Llévatela en este mes, por favor, viento de agua

Antes del 4 de Julio

Mi hijo y yo nos mudamos solitos para un apartamento reducido en la Avenida Anastasia entre Le Jeune y la calle Hernando. Nos dieron la llave el 15 de abril, pero pasó una semana antes de que por fin nos quedáramos a dormir esa primera noche del resto del futuro inmediato, él y yo solos en un edificio del largo de media cuadra.

Tiene veinticuatro apartamentos, dos lavadoras y dos secadoras. En el parqueo de atrás, los carros de los inquilinos se parquean en el número que les corresponde, con un sticker pegado en la parte trasera del carro que tiene una barra de información electrónica con el nombre del dueño y sus datos personales, por si acaso se mete un carro que no sea de ninguno de los inquilinos. En ese caso, algo llamado Horsh Management —estas cosas siguen siendo misteriosas para mí— llama por teléfono a una grúa, la grúa viene y se lleva el carro. 

Recuerdo a Juan Carlos Flores contando sus experiencias en Brown University, diciendo a voz en cuello que él no entendía nada de lo que había pasado ahí, que él no entendía los elevadores y que todo le daba miedo. Querido cibermonje —como le gustaba apodarse a sí mismo la última vez que lo vi—, no estás solo en el mundo inconexo de la falta de entendimiento.

A nosotros nos tocó el número cuatro en la ubicación del parqueo, aunque el apartamento tiene un número distinto. Mi vida está llena de números quince, empezando por el día de mi nacimiento y terminando por el día de otro nacimiento, cuando puse los pies en Miami, la ciudad mágica del mago de Oz. Pensé que nos tocaría el número quince también para parquear, pero nos tocó el cuatro: gato, boca.



Si algo identifica a un extranjero en Miami es ese continuo hábito de mudanza, desde que llega a la ciudad hasta que se compra una casa, así sea en el condominio más tapiado de Hialeah. Cuando se compra la casa, el extranjero siente arraigo, por primera vez, y tal vez se relaja un poco. Creo que nadie llega a relajarse nunca, pero tal vez un poquito sí.

La inyección de la segunda dosis de la vacuna Corona coincidió con esa primera noche ahí, cada uno en su cama y en su colchón, separados pero juntos. No fue una noche ni una madrugada cualquiera. La fiebre casi me vuela el techado de los sesos. Me acordé de la película que cuenta ese pedazo de la vida de Astrid Lindgren, cuando después de tener que dejar a su hijo en una casa de adopción, logra recuperarlo y se lo lleva con ella. No es el caso, pero la escena de esa primera noche solos, Astrid Lindgren y su hijo, es de las escenas finales más hermosas y felices y tristes que yo recuerde.


Vísperas del 4 de Julio

De nuevo se celebra el Día de la Independencia y de nuevo llueve sobre Miami una lluvia dulce pero también amarga, una lluvia de sufrimiento y desaparición, una lluvia caudalosa que no amaina. Lo caudaloso es por consecuencia hondo, en esa hondura permanecen personas enterradas vivas, bajo los escombros de una construcción humana, a prueba de fallo.

Ya no quiero vivir en ningún edificio de Miami Beach. Ya no quiero ir con mi hijo a Miami Beach. Ya no quiero atravesar cantando la carretera Alton hacia ningún bulevar. Ya no quiero ir en cierre de temporada a Zara Store a conseguir rebajas. Ya no quiero amanecer en la playa. Ya no quiero ir a comprarme piercings en la avenida Washington. Yo no he visto las noticias. Yo tengo un sueño enorme. 

Marcela López Gravina, por quien voy a Miami Beach regularmente, no me ha llamado en estos días y yo tampoco a ella. Ayer comentó una foto mía donde se ve el cine Tower en la oscuridad de un Miami de neón, independiente y congratulado. Mi pensamiento directo fue: “Está viva y linda, como siempre”. No había peligro ninguno de que no estuviera viva, porque Marcela López Gravina no vivía en el Surfside, pero la mente hace asociaciones estúpidas y ahora mismo para mí, cualquiera que viva en Miami Beach, corre peligro en mi pensamiento.

Desde el día del derrumbe, el 24 de junio de 2021, más bien desde esa medianoche horrible a la 1:30 a.m., ella me manda fotos y noticias del Surfside. Hoy me preguntó si escribiré sobre eso. Le respondí que no, que no había querido saber nada, que ahí entre los escombros seguramente hay niños y viejitos, que no tengo ninguna fortaleza para ver niños o viejitos muertos. 

Estábamos hablando cuando sucedió el colapso y la conversación fue interrumpida por la publicación de un derrumbe —enviada por ella a mí—. Debí haber puesto un emoji de congoja, como mínimo. Pero luego continuamos hablando de lo que estábamos hablando antes. La verdadera congoja es esa: el tiempo que no tenemos y que tenemos que aprovechar. A todos los niveles y en todas las coordenadas: el tiempo que no tenemos y que tenemos que aprovechar. 

Después de una semana de búsqueda, el equipo de rescate se detuvo y dejó de cavar el túnel. Ese fue el primer libro que yo me leí de Juan Carlos Flores: Distintos modos de cavar un túnel. Me pregunto cómo es posible que al mudarnos o al adquirir un apartamento en el centro dislocado, festivo y drogadicto de Miami Beach, estemos también adquiriendo un túnel. Mi pregunta es tan estúpida como mi pésame. ¿A quién le mando el pésame, si no conozco a nadie? ¿A quién pregunto?

Dicho así parece un poema. El poema de la muerte que está en todas partes. Yo me acuerdo del libro de Juan Carlos Flores, me acuerdo cómo yo misma empecé a cavar, sin conciencia ni músculo, sin ojos ni espejuelos, a mitad de un terraplén de palabras y poesía. Yo me acuerdo de otro colapso en Miami, hace tres años exactos, el 15 de marzo de 2018. Aquel derrumbe lo vi embarazada y respiré suave, quitando la vista de las pantallas mientras el puente caía y trituraba los automóviles llenos de personas que pasaban en ese momento por debajo de la construcción.

Para las autoridades es muy importante continuar la búsqueda, pero por una razón u otra, las imágenes de la pesquisa muestran un vacío y un modo de cavar en el que falta demasiado por encontrar y eso que falta son seres humanos. Hasta el momento, siguen desaparecidas más de 145 personas. Por supuesto, una tormenta se acerca, Elsa, la quinta tormenta tropical de la temporada. 



Cuando vamos en el carro por la autopista o por cualquiera de las avenidas de Miami, mi hijo le dispara rayos láser a los carros que se nos atraviesan irresponsablemente y que me sacan de mis casillas, llegando a proferir insultos que prefiero tragarme porque él lo repite todo. Yo le digo después que no hay necesidad de proferir insultos ni de disparar ningún rayo láser, que para quitarnos los carros del medio lo mejor es decir unas palabras mágicas que yo me sé. 

—¿Cuáles palabras mágicas, mamá? — pregunta mi hijo desde su asiento.

—Llévatelo, viento de agua —respondo yo, doblando a la derecha y adelantando al conductor que me quiso meter el pie.

Mi hijo ve cómo el carro desaparece y cree en mí, le brillan los ojos y sé que repite para sus adentros: “llévatelo, viento de agua”. Lo asocia con la lluvia y a veces se equivoca. He sonreído mientras lo oigo decir: “llévatelo, agua de lluvia”. Todas las aguas deberían ser de lluvia y lavar, lavar, lavar. Deseo eso para Miami y para este país que cumple 245 años de la Declaración de Independencia. Dicho así parece un poema. El poema de la vida que también está en todas partes. 

Deseo celebración también para mi país, uno en derrumbe constante. Aquel que permanece en el ojo constante de una tormenta tropical mal llamada Revolución. Tengo deseos de que Marcela López Gravina se mude para Coral Gables. ¿Cuántas veces tú te has mudado, Marcela? Desde que llegué a Miami, esta es la octava vez que me mudo.



Durante el 4 de Julio:

No hubo fuegos artificiales en Miami para celebrar el Día de la Independencia, al menos cerca de donde vivimos, no hubo. Hay luto por el colapso del edificio y se espera que la tormenta llegue en cualquier momento, aunque se ha debilitado bastante. Hace nueve días mi primo por parte de madre, Manuel Ángel Iglesias Feijoó, está hospitalizado y acoplado a una máquina de oxígeno, con neumonía, en La Habana.

Al final, la tormenta no hizo estragos en Cuba. Otra tormenta insuperable, la del poder y la falta de empatía, hace estragos a diestra y siniestra, sin que ningún superhéroe pueda luchar contra ella y vencerla. Ni siquiera los héroes en pijama que mi hijo ve todas las tardes a la hora de la comida por el canal para niños de Netflix, Connor, Amaya y Greg, podrían contra semejante perversidad.

Los contagios por la variante Delta del coronavirus se han incrementado en el mundo entero. Sus síntomas son distintos y el nivel de infección es mayor. Las personas han empezado a morirse en masa en el país donde nací, un país muy pequeño a noventa millas de Miami. A las 21:05 horas de la noche del día 4 de julio, recibo un mensaje de mi mamá por WhatsApp: “Mi hermano me acaba de llamar, perdimos a Manuel, esas fueron sus palabras”Como la poesía está en todas partes, mi mamá volvió a decirme que ese día también era el cumpleaños de mi primo.

Cuba ha colapsado esta semana como un edificio viejo construido en otra época, erráticamente, sobre cimientos a los que le falta una pieza, dos piezas, cien piezas. Las casas de los seres humanos, vacías de comida y productos básicos, se están quedando más vacías que nunca. Vacías de seres vivos o de seres medio vivos, casas fantasmagóricas. La falta de respuesta y la mala respuesta a los contagios de cepa Delta es la verdadera tormenta tropical, el verdadero huracán de la temporada ciclónica.

Pero todavía hay un mal peor. Las personas en Cuba tienen más miedo al tratamiento médico que a la enfermedad. El tratamiento inmediato consiste en una separación de las personas con síntomas, recluidas en lugares no capacitados. En esos centros de aislamiento —centrífugas, diría yo—, los seres humanos agonizan. Ella dijo: “es de madre que yo tenga que pasar el virus con miedo de que me lleven”.

Mi tía Lisbette Rodríguez Hernández, graduada en Cuba de Medicina General y Neonatología, ha recibido mensajes anónimos de médicos que una vez fueron sus alumnos: “Muchísimas gracias, profe, esto es un horror. Si usted lo viera, creo que moriría. Los pacientes se nos mueren en las camas y no vienen a buscarlos. Ya cuando los trasladan fallecen en pocas horas”.


Siete días después

Una semana exacta después del Día de la Independencia sigue lloviendo a cántaros. Llueve todos los días, aunque sea de madrugada o en la tarde, en medio de una autopista o en la curva de University Drive. La lluvia podría llevarse lo malo, pero ya ni la lluvia me provoca ese ánimo esperanzador que no existe. También en Cuba llueve una lluvia ácida esperanzadora, un tiempo tormentoso que se recrudece, una lluvia constante que no se acaba de llevar lo malo, ni la mala.

Imagino los goterones de rabia martillando las mamposterías y las planchas de zinc de las casas a medio hacer. Goterones de deseo de libertad golpeteando los asfaltos y las calles de tierra de las periferias. Lagrimones negros sobre el país de mamá que también es tu país, mi hijo, aunque no nacieras allá gracias a todos los santos. Lagrimones sobre un país donde las casas, incluso las pocilgas, están delimitadas con rejas invisibles de cabillas o simples cilindros o postes metálicos, de manera que sus residentes, incluso los niños y los ancianos, no puedan dar un paso demasiado lejos.

Siete días después del Día de la Independencia aquí, pareciera que ha empezado el Día de la Independencia allá. Un día muy largo y muy triste, muy pesado y violento, con atisbos de esperanza en su transcurso, con rejas separando a unas personas de otras, rejas oxidadas y polvorientas, sembradas en las ubicaciones hace más de sesenta años.

Detrás de las rejas, esa imagen cliché absurda, más de seiscientas personas. No hay nada esperanzador en eso, si acaso el colapso de la imagen. La tensión provocada por lo que se delimita. Un país que delimita es una reja cliché. Ese país es, en sí mismo, un colapso: un edificio arcaico en el mar Caribe.



Algo llamado Horsh Management —estas cosas siguen siendo misteriosas para mí— colocó una reja negra, alta, que separa el edificio donde vivimos del edificio de al lado. Hay una muchacha en ese edificio continuo que salva gaticos y los da en adopción. Mi hijo y yo nos hicimos amigos de ella desde el primer día. De hecho, esa es la única vecina con la que hemos cruzado palabras. Pero ahora hay una reja, negra y alta, que nos separa.

—Esa reja hay que matarla, mamá —yo no sé dónde mi hijo aprende esas expresiones.

—Es mejor decirle las palabras mágicas.

Respondo al niño sin ánimo, para que se le olvide la palabra matar, aunque sé que hay cosas que no se van tan fáciles: los derrumbes, los accidentes, las catástrofes, las tormentas tropicales, las dictaduras, las rejas negras y altas. No hay palabras mágicas para nada de eso. No hay suficiente viento de agua para eso. 

Igual decimos juntos, al pasar frente a la reja, sin que nadie nos oiga desde el interior del carro: “llévatela muy lejos, por favor, viento de agua”. A los dos segundos, sin ninguna integridad, pienso: esa reja hay que matarla.


© Imágenes de interior y portada: Armando Guerra.




Legna Rodríguez Iglesias

¿Cómo sería la vida si estuviéramos tuguéderes?

Legna Rodríguez Iglesias

Escribo la promesa de que cuando estemos al fin tuguéderes, vaciaré los libreros y desapareceré los libros. Las novelas de Bernhard, las pajas de Bataille, los estornudos de Beckett. Los poemas de los más de cien poetas que prefiero y no prefiero, la poesía que odio si no estamos juntas.





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