A Whiter Shade of Pale

Mucho más cerca del Ártico que de la Antártida, la criatura del doctor Frankenstein siempre pondría rumbo al norte. Anhela la ausencia de seres humanos, codicia un entorno despoblado y se procura un retiro total. No quiere tener trato con los hombres. De haber bajado hacia la Antártida, la novela de Mary W. Shelley habría incurrido en errores espantosos, porque nada justificaría, en términos narrativos, la decisión de abandonar Inglaterra, atravesar el mar, o África, o Europa, o ir hacia América y entrar en territorios de Chile, por ejemplo, y buscar el paso Drake para ingresar en el Polo Sur. Sería otra novela, una aberración lujosa y seductora, con un desenlace hipertrófico.

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Pero supongamos que ese moderno Prometeo resuelve irse al sur. No es que pase inadvertido, claro, y, sin embargo, evade semiembozado los obstáculos y cruza hacia el continente antártico. Una vez allí, exhausto, en el límite de la vida, topa con un monstruo errante de impecable (y aterradora) blancura. Un monstruo mítico, de orígenes numinosos, que algunos confundirán con una osa paranoica. Un elemental del hielo y las ventiscas que intuye que eso que ahora lo acompaña no es un ser humano. Y es entonces cuando vislumbro a Edgar Allan Poe leyendo, en medio de puros sobresaltos, las páginas finales del libro de Mary W. Shelley. Un Poe determinado a contar las aventuras, entre lo espeluznante y lo aciago, de Arthur Gordon Pym.

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Veinte años después de la aparición de Frankenstein, or the Modern Prometheus (1818), Poe da a conocer su novela The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket, una inmersión en las anomalías y monstruosidades que escapan del costado fabuloso de las exploraciones geográficas. La ficción-pesquisa de Poe se sustenta, por otra parte, en un segmento muy preciso del imaginario gótico del Romanticismo: el mar como proveedor de anécdotas fantásticas y sobrenaturales. Al final de la novela, Pym desaparece en una catarata atroz. Una catarata dionisíaca. En ese punto donde su vida se encuentra a punto de trascender lo humano, el narrador nos revela que una figura enorme, antropomórfica, neblinosa y blanca, se alza (como si fuera a recibirlo) por entre las aguas que atrapan a Pym.

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El elemental del hielo, procedente de un territorio exótico y alejado de lo humano (excepción hecha, quizás, del ámbito de los sueños), empieza a desarrollar un intercambio extrañísimo con la criatura del doctor. El vínculo carnal, inimaginable, no tarda en realizarse. Lo peor de esto no es que bordee la extravagancia más sombría, sino que tras dicho vínculo hay descendencia. Una descendencia digna de la pericia estilística de Thomas Ligotti. Una descendencia que se esparce por las nieves del Polo Sur.

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¿Quién o qué es esa alta figura nevada que se presenta ante Pym cuando su destino parece que va a cumplirse? Y las enormes aves blancas que sobrevuelan su accidentada ruta, graznando esa palabra, tekeli-lí, ¿dónde anidan? ¿Por qué el blanco es algo temido y odiado tanto en Poe como en la aventura (un poco demasiado cientificista) que Jules Verne escribe en homenaje a Poe y a Pym, acaso crispado por un misterio que no sabe cómo explicar? En La Esfinge de los Hielos, la novela donde Verne reverencia a Poe, estos elementos pierden fuerza. Verne, sin embargo, no hace otra cosa que subrayar la extrañeza casi obscena de Poe, a pesar de sus esfuerzos racionalistas.

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Mantengamos en mente, mientras escuchamos la famosa canción “A Whiter Shade of Pale”, de Procol Harum, la hipotética circunstancia de que los descendientes del elemental del hielo y la criatura del doctor Frankenstein andan por ahí, acechando, o relacionándose con algo más que yace en la Antártida. Algo extraordinariamente antiguo y de lo que no hay memoria, pues entonces el ser humano no pisaba todavía el mundo.

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Verne, angustiado por la índole espectral de un enigma, acata y rinde honores a lo fantasmagórico y lo inexplicable. Cae en una trampa que sobrepasa lo literario. Al final de su obra, el explorador que la protagoniza encuentra el cuerpo de Pym, fijado magnéticamente a una extraña roca. La roca es inmensa y tiene forma de esfinge. ¿O es una esfinge? ¿Una figura que es una piedra imán? ¿El símbolo de un fenómeno físico que Verne adereza puerilmente? La esfinge se alza imperturbable. Pym ha sido arrastrado hacia ella debido a los hierros de su fusil, que él lleva en bandolera. Aun así, ¿de dónde viene la esfinge, quién la edificó, por qué está allí?

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Al final de su vida, en 1936, H. P. Lovecraft dio a conocer una novela estremecedora: At the Mountains of Madness. El Poe de Pym y el Verne de la quimérica esfinge convergen en sus páginas, intensamente emulsionados. El horror presente en ambos se reconfigura en un espacio indescriptible, saturado por las huellas, los efluvios y las pulsiones de una raza lúcida y letal que Lovecraft relaciona con esos a quienes él llama Los Antiguos y que son como el eje de los muy célebres Mitos de Cthulhu, cuyo influjo en la cultura contemporánea ha sido vasto.

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Otra vez la Antártida, ahora en Lovecraft. Las montañas a que alude el título de su libro conforman una cordillera inaudita donde hay cavernas que dan paso a una ciudad delirante, caprichosa. Soñada y figurada por el hombre que inventó a la Universidad de Miskatonic, la ciudad es recorrida por un geólogo cada vez más aterrado a causa de lo que descubre allí. En la ciudad perviven ciertas entidades. Y no es como Kadath, urbe anclada en el ensueño y dependiente de la magia y las visiones. Esta es una ciudad inhumana y agobiantemente remota. En los alrededores, empequeñecidos por un peligro ancestral, deambulan la criatura del doctor Frankenstein, su compañera insólita y su prole.

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Desde pasadizos megalíticos que emiten una “neblina pálida y odiosa”, Lovecraft saluda con veneración a Edgar Allan Poe. Y alude a las “fuentes insospechadas y prohibidas que Poe pudo consultar cuando escribió su Arthur Gordon Pym”. Y de nuevo escuchamos el grito prodigioso que enloquece a los expedicionarios: ¡Tekeli-lí, tekeli-lí! 

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Menos de treinta años más tarde, en 1961, Samuel Beckett, un escritor hiperdistante de Mary W. Shelley, Poe, Verne y Lovecraft, publica un relato de difícil ponderación: Cómo es. Allí hay una especie de ser (puro lenguaje en una voz pura) que se arrastra por el fango y que jadea para comunicar su verdad (o el sentido de la verdad) de su vida. Pero como ese sentido coincide con la suma de su discurso, no podemos convertirlo en esencia de nada. Él ya es su propia esencia. Por otra parte, el ser que se arrastra (¿será lícito describir su intolerable vía crucis?) nos confiesa que el mejor período de su vida ha sido cuando estuvo en compañía de un tal Pim. Con Pim dialoga, rivaliza, pelea. Pim es su otro yo, su espejo, su antagonista. 

¿Podrá decirse algún día que, de cierta forma, aquel Pym sería ya este Pim, metamorfoseado horriblemente por la imaginación, el desconsuelo y lo apocalíptico?

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1 Comentario
  1. ¿Por qué no? Pym puede no sólo ser Pim sino sentarse a conversar con Emile Ciorán mientras un gato parisino, llamado Edgar, busca a Godot, su pareja blancucina, sombra gótica. Me encantan las divagaciones de Garrandés, más bien ex-cursiones, salidas.

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