En el país de los ciegos

Salvo contadas excepciones, el cine cubano —al menos ese costado que visibiliza el ICAIC— continúa siendo hoy más de lo mismo.

Dos filmes nacionales, proyectados el pasado año —Los buenos demonios (Gerardo Chijona) y Sergio & Serguéi (Ernesto Daranas)—, reafirman esa persistencia estéril en un decadente paradigma realista, el anclaje a una estética de la repetición que conjuga costumbrismo, drama social y (melo)drama que el espectador nacional consume (y asume) como parte de un ritual en la luneta.

Dudoso es el camino del cine cubano mientras anhela renovarse, aun cuando —eso nadie lo discute— voluntad, creadores y talento sobran.

I

Meses antes de su estreno se anunciaba con mucha expectativa el nuevo filme de Gerardo Chijona. Por aquel entonces, su director había declarado que asumía el reto de hacer un “drama desdramatizado”, un tipo de cine que ofrecería una visión distante de la realidad e, incluso, una perspectiva diferente en su ejercicio de puesta en escena.

Así leímos en algún cable de prensa. Ya sabemos lo importante de una buena estrategia de merchandising, pero lo cierto es que una cosa es lo que se pretende y otra el resultado. Una película como Los buenos demonios es otro ejemplo de cuánto el cine cubano hoy día —al menos ese costado de la industria oficial—, insiste en sumergirse en la decadencia, la fatuidad y el empantanamiento ideoestético.

La trama intenta deslizar el conflicto ético y moral de un individuo de la sociedad cubana contemporánea en las potencialidades del thriller psicológico y el suspense, pero termina doblegándose ante el formato de la comedia y el costumbrismo convencional, hasta culminar en un callejón sin salida donde todas las aspiraciones de vitalidad quedan truncas. Esta película desconoce que para navegar a puerto seguro es necesario tener antes una historia bien contada, un guion cuyo norte sea el imperativo de generar sentido.

Ante los ojos de la sociedad, Tito (Carlos Enrique Almirante) es un muchacho honesto, un tipo “con cara de niño que no rompe un plato”; sin embargo, es capaz de cometer sin impudicia el crimen: asesinar turistas para robar dinero y llevarlo a la mesa del hogar donde lo espera, día tras día, una madre sobreprotectora, trabajadora y honesta (Isabel Santos).

La historia, que tuvo su punto de partida en un proyecto original de Daniel Díaz Torres, prometía un cincelado más profundo en la caracterización, al menos, de los personajes principales. Desde su arrancada hasta el final, cada secuencia del filme se desgaja en subtramas que sirven de pretexto a un repertorio coral, muchos (innecesarios) personajes secundarios, encarnados por actores con la visibilidad de turno en la televisión, y con los cuales se pretende asegurar, mínimo, el proceso empático: Maickel Amelia, Aramís Delgado, Patricio Wood, Mario Guerra, Miriam Learra (¡un desperdicio de actriz para tan solo un simple bocadillo, el más lamentable de todos!) y otros más que nada tenían que hacer, reducen el argumento a una sucesión de situaciones que desvirtúan el drama y acaban empobreciendo su plasma narrativo.

Desde que se plantea la problemática del conflicto hasta su resolución, todo funciona como una especie de enorme barriga en la cual cada subtrama parece concebida con la finalidad de rellenar metraje. La escena final termina convenciéndonos de lo sospechado: una tomadura de pelo al espectador.

El tejemaneje en torno a las turbulencias de la civilidad, los conflictos más inmediatos del retablo capitalino, epítome de la decadencia nacional en cuanto a valores, costumbres, carencias más perentorias; las pugnas entre lo ético-moral y el sentido pragmático con que los actores sociales asumen sus rituales de supervivencia, el abordaje del detritus en sus variantes pintorescas, donde todo se enuncia y en nada se profundiza, acompañado del chiste para seducir al espectador, tornan interesante este filme en tanto consigue demostrar el carácter pop de su visión del entramado sociológico, una tematización del referente urbano que, como estrategia visual y discursiva recurrente de nuestro cine, alcanza aquí un patetismo inusitado.

Es cierto que el público cubano está acostumbrado a eso, que los motivos de las filas en el Festival de La Habana, las más largas, se deben a la proyección de la nueva película del patio que todos esperamos ver. Lo más lamentable resulta que el público espera verlo así, con mucho choteo, sexo a la criolla, acciones estrambóticas como la del timo de los falsos policías a Tito, crítica social de la más picante y burda, como la escena de Aramís Delgado y Vladimir Cruz, entre otras formulitas de rigor. Pero hasta eso tiene un límite. No es saludable para nuestro cine.

A esto se suma el discreto diseño de fotografía —cuando podía aspirarse a la excelencia acostumbrada en los trabajos de Raúl Pérez Ureta— y un montaje cercano a la estética televisiva que, desde su errático comienzo con un plano secuencia muy similar a uno que se muestra en Últimos días en La Habana, de Fernando Pérez —casualmente, ambos filmes han sido fotografiados por el propio Ureta—, lanza la película por la ventana.

Lo mejor de Los buenos demonios es su final, que acaba en el momento exacto de hacer el corte, en ese zoom in, demorado para acentuar el suspense, al rostro de Isabel Santos. Deja la sensación de que la película empieza ahí mismo donde termina. Pues tal como pintaban las cosas, y para acabar de sorprendernos de una vez, podía esperarse de un minuto a otro la entrada de Roberto Perdomo, Blanca Rosa Blanco, Omar Alí o Carlos Luis González para convertir esta suerte de thriller psicológico, comedia o “drama desdramatizado” en una historia con final estilo U.N.O. o Tras la huella y, claro, con la grave voz en off de Marlon Alarcón anunciando la sentencia del Tribunal Provincial a esta especie de niño bueno con alma de demonio.

Lo peor —además de la escena entre Aramís Delgado y Vladimir Cruz— es la angustia que genera el filme tan pronto comienza su extravío: a duras penas nos obliga, por puro interés profesional, a permanecer hasta el último minuto en la luneta.

II

Al finalizar la premier de Sergio y Serguéi, de Ernesto Daranas, pude escuchar a un espectador manifestando su satisfacción de haber asistido a la mejor película cubana de los últimos años. Son palabras ad pedem litterae.

A este espectador desconocido, sin duda amante de nuestro cine, no pude preguntarle los motivos de su afirmación, pero me consta que lo expresado sobrevino con la honestidad de un tipo complacido con creces.

Para quien ha consolidado una carrera en los últimos años, después de los éxitos de taquilla y crítica de Los dioses rotos (2008) y Conducta (2014), el premio de la popularidad obtenido en el último Festival de Cine de La Habana es otro registro notable, pues no puede negarse que Sergio y Serguéi ingresa como un soplo de aire fresco que se agradece por varias razones: el diseño fotográfico que, aunque no siempre feliz, consigue sorprender por la eficacia de sus efectos visuales; las logradas actuaciones —el desempeño de la niña, a mi juicio, es una de las atracciones del filme—; y sobre todo, la organicidad de la puesta en escena.

El conflicto de Sergio (Tomás Cao), un profesor de Marxismo en el preámbulo de la crisis de los noventa, y de Serguéi (Héctor Noas), el único astronauta de la estación espacial Mir, que espera su rescate mientras, abajo, en la Tierra, el colapso del socialismo y la Unión Soviética amenaza con perpetuar su estadía en el cosmos, es el motivo de un relato que versa sobre la amistad, los valores éticos y la solidaridad; aun cuando el contexto sociopolítico en que se inserta implique replantear los cimientos de tales patrones morales y conductuales, en una civilidad en proceso de transformación ideológica a la que es preciso “acoplarse” para sobrevivir.

El diseño de los personajes protagónicos imbrica un tino de complementariedad interesante para el desarrollo de la trama:

Sergio gravitará ante el dilema de mantener incólume su honestidad mientras, en casa, la madre (Ana Gloria Buduén) y el amigo que construye balsas clandestinas (Armando Miguel) deciden afrontar la debacle económica por caminos no convencionales; cuando en la Universidad colocan en baño maría la publicación de su libro de crítica a la ideología marxista y su alumna más avispada le echa en cara que él sea el tipo de reformista que “juega con la cadena pero no con el mono”; y aunque su hobby de radioaficionado se vea obstaculizado por el monitoreo a sus contactos con el “mundo exterior”: esas escuchas a sus conversaciones con el amigo norteamericano, un judío resentido de la política estalinista (Ron Perlman) y un soviético sospechoso de claudicación ideológica.

Serguéi, en tanto, debe resolver las averías causadas por el impacto de un aerolito que incomunica momentáneamente su nave, y sufrir la angustia de saber que su familia apenas tiene recursos para comer en la nueva Rusia.

Sergio hará la vista gorda cuando el amigo le enseñe a destilar alcohol, mientras la madre roba materia prima de la fábrica para torcer el tabaco que venderá en casa. Y Serguéi tomará Coca Cola y grabará un spot publicitario de la marca desde el espacio porque, a fin de cuentas, va a ser la Nasa la encargada de bajarlo a tierra. Todo encaja, un proceso de adaptabilidad al nuevo contexto en el que uno y otro necesitan hacer ciertos tipos de “concesiones”.

La película encierra una historia delirante y medianamente correcta desde la propia concepción de su guion, y claro, en ello radica su poder de seducción, junto a lo novedoso de los efectos visuales en una incursión temática que requería buena dosis de inventiva y talento. No por gusto ha sido seleccionada por la Asociación de la Prensa Cinematográfica Cubana (APCC) como el mejor largo de ficción entre las películas nacionales que para 2017 todavía no han sido estrenadas comercialmente.

Sin embargo, Sergio y Serguéi resulta un filme engañoso. En medio de tanta debacle estética en las propuestas recientes, sabemos quién reina en un país de ciegos. Eso se aplica a esta película como anillo al dedo.

La crítica le ha cuestionado: la pertinencia de la voz narradora, la voz en off de la niña devenida adulta como conductora de una trama que, en realidad, se cuenta sola; un par de escenas —la del impacto del aerolito y la del regreso de la cápsula a la Tierra— donde los efectos visuales palidecen; algún que otro objeto anacrónico dentro del escenario; la inserción de imágenes documentales muy conocidas sobre el contexto sociopolítico de la Cuba de los noventa, con fragmentos de un discurso de Fidel Castro, la caída del muro de Berlín y el descalabro soviético; y, claro, también esa incursión final en el absurdo y la parodia de la manera más imprevista posible.

Nada de esto me resulta importante. Sergio y Serguéi ingresa a la cinematografía nacional como otra de esas películas prescindibles, por la carencia de rigor dramático en personajes que solo cumplen el propósito de empastelar una historia sin muchas exigencias para ganarse la simpatía del público a base de cosquilleo con el choteo facilista.

Suerte de comedia light, very light, como esas de los lejanos ochenta y noventa, por fortuna escasamente recordadas, habrá que agradecerle, sin embargo, el hecho de evitar ciertos ítems que hubieran acercado su estética a la del realismo sucio, por ejemplo, toda esa greña costumbrista y demás atractivos de circo y chancleta.

Creo que lo mejor de ella está en su empaque visual, desde ese larguísimo plano secuencia, digno de reverenciarse, que comienza en el espacio y termina en una calle habanera para presentar al personaje protagónico, hasta el justo posicionamiento de la cámara —que simula, en ciertas escenas, una mirada cenital del espectador— y el color apastelado del cuadro. La dirección de arte.

Daranas demuestra ingenio y versatilidad, ha escogido adentrarse en un tópico de nuestro pasado reciente con un tema atractivo e inexplorado, pero exuda planicie dramática y escaso relieve en el diseño de personajes.

Es esta la principal dificultad del guion, aun cuando, comedia al fin, prefiera —legítima elección— el trazado de epidermis y la intencionalidad de esparcimiento, las carcajadas, el chistecito de ocasión bastante repetitivo para matizar —entre la sátira, el absurdo y la crítica sociopolítica— las angustias existenciales del cubano.

Así, no vamos a exigirle demasiado a la trama: sería otro filme, no este. Su programa narrativo no trasciende la ligereza; la verticalidad psicológica en los protagónicos, con todas sus posibilidades de expresión y sin el apelo al estereotipo, queda para una segunda temporada.

Sergio y Serguéi es también un ejemplo de cuánto pueden salvar las actuaciones una trama delusoria. Tomás Cao y Héctor Noas están encomiables, así como Ron Perlman, comedido, más convincente. Y después de la decepcionante mujer policía “proletaria” de Ana Gloria Buduén en Últimos días en La Habana, me complace verla en uno de sus mejores papeles de reparto de los últimos años. La conversación de ella con su hijo, mientras le refiere su decisión de sacar adelante la familia —es la única con los pies en la tierra y no en el espacio—, es una escena magistral, de una sutileza y un refinamiento muy atinados, la mejor de la película.

(Aunque yo hubiera preferido eliminar la puyita a la Internacional, reciclaje del choteo cocinado en su propia salsa: precisamente, en Últimos días en La Habana, tenemos la escena de Diego que tararea con ironía esta canción para burlarse de Miguel con el chucho político y la crítica a la ideología comunista).

Qué pena esa subtrama de Camila Arteche en un personaje-maniquí desprovisto de valor alguno. Qué pena el desaprovechamiento de Yuliet Cruz en ese rol bastante plano de la agente de Seguridad. Qué pena Armando Miguel, actor talentoso, en un personaje que además de instruir en el vía crucis de la lucha cotidiana, saber bailar bien, meterse de vez en cuando con la graciosa niña y soltar unas palabrotas, solo se limita a sonreír bonito, tipo galán, y abrirse un poquito la camisa.

El colmo es Mario Guerra, ese monstruo de actor al cual, no sé por qué, muchos directores se han puesto de acuerdo —la excepción ha sido Carlos Quintela— en reservarle el puesto de la bufonada. Lástima. Este encasillamiento lacera a un actor versátil y con la luminosidad de un astro. Pero su personaje del radioaficionado espía que habla con tino paranoide y caricaturesco sobre el “peligro ideológico” de los contactos con norteamericanos y “rusos claudicados”, además de ese final rocambolesco, hiperbolizado y surrealista tipo Matías Pérez, están bien: la película se permite una licencia poética que ancla en el absurdo para fustigar, a modo de sátira, toda la paranoia institucionalizada que tanto dinamita nuestra vida social y que queremos un día mandar al diablo.

Sin embargo, licencias como esa también nos invitan, además de a reír, a reflexionar cuán difícil será para nuestro cine prescindir de la vaguedad y del entretenimiento estéril, del populismo complaciente y de la estética superficial.

Bien que Daranas haya tenido que ir al cosmos y a la vieja estación orbital Mir para lograr particulares registros de novedad. Pero mal para él cuando esa intención se queda en la envoltura, cuando su resultado estético es una especie de “filme cáscara”, a medio camino de lo que nuestra filmografía hoy en día demanda a gritos: calado y hondura artística.

No le pedimos a Daranas demasiado: muestras de su talento tenemos con creces. Lo peor que puede pasarle en estos momentos a una película como Sergio y Serguéi es que, igual que a sus personajes, la falta de gravedad en lo conceptual y formal la dejen, literalmente, flotando en el espacio.

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