Del mayor poeta al ministro sin poesía

“Disculpe… ¿Cómo me dijo que se llamaba, mayor?”.

Dije eso mientras concientizaba que me encontraba ante un oficial de la Seguridad del Estado que simulaba y pujaba ser sofisticado. No logra aparentarlo en ningún momento, pero al menos no es una presencia tan desagradable como el anterior.

Faltaban unos días para el allanamiento en San Isidro. Luis Manuel convocó al Parque Central y fui de los pocos que logró llegar al lugar, junto a Luz Escobar. 

Nos cargaron, como vio en la directa de Facebook todo el que estaba conectado o que se la echó minutos después. Nos llevaron para la Unidad de Zanja y ahí estuvimos 4 horas Luz y yo en celdas diferentes, por supuesto.

Cuando llevaba en la celda casi una hora, me sacó 5 minutos, literalmente, un agente joven. Tenía “una de esas caras que, una vez vista, se olvidan para siempre”, como diría Oscar Wilde… Imagínense si la cara tiene nasobuco además. Me preguntó un par de estupideces irrelevantes y me regresó al calabozo.

Cuando me quedaba una hora todavía en la estación, me sacaron y me llevaron para una oficina que ponía fuera, en la puerta, JEFE DE UNIDAD. Mientras el policía que me llevaba abría la puerta, escuché una voz detrás de mí: “Oye, puedes quitar las manos de atrás que en este momento tú no estás detenido”.

Me pasan a la oficina y me mandan a sentarme en un sofá. El hombre que me había dicho lo de las manos atrás era un tipo alto, corpulento, con pulovito polo Ralph Lauren azul y de cuello, jean azulito normal y unos Puma runner negros que no parecían copia.

—Llópiz, ¿no? —me dijo. 

—Sí —le hice con la cabeza.

—Compadre… Te juro que cuando me dijeron que eras tú…, yo no lo podía creer.

Así, casi haciéndome reír (si no hubiera sido porque los acuartelados nos tenían a unos cuantos bastante preocupados y reírme era lo menos que quería), se refirió a mí el agente que me interrogó por primera vez.

Me había dicho algunas cosas: que era mayor de la contrainteligencia; que los “intelectuales” eran su “área de competencia”; que qué hacía yo, “siendo uno de los artistas prometedores de mi generación” (ahí sí casi me hecho a reír), siguiendo a Luis Manuel Otero y Maykel Osorbo…, que eran unos “tránsfugas haciéndose pasar por artistas”. 

Entonces lo interrumpí y le dije:

—Disculpe… ¿Cómo me dijo que se llamaba, mayor?

—Rubén, como el poeta. Aunque no hago poesía.

Casi le pregunto si se refería a Darío o a Villena. Pero no iba a entablar una conversación así con un seguroso. Como si aquello fuera la escena de un capítulo de En silencio ha tenido que ser. Lo dejé entonces que hablara, que dijera todo lo que le viniera a la cabeza del modo que mejor le pareciera.

Pero hubo un momento en que dijo algo y no pude evitar unas palabras:

—¿Tú sabes que Maykel escupe a los policías cuando van a detenerlo?

—¿Usted sabe lo que los policías le hacen que él termina escupiéndolos?

—No, no, no. Tú no me negarás que si tú me escupes y yo te parto dos costillas es porque entramos en otro sistema de relaciones de lenguaje.

De pronto se me antojó que aquella frase era el acto de violencia simbólico más parecido a la poesía que había intentado la Seguridad del Estado desde el mea culpa de Heberto Padilla. Pero la frase, si acaso, clasifica como parlamento de película de mafia que nunca se llegó a filmar. Esa frase es viso lateral de un personaje como Alpidio Alonso.


Alpidio Alonso, el actual ministro de Cultura, es un verso pesado e inmetible, escrito en una página de la historia cultural cubana reciente. Acumuló cantidad de repulsión y repelús entre buena parte de sus congéneres. Nada puso su nombre más en la palestra pública que el tema de Porno para Ricardo en que le llaman “Alpidio-comunista-chivatón”. Su obra poética no tiene la menor trascendencia.

Una vez lo tuve que escuchar en un recital porque leía antes que una amiga. Afortunadamente no recuerdo un solo verso de su lectura. Es un ministro de Cultura poeta sin poesía. Si tuviera un libro publicado por cada año vivido, tampoco parecería un poeta porque la poesía no vive en alguien como él.

Alpidio Alonso es un funcionario tan grisáceo que ni siquiera acumuló méritos en su juventud de cuadro profesional que le permitieran tener una vida cultural entre su salida de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y su entrada al puesto de ministro de Cultura del gobierno de Miguel Díaz-Canel.

Su presidencia de la AHS, su ministerio bajo el canelato y el manotazo son los tres momentos más importantes de su currículum. ¿Qué importa que sea un ministro poeta sin poesía, si el viceministro ni es escritor, ni es artista, ni le interesa el arte?

A los funcionarios culturales cubanos de los últimos sesenta años se les mide la calidad en la escala de la fidelidad. Hay momentos en que la Revolución ha exigido un poco más de abyección que en otros. A Alpidio Alonso le tocó cumplir la orden de arrebatar el celular a Mauricio Mendoza, que se encontraba con su dispositivo transmitiendo en vivo para Diario de Cuba. A Alpidio le tocó hacer un gesto de pandillero desvergonzado para que la Seguridad del Estado tuviera el pretexto y empezara a meternos a empujones en “el Autobús Mágico”.

Los juicios de Núremberg se hicieron a base de testimonios. Un montón de testimonios bastaron para emprender algunos de los procesos judiciales que más han enseñado en la historia reciente. Si mañana desaparecemos de la faz de la tierra todos los que estuvimos ese día y lo vimos lanzar su zarpazo, va a quedar la documentación en YouTube. Alpidio Alonso hizo un performance que no pasó a la historia del arte, sino a la historia de la infamia. 

Es un poeta que no ha escrito un solo verso que parezca merecer la pena. No he leído su poesía, no lo haré y no creo que haga falta para estar seguro de lo anterior. El ministro poeta sin poesía lo que sí sabe hacer es arrebatar cosas de las manos. Con ese gesto confirmó que no tiene absolutamente ninguna cualidad para ocupar ese puesto; pero que el Partido Comunista de Cuba lo va a mantener ahí porque, como siempre, la cultura es lo que menos le importa.




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La larga noche vienesa

Julio Llópiz-Casal

La noche a la que se refería Reinaldo Arenas era la muerte, entre otras cosas. Yo no debo morir, no espero morir ahora; pero también se me acumulan emociones y certezas mientras siento que la noche vienesa va a caerme encima en cualquier momento.






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