Fugas de la memoria: emigración y dramaturgia cubana (1994-2005)

La década de 1990, marcada por la precaria situación económica tras el derrumbe del campo socialista, significó un período de contrastes para el teatro cubano. Los aires de vanguardia y experimentación del panorama de los 80, respaldados por la constancia en el quehacer dramatúrgico y en las producciones teatrales, se desvanecía con la llegada de la nueva década. 

La búsqueda de otras estrategias escriturales se convirtió en una urgencia para entablar nuevos diálogos entre la escena y la realidad del país. Dentro de este marco resurgieron inquietudes que comenzaron a definir una escritura teatral más interesada en la síntesis que en la negación de sus precedentes. Algunos de los aspectos que pudiéramos destacar en este período son: el interés por lo nacional (rescate de frases del imaginario popular, de la música tradicional, etc.); la noción de insularidad para complejizar la visión del sujeto cubano, alejado de cualquier estereotipo; así como una intención crítica y desacralizadora en la revisión de sucesos históricos. 

Varios autores retoman el interés por las biografías de intelectuales cubanos, específicamente poetas: La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea (Abilio Estévez, 1987), obra que, a su vez, tenía su antecedente en La dolorosa historia de amor de Don José Jacinto Milanés (Abelardo Estorino, 1976). La acción rehúye de las unidades aristotélicas espacio, tiempo y lugar en las obras Perla Marina (Abilio Estévez, 1993) y Timeball (Joel Cano); en esta última, el orden, en apariencia aleatorio de los sucesos, revela una estructura dispuesta a variar en cada puesta en escena mediante un juego metafórico con el azar.

Desde el triunfo de la Revolución cubana la emigración se había mantenido bajo un estricto control, que había alcanzado sus picos álgidos en Camarioca (1965) o el Mariel (1980). Durante este decenio se exacerba con la crisis de los balserosMítines de repudio son organizados como respuesta a estos incidentes y es el pueblo, agrupado en las organizaciones de masas, el que acude a estos eventos en su nuevo rol de víctima y victimario. Fraguar un diálogo entre el exilio y quienes deciden quedarse en el país es uno de los objetivos cruciales de esta dramaturgia de fin de siglo. 

Delirio Habanero (Alberto Pedro, 1994), Santa Cecilia (Abilio Estévez, 1995) y Huevos (Ulises Rodríguez Febles, 2005) —esta última, aunque escrita un poco después, desarrolla su historia entre los años 1980 y 1993— son textos donde la memoria y la nostalgia se revelan como rituales que se debaten entre la denuncia y la necesidad de evocar un pasado como fuga ante las ausencias que deja como vestigio el fenómeno del exilio.

En Santa Cecilia la emigración se concreta desde su lado más trágico: una mujer en su sepulcro, sumergido en la bahía de La Habana, recibe las almas de los ahogados que intentan huir de la isla en precarias embarcaciones; mientras que Alberto Pedro utiliza las historias de tres figuras icónicas de la música y la vida nocturna de La Habana de antaño: Benny Moré (el Bárbaro), Celia Cruz (la Reina) y Varilla, el famoso cantinero del Floridita, para construir un universo distópico en el que tres seres reunidos en una nave abandonada juegan a homologar a sus referentes reales.

En este caso, el autor apela al contraste entre las vidas de Benny Moré y Celia Cruz con el objetivo de tensionar dos enfoques respecto a la emigración: el artista que marcha al exilio y el que decide permanecer en la Isla. 

Si Santa Cecilia logra captar la desesperación de la isla-encierro, sensación que induce a sus habitantes a arrojarse al mar, Delirio Habanero refleja la emigración desde un enfoque basado en la identidad del sujeto que decide emigrar. 

En Huevos se problematiza la emigración desde “la traición”, la renuncia al gentilicio cubano, que se sustituye por términos peyorativos como “escoria” y “gusanería”. La humillación de semejante partida provoca el deseo de revancha, el mismo con el que Oscarito, exiliado con su familia desde el año 1980, retorna a la Isla y decide vengarse colocando en el portal de quien encabezaba el mitin (Eugenio) una pared de cartones de huevos en medio de la escasez de alimentos de aquellos años. La decisión de partir divide a los personajes de la obra en dos grupos: los de dentro y los de fuera.

Las tres obras guardan una profunda añoranza por la etapa de la República (Delirio Habanero Santa Cecilia) o en el caso de Huevos por el tiempo vivido dentro de la Isla. Esta nostalgia motivará largas disertaciones en los personajes, apelando a la memoria para reconstruir hechos de la cotidianidad cubana que les resultan lejanos. 

Por esa razón, Santa Cecilia, a pesar de su existencia centenaria, trata de reconstruir la atmósfera de La Habana que prefiere recordar: “La Habana era luz, flan de calabaza, pregoneros, olor a bacalao, piña y una risa que no había modo de parar […]”. Mientras la añoranza se transmuta en Delirio Habanero Santa Cecilia hacia el recuerdo, Oscarito en Huevosprefiere enfrentar su pasado, regresar a la Isla de la que fue expulsado y reencontrarse con los miembros de una familia fragmentada por el exilio.

Otra relación importante entre las piezas es la referencia a la familia como una estructura quebrada por la expatriación (Huevos) o a través de la visión del padre autoritario y represivo (Santa Cecilia). No obstante, Delirio Habanero propone una visión más flexible que no está condicionada por los lazos sanguíneos. Estos tres individuos a medio camino entre la lucidez y la locura han decidido reunirse en el bar de Varilla, un lugar inexistente, para evocar un pasado común, pretender ser quienes no son y evadir juntos la realidad.


Tres motivos para evocar el pasado

En Delirio Habanero la acción se plantea a partir de los encuentros nocturnos de tres personajes (igual a la distribución en Manteca) y la interacción dialógica entre ellos. Acontece en dos planos: el físico y el imaginario. Aleatoriamente, aparecen situaciones u objetos; delirios que solo ellos pueden ver y presenciar, como la orquesta invisible que dirige el Benny. Estas alucinaciones pueden acelerar o dilatar el desarrollo de la historia. En tiempos en que la escasez reina en la nación, el ámbito nocturno, de vicio y glamur de La Habana de la República parece un panorama irrepetible. 

Dentro de esa nave abandonada, ellos se transfiguran en sus ídolos y, aunque haya contradicciones, sobre todo en cuanto a la identidad (yo soy yo, él no es él), asumen una convención que asegura la convivencia de todos; en ese ambiente de cabaret, ese bar, cuya ubicación hay que mantener incógnita, ese enigma garantiza la existencia del alter ego de cada uno, no como una parte sino como un todo que los absorbe. 

En cuanto a la ubicación espacial, los lugares cerrados son un motivo recurrente en la dramaturgia de Alberto Pedro, el bar o la nave abandonada se trasforma en un lugar de enajenación, sitio donde la fabulación de estos personajes no tiene límites. La totalidad de la acción transcurre en una noche dentro de este local en ruinas. La nocturnidad se revela como un tiempo receptivo a la crítica social y la confesión de las profundas carencias y anhelos. 

Por otro lado, los personajes se sitúan a medio camino entre la razón y el delirio. Siguiendo esta línea, el personaje de Varilla puede ser el más comprometido con las alucinaciones; de hecho, llega a convencer al Bárbaro y a la Reina de tocar juntos en el bar que está por fundar. A pesar de que estos dos personajes le advierten sobre la inminente demolición, Varilla se aferra a la idea de su bar ideal. 

Al trabajar con dos mitos de la cultura popular, el Bárbaro y la Reina (Benny Moré y Celia Cruz), Alberto Pedro juega con el conocimiento del espectador sobre la biografía de ambos. A través del personaje de la Reina, el dramaturgo le da una voz a los artistas que habían decidido abandonar el país. Ella no explica las razones de su partida; sin embargo, defiende su derecho de visitar la Isla: “No puedo decir quién soy, pero lo soy y regresé a mi tierra”. 

El Bárbaro, por su parte, es el paradigma del sonero criollo: irónico, que encuentra un universo en los pueblos de su país. Entre ambos se producen los enfrentamientos más importantes de la obra, tanto a nivel proxémico (los de aquí/los de allá) como racial (entre el mestizo que defiende su origen humilde y el que reniega de él en su búsqueda de superación). Varilla, en varias ocasiones, funciona como mediador entre los criterios de el Bárbaro y la Reina, se concentra en el sentimiento que une a ambos: la pasión por la música. Con el amanecer, llega el derrumbe inminente, Varilla ve frustrados sus sueños de reabrir el bar; frustración que comparte la nación entera ante las circunstancias del Período Especial. Los tres personajes terminan rescatando la vitrola de su destrucción. En una metáfora sobre la crudeza que se vivía, Alberto Pedro decide salva los ideales de la nación.

Esa concepción del personaje, inmerso en la destrucción y en un entorno sombrío y decadente que Alberto Pedro elaboró en Delirio Habanero, también se manifiesta en Santa Ceciliaceremonia para una actriz desesperada, primera obra de una trilogía de monólogos escritos por Abilio Estévez.

Desde el tono de las primeras líneas podemos descubrir a una mujer inconforme ante sus circunstancias, a un personaje en conflicto con su condición de muerta centenaria, prisionera de su propio sepulcro sumergido en el mar. Otro tipo de encierro que no necesita de celdas ni paredes, distinto al que padece Zenea. En Santa Cecilia, la noción de encarcelamiento encuentra otras zonas hacia donde expandirse. En primer lugar, el personaje ha escapado del plano físico, se enfrentó al fenómeno irreversible de la muerte que la ha convertido en un espectro de las aguas. En esta visión del mar-cárcel que Abilio Estévez plasma en su obra como homenaje a la maldita circunstancia piñeriana del agua por todas partes.

Como en Delirio Habanero, el mito llega a la escena, en este caso el de Cecilia Valdés, personaje literario creado por Cirilo Villaverde en el año 1882, símbolo de la joven y suntuosa Habana colonial. Sin embargo, Estévez realiza una visita diferente al personaje de Cecilia que define desde la primera acotación: “Traje en otro tiempo de elegante seda, ahora raído y sucio. Bastón, abanico de encajes, sombrero con flores y velo. Descalza. Su aspecto anticuado no resulta en modo alguno ridículo. De inmediato se nota que, a pesar de la pobreza, su porte no ha perdido dignidad, la conciencia de su linaje. Endurecida en su lucha contra la adversidad, ha logrado mantener la nobleza”. 

La mirada enfocada en la idiosincrasia de la Isla se manifiesta en las numerosas referencias tomadas de la música, la historia y la literatura cubana (Juana Borrero, Ernesto Lecuona, Luisa Pérez de Zambrana, José Martí y muchos más). Santa Cecilia se desarrolla en el no-tiempo, aunque por los sucesos históricos referenciados (la crisis de los balseros) se podría enmarcar la acción en la década de 1990: “Uno a uno los vi partir. Es el precio de morir con más de cien años: ver cómo el mar te sepulta y el mundo queda en ruinas. Murieron, se fueron huyendo. ¡Da igual! Huir, morir, lo mismo”. 

El tratamiento de atmósferas fragmentadas, roídas por el tiempo, es otro punto de encuentro entre Delirio Habanero y Santa Cecilia. El conflicto crucial de Santa Cecilia ocurre entre el personaje y sus recuerdos para hacer del público su cómplice, los revela y deshace en reflexiones infinitas.

Si en Delirio Habanero y Santa Cecilia a los autores les interesa evocar el pasado ante la desesperanza del presente o como vehículo para la crítica social, en Huevos esta conciencia de ilustrar un hecho colectivo a través de lo individual está latente. La obra se basa en algunos de los momentos más álgidos de nuestra historia: el éxodo del Mariel, los sucesos de la embajada de Perú y el inicio del Período Especial; más que realizar una revisión de carácter histórico, Rodríguez Febles se interesa por la influencia de estos hechos en personajes de distintas generaciones, específicamente en Oscarito.  

En cuanto al espacio, este autor ubica la obra en Cuba. No se detiene en descripciones minuciosas, la palabra adquiere tal fuerza que construye sitios y atmósferas. La temporalidad en la pieza se concentra en dos épocas: 1980 y 1993, partida y regreso de Oscarito a Cuba. No se persigue una secuencia cronológica de los sucesos; por ello, los cuadros se desarrollan en una u otra época. No obstante, podemos hablar de una cierta omnipresencia del año 1980, pues es referido constantemente por los personajes, ya sea con rencor, olvido o arrepentimiento.  

Según la lista que nos proporciona el autor al inicio del texto, son nueve los personajes que intervienen: Oscarito, Eugenio, Margarita, Alicia, Oscar, María, Pastora, Enelio, José y Elena. De este inventario queda excluido el rol del Coro, que interviene en los cuadros tres y seis, fundamentalmente vociferando consignas de repudio, y en el cuadro tres emitiendo una interrogante: “¿Lloras, pionera?”. 

El Coro, en esta pieza, más que un personaje, es un mecanismo del dramaturgo para destacar el estado de enardecimiento e irracionalidad de las masas; mecanismo que, en efecto, logra impregnar gran dramatismo en la escena en que Oscarito y su familia parten hacia Estados Unidos, contrastando el último diálogo que sostienen antes de marcharse con el ruido ensordecedor de las consignas y voces de mando del Coro.

La familia y la ideología son dos elementos relacionantes entre los personajes, que paradójicamente crean oposición entre ellos. Eugenio es quien mejor representa el fanatismo de la época y deja clara su posición ante la salida de Oscarito y sus padres: “Si te vas eres un traidor, Oscar”. El personaje de Eugenio representa la ortodoxia a ultranza y es el único que suscita el rechazo incuestionable del lector-espectador.

Es cierto que en las creencias políticas de Eugenio habitan líneas extremistas que podrían coquetear con los rasgos de un personaje tipo. Sin embargo, coexisten en él afectos e inseguridades que lo alejan de la simple caricatura: “De pronto mi socio […] El de las reuniones y las movilizaciones se marchaba”. 

Se trata de un sujeto inmerso hasta la saciedad en un medio politizado y hostil. Las consignas y los mítines de repudio son parte de su realidad, pero estas acciones no lo eximen del remordimiento y la culpa, aunque se resiste ante estos sentimientos justificando sus actos como algo cotidiano: “Era un acto de repudio. // Todos los días había actos de repudio. // Era algo normal, ¿verdad, María?”. Rodríguez Febles no trata de justificar las acciones del personaje ni su oportunismo, pero sí lo arma de una verdad con la que podemos diferir, pero no obviar. 

Oscarito sufre el desarraigo provocado por una salida del país abrupta y humillante. Cuando llega a la Isla, trece años más tarde, se debate entre perdonar o no a sus agresores. Semejante a un héroe trágico, la peripecia que sufre no es consecuencia de su accionar. Siendo un niño marchó al exilio por decisión de sus padres y sufrió, junto a ellos, las peores vejaciones hasta regresar al lugar al que pertenece, pero le es ajeno. La obra comienza con su venganza hacia Eugenio, rodeando la casa del cuadro político de huevos, rememorando así la forma en que lo habían despedido del país. No puede escapar del resentimiento, por eso hay cierta alevosía en sacar a la luz el pasado y en su deseo de desagravio: “Lo vi arrastrarse ante los huevos… […] Eso: lo vi salivar ante cajas y cajas de huevos que les puse en el portal”.

Nuevos pactos entre estos textos y la escena representarían para varias generaciones una suerte de mapa esclarecedor que indicaría lo cerca o lejos que nos encontramos del punto de partida. 

Hablar de éxodos, ausencias y memoria en el teatro cubano supone repasar un extenso camino de creación que abarca varias décadas y colectivos teatrales. Abordar estas obras es solo una pincelada de lo que podría ser una antología en torno al tópico de la emigración visto por distintas generaciones de dramaturgos cubanos. De seguro esas páginas irán en aumento según se sigan acercando autores al fenómeno de la migración que continúa permeando nuestras vidas, ahora por selvas, rutas y calvarios cada vez más extremos. Creo que una antología que recoja esos textos/testimonios sería un gesto necesario, al menos para cartografiar las ausencias que, como pueblo, hemos tenido que normalizar.


© Imagen de portada: ‘Santa Cecilia’, de Abilio Estévez. Dirección: José González. Actriz: Vivian Acosta. Grupo teatral: Galiano 108.




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