Rituales de apareamiento

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Esta columna también podría haberse titulado como la célebre canción disco de John Paul Young: Love Is In The Air.

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Dicen que unos extraños vientos rojizos, soplados en el polvo del Sahara por antiguos demonios, han redoblado el calor de La Habana al conformar una insólita pantalla de polvo que hace resistencia a las lluvias. Como estamos en una Ciudad Maravilla no es de extrañar que los torbellinos que a cada rato se manifiestan no sean más que djinns y efrits provenientes del Levante.

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Vivo en un apartamento bastante funcional del barrio de Santos Suárez, pero justo en una calle acotada por dos esquinas infernales que se inundan cuando los aguaceros son muy potentes. En la zona hay dos o tres ríos subterráneos. Las crecidas son ocasionadas por ellos y por la acumulación de desperdicios. Las aguas corren con violencia desde el nordeste y arrastran desde latas y botellas hasta tanques de basura. Los gatos y los perros desaparecen en el acto.

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Ese esporádico fluir ocurre debajo de mi terraza-balcón. Estoy en altos, a salvo de un río tan sucio como repentino, pero no a salvo de pregones impávidos ni de reuniones de paseantes que hablan como si estuvieran en un escenario. El calor hace hablar. Y la brisa, irrisoria, también.  

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La norma cubana del español es uno de los fenómenos lingüísticos más interesantes, pues está llena de interpolaciones, de paratextos que retrasan el sentido, de silencios ruidosos. Me imagino que eso y más fue lo que hipnotizó a Virgilio Piñera

Además, en términos callejeros, es una norma intervenida por el recelo y por la arraigada necesidad de evadir la incorrección política, o de arrojarla como una mala ficha de dominó en un enorme y larguísimo juego.

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Hay un caso, en la narrativa cubana contemporánea, de sugestión e hipnotismo lingüístico: Miguel Collazo. Un suicida genial (a pesar de lo que dicen sus escasos y mezquinos detractores) cuya obra sigue una trayectoria rarísima, insólita, sin parangón. 

El hombre que escribe una novela como El viaje y un relato como Onoloria y unos textos como los de Estancias, es el mismo que escribe después “La gorrita de El Papa” y “Un asunto de altura en El Niágara”: relatos de un humanismo colosal, en los cuales el alcohol desata la verbosidad más oblicua. 

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Desde un lirismo muy conceptuoso, Collazo avanza hacia una llaneza narrativa dominada por el habla más coloquial. Un habla en ese hueso limpio que revelan, como si nada, las esquinas y los bares. 

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Uno se encuentra a veces, en tanto testigo no ocular sino auditivo (en ese caso uno sería un “oidor”, una suerte de “auditor”), al borde del sinsentido o al borde de una situación dramática (o falsamente dramática, donde todo es fingido). No hay más que parar la oreja y tomar nota. 

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Las calles interiores de La Habana rebosan de diálogos novelescos, como he venido diciendo durante años, y algunos de ellos se inscriben en una dudosa categoría que, sin embargo, no experimenta el menoscabo del escepticismo: el ritual de apareamiento. 

Sin que forcemos nada, allí resurge y se emplaza lo que Helen E. Fisher, en su libro Anatomy of Love. The Natural History of Monogamy, Adultery and Divorce, llama la “mirada copulatoria”. Una lujuria insistente y ceremoniosa se destila y chorrea por detrás de las frases, las preguntas, los comentarios. Más las oraciones truncas que se complementan con algunos gestos imprecisos.

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No tiene uno que darse al credo de la novela-testimonio (ilimitado horror, sin duda) como un eufórico discípulo. Pero es cierto que la conjunción rizomática de determinados diálogos callejeros, apenas intervenidos, produce ficción, es ficción y deviene, al cabo, ámbito novelesco.

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La región intervocálica es donde florece eso que los teóricos llaman “desplazamiento diegético”. 

Aunque no hay que complicarse la vida con semejantes palabrejas, existe razón en advertir allí una claridad que explica las cosas. Las voces construyen una parte vital (carnal) de la escritura. Las voces (cometeré este exceso) son al discurso literario lo que la palabra obscena al sexo. 

La tensa movilidad de los posibles narrativos, digamos.  

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Registrar esos diálogos y ordenarlos como actividad literaria inconsciente es una labor que revela cuán lejos y cuán cerca está la escritura literaria de la vida. 

Me siento a desayunar en mi improvisado comedor-terraza, que está a pocos metros de la acera, y escucho conversaciones pomposas y oclusivas, llenas de silencios reveladores. 

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Una mujer y tres hombres se sientan en la escalera que lleva a mi piso. De esos tres hombres, dos interpelan a la mujer buscándole la lengua alrededor de un tema básico: su físico. El otro hace acotaciones similares a las del coro del teatro griego clásico, poniendo y quitando énfasis. Ella, por su parte, invoca dos cuestiones: la burla que desacredita y la acotación de los recuerdos.  

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He de recordar, a propósito de la riqueza de articulaciones de la oralidad, una novela como La feria (1963), de Juan José Arreola, que si bien se halla en lo esencial constituida por una materia narrativa fragmentaria y muy pulimentada, su fundamento es oral y dialógico. 

De naturaleza costumbrista y sin renunciar a la búsqueda de cierta irrealidad, La feria es como una tipología dentro de la literatura hispanoamericana de los años sesenta. 

En Cuba, que yo sepa, los escritores no han emprendido un experimento así, aun cuando las condiciones se han dado ya y se metamorfosean de continuo en incitaciones de diversa índole.

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Los tres hombres y la mujer conversan en un tirijala que va de la agresión al elogio, de la estocada al cortejo. Conforman lo narrativo en esa dimensión ligera que las metáforas no emponzoñan. Y arman, al cabo, un ritual de apareamiento. 

Parece música. 

Love is in the air… everywhere I look around.  


Samuel Beckett o la pulpa de papel

Samuel Beckett o la pulpa de papel

Alberto Garrandés

En los años setenta, cuando en la colección Cocuyoaparecieron obras honorablemente serias, estuvo a punto de difundirse Malone muere. Los ejemplares fueron reducidos a pulpa gracias al juicio de algún funcionario higienizador. Beckett era literatura degenerada. Y leer a Beckett y aprender algo de él bordeaba la degeneración.


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