La larga noche vienesa

Vale la pena siempre recorrer una ciudad. Y no de cualquier modo: lo que vale la pena de veras es caminarla. Viena es caminable.

Puede anochecer mientras caminas. Ver la luz natural apagarse, en un momento del día en que lo habitual para mí es que el sol me cocine “la peluca”, hasta hacerme saltar explosivamente como una rosita de maíz, incide en mi estado de ánimo, en mi temperamento de transeúnte. Y si a eso sumamos que amanece entre las 6 y las 7 de la mañana, como es habitual en el trópico, tenemos una noche más larga de lo común para mí. Toca más oscuridad.

También es invierno. La sensación térmica en los huesos y la textura de mi piel facial son diferentes. De pronto deseo el rayo de sol que en el Caribe molesta y me hace maldecir. Noches largas y fríos fríos me han puesto a hacer un viaje interior más intenso de lo que imaginaba. Siento que me cambiaron la carrocería y el motor sin explicarme el funcionamiento de la nueva tarequera, pero lo voy cogiendo al vuelo…, con el frío que hace.

Es encantador el paisaje citadino vienés, el buen sabor que da ver desplazándose a peatones que destilan suficiente autoestima, que no solo viven en una ciudad con cientos y cientos de años de historia, tradiciones, vicios y prejuicios asentados, sino que parecen vivir a plenitud, para colmo. Es una ciudad tradicional, con gente tradicional que vive hace años de esas tradiciones: Viena es hermosa y tranquila.

En medio de ese vértigo eurocétrico, no sale de mi pensamiento otro pedazo de Cuba que no es mío. No dejo de pensar en ese guajiro holguinero que deliró en La Habana y escribió algunas de las páginas más encantadoras que desde esa ciudad se han escrito; que acabó sus días en Nueva York y que nombró Antes que anochezca la historia de su vida. 

La noche a la que se refería Reinaldo Arenas era la muerte, entre otras cosas. Yo no debo morir, no espero morir ahora; pero también se me acumulan emociones y certezas mientras siento que la noche vienesa va a caerme encima en cualquier momento, cuando mi retina recién se va acostumbrando a la luz que se está yendo ya. 

Antes que anochezca, me ocupo de grabar la luz natural, opaca y fría de esta ciudad, para que sea mi linterna y mi cómplice en esas noches largas y estimulantes, pero que me desajustan. Desajustado, miro un parque, una farola o un tanque de basura, como si Reinaldo lo hubiera visto o lo estuviese viendo conmigo. Rei, la mofeta, es la figurilla más inquieta de mi panteón y no pude evitar que haya venido de paseo conmigo.


La primera noche que me cayó encima a las 4:00 p.m. fue en el parque Sigmund Freud, que tiene enfrente una iglesia neogótica (Votivkirche). Cuando escuché decir la hora a mi lado y vi que eran apenas las 4:23 p.m., casi me desmayo y me meo de la risa. Así me sigue pasando y ya llevo un mes: me da gracia pero me pesa bastante. No me gusta que anochezca tan temprano. A mi mente le agrada, pero mi cuerpo no rinde bien, se descoloca. Siento que esa noche larga violenta la noción del tiempo de mi metabolismo. Pero es una violencia llevadera; en violencias llevaderas tengo un doctorado.

Reinaldo Arenas y Sigmund Freud no tienen mucho que ver entre sí, pero Arenas viene a mi cabeza cuando pienso en Freud porque ambos fueron campeones resistiendo la ignominia de sus congéneres; ambos trataron de que el fascismo y el comunismo no los hicieran desistir de permanecer en una ciudad, pero las tiranías se les impusieron, como las tiranías hacen.

Arenas reconoce en Antes que anochezca que tenía algo de esperanza ante el horror del rumbo revolucionario, hasta que escuchó a Fidel en 1968 justificar la Primavera de Praga (una ciudad muy cerca de Viena). Luego acabó marginal, disidente sexual y políticamente hablando. Hizo todos los intentos de huir hasta que lo consiguió con el Mariel en 1980. Diez años más tarde la vida intensa de Nueva York, el sida y la melancolía lo consumieron, hasta que se quitó la vida.

La historia de Freud es diferente. Se trata de otra vida, otras condiciones, otro tipo de hombre; pero, como Arenas, sufrió la indiferencia y la ingratitud de colegas, hasta que el poder empezó a identificarlos como enemigos públicos, todo se jodió y acabaron exiliados.

En medio de la ofensiva cientificista contra el psicoanálisis, que lo atrapó en una discusión bien difícil, Freud luchaba contra un cáncer que implicó más de 10 intervenciones quirúrgicas y le dificultó al extremo el habla. Pero la peor ofensiva vino del Tercer Reich, por judío, por ser creador de un método de análisis psicológico que priorizaba la sexualidad de un modo inaceptable para ese puritanismo genocida que fue el fascismo.

En 1938, el acoso nazi a Freud y a su familia alcanzó proporciones obscenas. Allanaron su casa, donde operaba la editorial psicoanalítica, y fue detenido su hijo Martin durante todo un día. Fue amenazado y vejado de varias maneras. Su hija Anna fue llevada una vez al cuartel general de la Gestapo y también fue interrogada y amenazada. Sus libros llegaron a ser quemados en actos públicos. 

Los libros de Arenas también fueron quemados en Cuba, pero en la hoguera del desprecio a la cultura. Sus libros arden precisamente porque no se publican y de él no se habla en los medios oficiales cubanos, a no ser raras veces y para relativizar su posición intelectual y el horror que sufrió. Arenas no tuvo hijos, como Freud, por los cuales temer y que lo impulsaran a tomar la decisión de emigrar y huir de una dictadura. Arenas evolucionó y buscó su liberación por sí solo y a su manera. Pero algo pasa que ambos escritores se relacionan. Es la noche. Es la idea de que la noche es muchas cosas a la vez, pero sobre todo es un pretexto, un contraste. La noche es el reverso de la luz. En el día hay luz, sucede la iluminación, y en la noche se confirma que la vida es real, precisamente porque existe la muerte, que es la negación rotunda del derecho a que lata el corazón, a sentir miedo y a desear. 

La referencia monumentaria a Freud en el parque Sigmund Freud no es una estatua, es un listón de granito, como un tótem, que pone en un letrero “Die Stimme des Intellekts ist leise”, además del “Sigmund Freud (1856-1939)”; la frase significa: “La voz del intelecto es suave”. Cuando hice la foto al monumento otro día, antes de anochecer, me pareció ver a Arenas posando al lado.




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La vida gestual de Severo Sarduy

Julio Llópiz-Casal

El placer con que el autor de ‘Cobra’ describe su vivencia ilustra perfectamente al artista que fue y siempre quiso ser: una persona interesada en lo superficial de modo obsesivo y delicado.






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