o el coronavirus

Al inicio de su famosa novela The Haunting of Hill House (1959), Shirley Jackson escribe: “Ningún organismo vivo puede mantenerse cuerdo durante mucho tiempo en condiciones de realidad absoluta. Incluso las alondras y las chicharras sueñan, como sospechan algunos”.

En tiempos de COVID-19 no es que la ensoñación mantenga a raya a la locura, sino que la realidad podría confirmarse como una variación de lo fantástico. 

No estamos en World War Z (2013), la película de Marc Forster (no se trata de la llegada de los zombis), pero el comportamiento y la forma del virus alimentan la exaltación del mundo del horror. 

Dicen que es un bicho debidamente microscópico, con unas protuberancias denominadas “llaves”, que parecen ventosas. Por medio de ellas el virus accede a la célula, la “abre” y la corrompe. 

Así entendida, la “inteligencia” del virus permite suponer que estamos frente a un enviado del Mal, una manifestación proveniente, digamos, del mundo de H. P. Lovecraft. 

Si tuviera dimensiones a escala humana, la COVID-19 clasificaría entre los especímenes hallados por los geólogos de la Universidad de Miskatonic en una misteriosa y horrenda ciudad que Lovecraft ubica en la Antártida. Basta con leer su noveleta En las montañas de la locura (1931).

Pero entre la COVID-19 y Lovecraft, uno prefiere todo el tiempo a Lovecraft, desde luego, aunque las quimeras de lo siniestro y lo espeluznante no dejen de enlazar lo muy real con lo muy fantasioso.

Tras cultivar una vecindad firme con el orbe de esas ficciones, mi amigo el escritor Yassiel Rivas, residente hasta su muerte en la ciudad de Holguín, logró mantener una mente apta para la serenidad filosófica. Estuvo preocupado, como todo el mundo, por la COVID-19. Y aun cuando tomó las muy populares medidas domésticas, consideraba en serio la inevitabilidad metafísica del virus, en esta ocasión iluminado ya por el aura lovecraftiana.

Una pianista italiana identificable gracias a su fervor por Alban Berg y Samuel Barber, me dice que estos tiempos son de introspección profunda. “Crisis”, añade. Y recuerdo que en el origen griego de la palabra “crisis” hay un concepto mayor: el enjuiciamiento. 

Yassiel Rivas me dijo una vez, moviendo sus ojos azules: “Lovecraft es mi dios”. No he dejado de creerle un solo segundo, aunque me acostumbré a la idea de que ese dios era su novia (otra escritora) y no el Príncipe Oscuro de Providence. 

Pero tal discrepancia es puro espejismo. Hay delirios hipnóticos ligados al sexo, y en la vida (el fragmento que conocí) de Yassiel Rivas todas esas cuestiones se reúnen con una lógica aciaga.

La Providencia lo puso a prueba, como diría Orlando Luis Pardo Lazo, que también vivió en Rhode Island. 

Imperturbable, mientras escucha madrigales de Monteverdi, Rivas le escribe a su novia lo siguiente: 

“De vez en vez aparece la voz de El Forastero, que vive en Verona Rupes, la grieta más honda de Miranda, en Urano. Ignoro si estás entendiendo: El Forastero, Verona Rupes, Miranda, Urano. De Urano tal vez sepas: el séptimo planeta. Pero no sé si tienes idea de lo que es un escarpe. Un escarpe es algo escarpado. Se dice escarpe o escarpa. Tiene que ver con los acantilados. ¿Has visto fotos del Gran Cañón del Colorado? Verona Rupes es una grieta de quince o veinte kilómetros de calado. O de altura, según desde donde mires. Una pila de veces el Gran Cañón del Colorado. Cañón, grieta. También se usa esta palabra: garganta. Y se localiza en Miranda, un satélite machacado, abollado, de Urano. Miranda es así porque miles de meteoritos gigantescos chocaron allí”.

He de advertir que la confianza de Yassiel Rivas conmigo (y con otras personas de su ambiente) no es nada sospechosa. Tenía por costumbre sacar sus libros de sus extensos, imprevistos y sorprendentes correos electrónicos, y ponía en ellos fragmentos de sus libros, aparte de que jamás sintió el menor inconveniente en mostrarse como era. De hecho, solía hacerse una multitud de selfies donde su pinga aparece aún “en todo su esplendor”, como suele decirse.   

Cuando habla de El Forastero, Yassiel Rivas se refiere a un dios o semidiós que vive en lo insondable y que Yahvé expulsó de la Tierra. Tras indagar un poquito entiendo que Yahvé, entidad veterotestamentaria según mi modesta apreciación, fue para Rivas alguien muy real y con mucha fuerza, capaz de proscribir y desalojar a El Forastero por ladrón de almas y recolector ilegal. 

Yahvé lo halló robando y lo desterró a Miranda, que, de acuerdo con Rivas, habría sido el planetoide favorito de H. P. Lovecraft (y aquí empiezan las cosas a ponerse buenas) si este no se hubiera “enamorado de las leyendas locales de Providence”. 

Hay otra frase de Rivas que me hace pensar: “Más misteriosa y aterradora es la presencia de El Forastero en el fondo del Océano Pacífico que allá, tan lejos, en Verona Rupes”

Después se refiere al contagio, ¡y hace insinuaciones acerca de una monstruosidad microscópica! Y vuelve a Miranda, el satélite deforme, e insiste en referirse a la profundísima grieta. Aquí, de modo inevitable, ya tenemos a un Yassiel Rivas pornógrafo, pues le dice a su novia: 

“Te lo diré en voz baja: tu grieta es lo más hondo que conozco. Y ahora es el momento en que protestas y escribes: ‘No te pongas sucio, por favor’. Pero no puedo evitarlo, necesito arrancarme de adentro la verdad y vomitarla”.

Extraños lugares comunes del estilo, tratándose de un escritor como Yassiel Rivas. ¿Lovecraft en la configuración del COVID-19? Muy bien, era de esperar. No así una oración tonta y manida, como si Rivas fuese un devoto de Mario Benedetti.

“Tienes ahí una Verona Rupes”, le dice un Rivas sicalíptico a su novia escritora. No hay ni que pensar en cohetes que escapan de la gravedad, ni en cápsulas que atraviesan el Sistema Solar a fin de posarse en Miranda. Y como diría Lovecraft: “En Verona Rupes habita el dios que duerme y espera”. 

No es un grifo con alas de murciélago y más alto que un edificio de veinte pisos. No posee esa obviedad de los tentáculos. Será un bicho pequeñísimo, invisible y letal: COVID-19.

Pero Yassiel Rivas regresa al asunto de la grieta de la petite mort. Y escribe: 

“En la anatomía de tu vulva resalta el vello copioso, que funciona semejante a una cobertura, un disimulo, una tapadera. Pero una vez disipado ese follaje, aparece la auténtica vulva de Miranda, con su diosecillo encerrado, encadenado, confinado. Cuando separo, como una cortina de vodevil, los labios mayores, lo primero que noto es el agujerito por donde orinas. Los labios menores son amplísimos, largos. Parecen las aletas de alguna criatura entre pez y reptil. Al expandirse, la grieta se delinea. Es un trazo impío. La primera vez me pregunté si todo aquello me cabría en la boca. Una máscara mortuoria para desoxigenarme y coquetear con la asfixia, a punto ya de entrever las riberas del Flegetón, donde las llamas alumbran los rostros de los tiranos y los asesinos”.

¿Descarríos de la mente o lucidez extremada? ¿Qué habrá contestado, si es que contestó, la novia de Rivas? 

Se sabe que vivía obstinadamente solo, sin necesidad. Se sabe que acudió al hospital cuando la alucinación y el agotamiento casi lo vencieron.

O estaba escribiendo una novela, o se preparaba mentalmente para hacerlo como un miembro más del Círculo de Lovecraft, influido por un estilo suntuoso pero exagerado. Y Dios sabe que Rivas usó todo cuanto le fue útil, incluyendo a las personas. Tal vez por eso acudía a experiencias íntimas modificadas, sin que le temblara la mano: 

“Estabas sentada en la taza con el blúmer abajo, alrededor de las rodillas. Te pregunté si ya habías orinado. ‘Tengo que calmarme, si no el orine no sale’, dijiste. ‘Cálmate entonces, quiero verte orinando y después yo mismo te seco’, dije. ‘Deja el invento, sal y espera afuera’, ordenaste. ‘Por favor, déjame’, supliqué y me puse de rodillas. El blúmer desapareció. Muslos separados. El resquicio tras el boscaje. De allí pendían, enredadas, unas gotas que no olían a orine sino a alguna colonia. Aquello me desagradó, pues yo anhelaba algo natural. Pero entonces Lovecraft vino en mi ayuda”. 

Más adelante agrega: 

“Excitada, te habías deslizado hacia delante y, ya en el borde de la taza, recostaste la espalda en el tanque de agua a fin de emplear ambas manos. Despejaste la fronda y mostraste los labios alargados. Y entonces presionaste hacia arriba con fuerza, respirando entre rarísimos crujidos mugientes. Tu clítoris era un cilindro rosado con vesículas oscuras. No se trataba de un característico microglande, sino más bien de un genuino tentáculo en cuya punta redondeada había una abertura en forma de boquita”.

Pienso ahora en una compañía productora de juguetes sexuales autodenominada Necronomicox. Allí se fabrican dildos de 11 y 12 pulgadas con una multitud de hervorosos tentáculos. 

Imaginé a la mujer a quien Yassiel Rivas le explicaba qué era Verona Rupes. Se había adormecido con la cabeza derrumbada hacia su hombro derecho. A esta visión sumé un siseo como de agua hirviendo. La boquita del clítoris tentacular estaba vibrando. 

“Oye, escritor… ¿me escuchas?”, dijo la boquita. 

No hay que dar crédito a estas cosas ni ponerse nervioso a causa de algo tan efímero como una manifestación de lo espectral, pero la voz repetía su pregunta sin abandonar aquel siseo turbulento.

“Te escucho”, admití. El rostro de la mujer producía una sensación de desamparo recóndito. “Ahora vivo aquí… es algo pasajero”, aclaró la voz. “¿Quién eres?”, me atreví a preguntar. “H. P. Lovecraft”, precisó. “¿Lovecraft?”, dudé. “No te asombres, estaré castigado aquí por unos meses y mientras el COVID-19 no se transforme en algo más feo… después me iré a vivir dentro de un calamar gigante que merodea por las costas de Bali”, explicó.

¿Castigado? La novia del muy blanco Yassiel Rivas era una talentosa y bella mulata de aspecto nubio. Lovecraft, un supremacista, se había comportado ochenta y tantos años atrás como el más racista de todos los racistas. Sobre el sexo interracial llegó a decir que era un fenómeno desagradable y melancólico. 

Alguien lo había desterrado allí, en aquella raja vigorosa y heroica.

Me contó Lovecraft que el poderoso Atum-Baar, Príncipe de los Animales, lo había condenado a vivir dentro de varios. Y todo a causa de esas historias suyas donde la animalidad se encuentra en íntima relación con un mundo sombrío de atrocidades repulsivas y miserias espantosas. 

“¿Y Cthulhu? Seguro sabes algo de Cthulhu”, aproveché para indagar. Él era H. P. Lovecraft, ¿no? 

“El océano más inescrutable no le gana al espacio abisal del corazón”, contestó. 

“Cthulhu no existe”, afirmé decepcionado. 

“Existe, pero en el fondo del corazón”, porfió antes de callarse. 

“Jamás imaginé que todo eso fuera tan sólo una metáfora romántica”, observé amargamente.

Vislumbré a la mujer otra vez. ¿Soñé acaso que ella empezaba a despertar con perezosa lentitud? Dicen que la COVID-19 despoja a los enfermos de sus fuerzas

“¿Por fin vas a mamarme el bollo?”, preguntó al final.“Cuando la epidemia acabe”, resolví.    





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