El Paraíso se derrumba

Paséate, con cierto grado de invisibilidad, por algún preuniversitario cubano. Verás personas muy jóvenes, ilusionadas entre el espejismo y la certeza, entre el proyecto de vida y la incredulidad. Puedes detectar y oír muchas frases y ver muchos gestos. Escuchar las voces, las interrogaciones, los reclamos… 

¿Se parece esto al teatro? Claro que sí. Puro teatro. ¿Ready made? No lo sé, tal vez sí. Pequeños núcleos de historias que van imbricándose en un escenario.

¿Y si de pronto te enteras de que ese preuniversitario se llama “Gastón Baquero”? ¿Las cosas cambian, estamos ante una distopía o ante un sarcasmo? 

Sin embargo, ¿qué tal si fuera un sarcasmo distópico, o una distopía sarcástica, con dosis de recelo y desaliento?

Acaba de presentarse en La Habana Autopsia del paraíso (Ediciones Alarcos, 2018), texto teatral con el que Roberto Viña ganó en 2016 el Premio de Dramaturgia “Virgilio Piñera”. Como solía decir Rufo Caballero: es un libro tan bueno que no le darán el Premio de la Crítica.

Hay un conjunto de presupuestos (en torno al sentimiento, la moral y la épica cotidiana) que arman su estructura. Presupuestos anclados en la lírica que podemos sobrellevar como habitantes del Paraíso, por así decir, y que dependen de la índole de los trabajos y los días que conforman nuestra conciencia. 

Todos, prácticamente sin excepción, hemos sido individuos que alguna vez, o algunas veces, en distintos momentos de nuestras vidas, estuvimos o estamos atentos al Paraíso. Atentos a su configuración. Con algo de confianza, con algo de temor y con algo de escepticismo. 

Viña cuenta una historia coral en la que nadie gana, o eso parece. Una historia detenida en el espacio de la escena y que gira sin cesar, ofreciendo poco a poco las explicaciones debidas, en torno a un hecho brutal que nos empapa como hace la sangre cuando los buenos callan y los malos levantan sus puñales y actúan con impunidad. La forma en que todo eso se desgrana, la forma en que visualizamos la escenificación del drama, se constituye en un acto de magnífico pulso dramatúrgico. 

Viña ha diseccionado el Paraíso. En caliente y en frío ha realizado una autopsia y ha sacado conclusiones que son hechos que son sujetos que son fantasmas. 

¿Tipologías fantasmáticas?, cabe preguntar. Es probable. Pero allí hay personas aún. Individuos. Mujeres y hombres que están al alcance de la mano cuando uno camina por una calle o visita un bar o el vestíbulo de un cine o una tienda o una casa cualquiera.

Lo más difícil es aceptar que se trata de personas que empiezan a vivir. Andan por los 16, los 17, los 18 años. Y no ven el Paraíso por ninguna parte salvo en esas palabras, insistentes y cotidianas, que intentan diseñar la realidad y modelarla con un optimismo tan rústico como vejatorio. 

Tomar lo real no por su verdadero cómo es, sino por su cómo debería ser, es un acto insensato, irresponsable y aterrador. 

La obra es excepcional porque en sus proporciones configura una especie de oratorio basado en el diálogo de la esperanza con la nada, y en los dilemas de la conciencia, lo efímero de la lealtad humana y las turbulencias de la identidad entre el sexo, el yo social, el yo íntimo y la necesidad de crear un camino personal verosímil para el yo y para los otros. Son jóvenes, muy jóvenes los que aquí se dan cita, y están cercados por tres Oscurísimos Personajes: la Verdad, el Engaño y la Persuasión. 

¿Que la vida es visitada frecuentemente por ese triunvirato inexorable? Eso ya lo sabes y lo aceptas, pero lo que no debería ocurrir es que ellos se instalen perennes en la existencia, como si tal cosa.

Siete personajes y 14 cuadros o escenas que van y vienen. El antes y el después de esa noche terrible en que Adrián, ebrio, es sometido a un juego sexual entre la humillación, la burla y la trampa. Hay un contrapunto: del aula (el presente) con el albergue en el campo (el pretérito mediato). El eje es una carta. 

Todo es rememoración, del recuerdo a la veracidad, de lo distante a lo próximo. La carta es escrita por Adrián en los EE. UU., el país adonde va a parar tras el turbio y triste desencadenamiento de los sucesos que se habían iniciado la noche en que creyó someterse dulcemente a la felación de Laura, cuando en verdad quien lo acariciaba, obligado por la crueldad y la demencia de los otros, es ese personaje a quien llaman Cantimplora.

¿Cómo representar eso? Hay dudas, padecimientos, temores y deseos que, articulados, producen lo que se llama “monstruosidad de la conducta”. Uno trata de entender no lo que hizo la Medea de Eurípides, sino cómo llegó a hacerlo, cómo pudo, qué energía entró en ella y se aposentó allí, en su cuerpo. 

¿La del amor? ¿La del despecho y la ira? ¿La de un tormento insoportable? Hay que salvar las distancias y otras cosas, pero, ¿cómo se llega a esa noche de alcohol, venganza, deseos sexuales reprimidos, furor y saña, y se concentran en el joven Adrián, que ama a Laura y es capaz de ofrecerle su compañía cierta, segura, cuando se entera de que está embarazada?

Dostoievsky, pero también William Faulkner. Y Strindberg. Una genealogía vigente y muy perturbadora. Porque ni el Paraíso ni sus celosos guardianes quieren saber de autopsias ni de escalpelos. Menos aún de la veracidad de sus notables disfunciones, sus incompetencias, sus ineptitudes.

Destreza, moderación, tacto dramatúrgico. Empezamos la obra con una carta y terminamos con ella. Laura lee la carta frente al resto de los personajes. Nada se ha movido salvo los escenarios evocados, donde se dirimen cuestiones de primera magnitud: racismo, rivalidad sexual, doble moral, disimulo perpetuo, desigualdad social. 

¿El Paraíso se derrumba? Sí. Entre Cuba (lo que Cuba es o podría ser para estos personajes) y la Noche, lo que va quedando es la Noche. 

Toda la acción va surgiendo del espacio mental creado una y otra vez por esa carta colectiva que Adrián envía. Un Adrián amargado, vapuleado por una deshumanización paralizante, por el perenne agravio de los prejuicios, por los temores, por la cobardía, por la falsedad. Y por ese tumor que lo ha llevado a un salón de operaciones de donde sale sangrante y, al parecer, castrado.

La sangre brota allí, bajo la luz perentoria del escenario, como la sangre de un aparecido.

Uno cede a la tentación (inevitable por demás) de imaginar la puesta en escena de esta obra. La preparación de un texto así debería propiciar el desarrollo de mecanismos de implantación, en el espectador, de instantes no visibles del entramado de los hechos, mecanismos movidos acaso por la angustia moral, el inestable sombreado de la identidad o el vínculo entre lenguaje y verdad. 

De cualquier forma hay varios momentos extraordinarios. Cuando el personaje de Sheila baila (especie de striptease) ante el director de la escuela, respondiendo con evasivas ciertas preguntas que nada tienen que ver con su acto, se desdramatiza su sensualidad y se dramatiza (hasta el dolor) la situación moral en la que los personajes han sido confinados. Preguntas que indagan en lo que ocurrió aquella noche con Adrián, Cantimplora y los demás, y que buscan hallar testificación en unas fotografías que, hasta el final, no se sabe si existen o no. Lo que al director le importa es si hubo fotos o no. Lo demás puede olvidarse.  

Otro momento es el de Ariel y Marcos, un negro lacerado por complejos, por el racismo que lo circunda, por los miedos que lo acosan y porque rompe, a su pesar, con ciertos paradigmas heteronormativos de la presunción sexual: no tiene un pene grande. 

Ariel y Marcos están en los urinarios, que son, ya se sabe, toda una tipología del ligue, lo mismo en los trendy nightclubs que en los más humildes baños públicos: de Nashville a Calcuta, de Madrid a La Habana, de El Mejunje santaclareño al Complejo Cultural Yara. Y allí, en los urinarios, recuerdan, con una mezcla de sorpresa, goce y culpabilidad, que fumando se habían masturbado mutuamente, con enorme goce, con libertad total, en casa de Ariel. 

El otro gran momento, eje de la obra, es el de la felación de Adrián por parte de Cantimplora. Pero es una secuencia tan fuerte y lastimosa, tan feroz y desgarrada, que se reparte dosificándose de diversas formas, de lo claro a lo borroso (simboliza, digamos, el segmento donde emerge el thriller del mirón, y ya estamos ante la prueba del laberinto del morbo, la prueba del espejo), hasta que alcanza, por fin, una nitidez crucial. Y esto no habla sino de la habilidad, la maña, la pericia de Roberto Viña.

El personaje de Sergio, de lamentable y lóbrego empaque moral, se hace repulsivo… y de pronto revela su tragedia: que sí está al tanto de la suciedad que hay en su alma y en las almas de los otros. Y exclama, con una mezcla de cólera y padecimiento: “To el mundo quiere pirarse”.

Éxodos ensordecedores, éxodos silenciosos. ¿Goteo del escape del Paraíso? Del tanque lleno al tanque vacío. Goteras. Cubaleaks.  

Al oír esto, las Pitias del Paraíso se callan y dejan de profetizar. Sus voces se vuelven un cacareo tedioso y mendaz. Y se desploman. Se ha dicho una verdad, o parte de una verdad. Una verdad enorme, permeable, adhesiva, que toca a miles y miles de personas. 

Una verdad que está dentro de todos los personajes, y dentro de Sergio, y que se junta, en su interior, con otra verdad muy personal, muy íntima: siente envidia y rencor al ver el pene formidable de Adrián, su rival. Envidia e irritación. Porque el tipo que él cree flojo de carácter, blando, casi afeminado, posee lo que ninguno de esos varones puede exhibir.

Autopsia del paraíso explora, con éxito punzante, esas actitudes, esas identidades, esas almas donde la cuchufleta, la pose y la risa intentan contrarrestar la tupida melancolía que sirve aquí de trasfondo. Las palabras de orden son cuatro: inseguridad, naufragio, desengaño y frustración.

Cubaleaks.

El Paraíso no está nada bien y se desmorona, a pesar de las peroraciones y los alegatos. Habrá que saludar, con simpatía y respeto, la aparición de este libro insobornable, una pieza donde Roberto Viña confirma lo que ya sabíamos: que él es uno de los dramaturgos más rotundos de la hora actual de Cuba. 

El final resulta arrasador. Uno recuerda que el padre de Eugene O’Neill le dijo a este luego de asistir al estreno de Después del desayuno: “¿Estás pretendiendo que las personas salgan de aquí y lleguen a sus casas y se corten las venas?”Sangre también: Cubaleaks





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