Jafar Panahi frente al espejo

A partir de Esto no es una película (In film nist, 2011), el cine del iraní Panahi es una cartografía de la resistencia, una crónica de la superación y transmutación del trauma en motivo, en estímulo, una bitácora de la autorreconstrucción y, sobre todo, un manifiesto renuente de libertad y consecuencia intelectual. Es un cine profundamente autorreferencial, cual desnudamiento que fortalece y empodera, que expone sus procesos de asimilación creativa de la tragedia represiva que busca sellar su voz y diluir sus imágenes.

En 2010, el poder totalitario que rige las suertes de Irán desde 1980 le prohibió rodar películas, conceder entrevistas y salir del país durante alrededor de veinte años, por el pecado original de haber asistido al funeral de la joven activista política Neda Agha-Soltan (1982-2009), asesinada por las fuerzas gubernamentales durante las revueltas populares que estallaran un año antes. 

En julio de 2022, Panahi fue finalmente encerrado para cumplir una pena de seis años de cárcel, luego de más de una década de sitio, durante la que se las arregló para seguir filmando, compulsado por un llamado vocacional infinitamente más fuerte que cualquier veto oficial, para continuar siendo uno de los nombres cardinales del milagroso cine contemporáneo iraní, donde comparte méritos con Mohsen Makhmalbaf, Abbas Kiarostami, Majid Majidi, Samira Makhmalbaf, Hana Makhmalbaf, Mohammad Rasoulof, Mostafa Al-Ahmad. Los dos últimos mencionados también sufren prisión en estos tensos momentos, cuando los rumbos de una nación tan agotada por el totalitarismo pudieran derivar hacia horizontes menos tenebrosos. 

Las mujeres, que son precisamente las grandes protagonistas de la fílmica de Panahi (El globo blanco, 1995El espejo, 1997El círculo, 2000), están en el epicentro de este cambio, revocando el rol de sumisión dictado por la teocracia absolutista, en desafiante, radical y verdadero gesto revolucionario. Como la niña de El espejo, su segundo largometraje —un filme que Panahi cita y hasta homenajea en posteriores cintas como Esto no es una película y Taxi Teherán (2015), y quizás resulte su favorita—, las iraníes se han quitado la escayola, han secado sus lágrimas, han decidido dejar de representar el papel que dictatorialmente se les ha impuesto en esa sociedad retrógrada, patriarcal, y por sí solas se lanzan a encontrar su propio camino a casa. 




El espejo infinito

El elocuente título de la cinta la reafirma como un espejo ácrata en el que puedan mirarse todas las mujeres coterráneas de Panahi y ver reflejada —y revelada— sus aristas más reluctantes. En este justo momento, El espejo quizás devenga la más poderosa metáfora emancipatoria femenina de toda la fílmica iraní. Además, señaló —predijo, avizoró—, con más claridad que otros títulos, los derroteros estéticos y discursivos que posteriormente remontó su cine, donde las diégesis experimentan múltiples quebraduras que descoyuntan cualquier concepción dramática rígida, dejando entrar raudales de realidad; y, a la vez, diluyen el mundo extradiegético percibido, fundiéndolo, poniéndolo en duda, cuestionándolo como orden axiomático.

La “realidad” en el cine de Panahi es una dimensión flexible, confusa, abrumadoramente relativa, en crisis perenne, en movimiento y mutación. Panahi reta las formas convencionales de mirar y percibir los relatos. Obliga a reformular los pactos de lectura. 

Con altas dosis de acíbar —sublimadas en un sentido del humor exquisito, de los quilates más altos—, el iraní fuerza al espectador potencial a sumergirse en juegos de conjeturas que reclaman toda su atención, hasta que termina agotado de tanto adivinar qué hay de “realidad” y qué de “mentira” en las películas. Hasta dónde llega la ficción —según se percibe convencionalmente— y hasta dónde el documental, según los cánones mainstream más aceptados. Se rinde ante el imposible de engarzar las películas de Panahi en molduras preconcebidas y dictadas por las perceptivas hegemónicas, y termina formando parte de sus proteicos mundos de límites completamente desleídos.   

Registra y cronica el proceso como escarmiento para sí mismo y para todos. Muta como intelectual, como hombre, como ciudadano. Se vuelve peligroso, más que nunca.

En El espejo, el director quizás experimentó una verdadera anagnórisis en su propio camino del héroe, justo en el instante en que la niña quebranta la ilusión preconcebida en el guion y de manera súbita mira a cámara, se despoja de inmediato de los accesorios que la han convertido en un personaje frágil. Se revela como un sujeto proactivo, empoderado, que decide protagonizar su propia historia, hallar sola el camino al hogar que a su lloroso personaje se le imposibilita. 

Panahi decide entonces sacrificar, desechar el guion preestablecido, rígido, victimizador, y permite que la película se reconfigure en un documental que seguirá con atención a la niña en su nueva odisea. Declara con una honradez cósmica su azoro y el desasosiego de todo el equipo, así como la subsiguiente decisión de abrazar lo inopinado, de no coartar, sino asumir tan “revolucionaria” ruptura de su constructo. 

En segundos se deshace de lo “esperado”, lo conservador, lo predecible, y se hace con lo inesperado, con la sorpresa, con la emoción de lo desconocido. Transita del inicial “irrespeto” manipulador hacia la niña actriz, hasta el “respeto” y la admiración. Crece como ser humano y como cineasta. El mundo le cambia con telúrica velocidad ante sus aturdidos ojos. Lo cambia como ser humano y como artista, con la misma vertiginosa celeridad y vértigo. Panahi ve subvertirse el pretendido orden natural de las cosas y se decanta por el riesgo absoluto. 

Todo este complejo proceso lo comparte con las audiencias. Con una honradez titánica, expone su fragilidad como sujeto de poder. Registra y cronica el proceso como escarmiento para sí mismo y para todos. Muta como intelectual, como hombre, como ciudadano. Se vuelve peligroso, más que nunca. El espejo es una película peligrosísima, terrible, pues pronostica revoluciones.

Aquí, quizás, se halle la respuesta a la perenne pregunta de ¿por qué los poderes totalitarios temen tanto a los artistas e intelectuales? No les temen porque puedan liderar directamente golpes y derrocamientos que terminen con sus mandatos y delirios de eternidad, sino porque los avizoran, los profetizan, los advierten en el aire, en las miradas, en los gestos y en el vuelo de una mosca. Les recuerdan a los tiranos que no controlan la realidad como desearían; que la realidad no es la simpleza que piensan, sino una pesadilla polimorfa, ambivalente, inconsistente, expansiva, que en cualquier instante mira a la cámara, rompe la gran ilusión que es el poder y emprende su camino a casa sin obedecer ningún mandato.

Una película como exorcismo radical para expulsar los demonios del horror, la soledad, la ansiedad y la inutilidad que atormentan a su director.

Asimismo, toda gran obra de arte vale en buena medida mientras engendra más preguntas y dudas que respuestas y certezas; mientras sea un texto más abierto, dinámico ergo inquietante, escabroso, retador, complejo. Toda obra de arte vale más mientras más peligrosa se vuelve para las hegemonías, para la perspectiva enquistada, para los modos reaccionarios que concomitan con las formas políticas conservadoras, antidialécticas, enemigas de las crisis que siempre provocará toda nueva manera de hacer, decir, mirar y revelar.




¿Esto qué es? O mejor… ¿qué no es?

Esto no es una película es el primer filme realizado por Panahi luego de su apresamiento, condena y veredicto contra su libertad de expresión como cineasta. El título es una provocación disfrazada de aclaración temerosa. Mal disfrazada, sin dudas, pero muy a propósito. Esta cinta, grabada en su apartamento durante un día de soledad, no es una película según las concepciones de sus jueces totalitarios, que solo asumen el cine y el arte todo como prácticas subordinadas a propósitos propagandistas, donde se pervierte todo valor intrínseco, toda autenticidad expresiva. 

No es el tipo de película que le prohibieron hacer. Es un caos formal que tiende a confundir las tupidas y torpes entendederas de los represores. Les induce el estupor, la confusión y, una vez más, les arruina sus modelos del mundo. El arte es simplemente lo impredecible, lo incontrolable. Tanto o más que la realidad.

Esto no es una película es, además de un acto de exposición más radical que El espejo, un primer gesto de desintoxicación del miedo con que le han rebosado las venas e inundado la mente a Panahi. Es un exorcismo radical que le ayuda a expulsar los demonios del horror, la soledad, la ansiedad y la inutilidad que lo atormentan. No dejarán de hacerlo, pero desde el lugar que él decida que les corresponde, ya no como soberanos absolutos de su vida. 

La “realidad” en el cine de Panahi es una dimensión flexible, confusa, abrumadoramente relativa, en crisis perenne, en movimiento y mutación.

Como la niña de El espejo, la realidad y la historia vuelven a mirar a Panahi a los ojos, vuelven a quebrar las lógicas preestablecidas, los modos sedimentados de hacer cine —que a su vez condicionan los modos de mirar y discursar—, y en pleno remonte de este nuevo sendero del héroe, más trágico y terrible, vuelve a zambullirse en lo desconocido. El mundo no será más lo que era para él. Cada día deja de ser lo que era para convertirse en lo inesperado. Solo queda cambiar junto con las circunstancias, como acto de rebeldía y consecuencia. Y sobre todo de necesidad, pues, para el artista, crear es imprescindible. 

Esto no es una película es una ruptura con el síndrome de abstinencia fílmico al que el poder iraní sometió a Panahi, vedándole algo que es más importante que el propio aire que respira. Es un retorno a sí mismo, a su condición humana desde la reinvención más temeraria, y un registro de todo este proceso. Panahi, con ayuda del cineasta Mojtaba Mirtahmasb, filma su intento de rodar de nuevo, de representar él mismo, con su voz y su cuerpo como únicos dispositivos disponibles, las historias que ha escrito y aguardan por materializarse en formas en movimiento. 

Cuando no hay cámaras, locaciones, micrófonos, ni ningún otro recurso o presupuesto, al cineasta solo le basta su cuerpo, que se convierte en espacio infinito de representación, se desdobla en personajes, set, banda sonora, deviniendo un absoluto expresivo. Panahi lee el guion, protagonizado por una joven mujer pueblerina que ve cohibida su pretensión de estudiar, de ser lo que pretende y no lo que la tradición continuista y reaccionaria le impone a una mujer iraní. 

Es un cineasta al que no se le permite serlo, al que se busca también someter a los dictados de un rancio determinismo tradicionalista, que solo autoriza una manera de ser y existir. Cuando lee y explica su guion frente a cámara, en Panahi colisionan dos esferas de sentido abrumadoras. Experimenta una especie de colapso bajo el peso de su propia suerte y la de su personaje. La realidad impacta con la ficción, creando para el realizador un nuevo estado de la materia con el que momentáneamente le es imposible lidiar. 

Solo queda cambiar junto con las circunstancias, como acto de rebeldía y consecuencia. Y sobre todo de necesidad, pues, para el artista, crear es imprescindible.

Cuando equilibra el nuevo peso del mundo que le cae encima, sigue filmando, incluye en su relato este momento de fragilidad y sigue filmando(se) como única posibilidad para continuar vivo. Para los rectores de la República Islámica, la única manera en que el mundo tiene sentido es que Panahi no filme. Para Panahi, la única manera en que el mundo tiene sentido es filmando.




Más allá de las cortinas de la locura

Closed Curtain (Pardé, 2013), ganadora del Oso de Plata al mejor guion —también escrito por Panahi— en el 63º Festival de Berlín y codirigida junto a Kambuzia Partovi, es su segunda película en el insilio. Es una historia de reclusión, miedo, delirio y enloquecimiento. Quizás el filme más surrealista de alguien que inició sus pasos fílmicos sobre la cuerda floja del neorrealismo. Aquí Panahi se convierte en mucho más que el protagonista y se expande hasta convertirse en el contexto donde transcurre su relato, quizás de fantasmas, posiblemente de delirios esquizoides, o todo lo contrario.

Closed Courtain parece seguir las mismas pautas que El espejo: propone un relato que establecerá unos personajes y una situación dramática que serán sorpresivamente interceptados en su sereno discurrir lineal, para remontar nuevos e insospechados senderos que negarán todo lo establecido hasta el momento. 

Esta operación transmutatoria sucede, y de manera muy efectiva, luego que la historia inicial se ha asentado: un hombre (Partovi), de clara profesión intelectual, perseguido por sus ideas, se refugia en una casa con el objetivo de salvar a su perro (Boy) de la purga oficial desatada contra estos animales, considerados abominables por las escrituras y legislaciones islámicas. Para mantener el secreto, tapa todas las ventanas de la casa con grandes cortinas y se rapa para dificultar su identificación. 

Habla de cuán inseparable es el creador de sus creaturas, de cuánto su imaginación puede modificar su realidad e incluso la de otros. Separar obra de autor se torna imposible.

Súbitamente, dos personajes irrumpen su existencia, un hombre y una mujer que son perseguidos por motivos también imprecisos. La mujer (Maryam Moghadam) se convierte en una extraña contrafigura, casi antagónica, que desafía la reclusión agorafóbica en la que se ha sumido el personaje con su perro. 

El simbolismo propuesto parece ser hasta entonces bastante nítido: el hombre es un alter ego de Panahi; ella es metáfora de la valentía desafiante y reveladora que lo motiva a romper con sus miedos, y es un posible resumen de todas las mujeres que han protagonizado sus películas. De repente, aparece el realizador en escena, en un momento intenso de la trama, para develar el cariz fictivo de todo lo expuesto hasta ese instante.

La joven, su hermano, el hombre y su perro parecen ser simples frutos de la imaginación, materializaciones de las ideas de quien continúa vetado, celado, impedido de filmar, de encarnar sus guiones y conceptos n imágenes. Panahi solo pasa un tiempo en su casa de veraneo. Pero en breve comienza a producirse una alternancia de líneas argumentales, de permutaciones entre su potencial alter ego y él, que terminan disolviendo los límites y este parecer convertirse en el alter ego del hombre del perrito. 

Varios mundos comienzan a convivir en la casa. Pronto se revela la naturaleza de representación del relato inicial, cuando aparecen en plano Panahi y su equipo en plena filmación de una escena previamente presentada por Partovi. Los puntos de vistas comienzan a danzar. La realidad baila —como le gustaría mucho a Jodorowsky— al son de múltiples y simultáneas melodías, con numerosos pies capaces de tomar por diferentes caminos a la vez. 

Hay una dislocación interdimensional que de nuevo expone la fragilidad de cualquier noción rígida o excluyente que se tenga de la realidad y del arte, de la verdad y de la representación. Entonces emerge la más posiblemente verdadera metáfora: Closed Courtain habla de cuán inseparable es el creador de sus creaturas, de cuánto su imaginación puede modificar su realidad e incluso la de otros. Separar obra de autor se torna imposible. Las dos mitades del vizconde de Terralba conjeturado por Calvino no pueden existir de manera autónoma. 

El taxi es un espacio reducido, limitado, y a la vez es zona de confort suya, desde la cual se coloca para mirar el mundo, moviéndose constantemente para dificultar la vigilancia sobre sí.

Panahi confiesa su mundo alucinante, lo despliega en un acto de sinceridad cósmico, casi insuperable. El creador, al crear, se crea a sí mismo. Todo es un bucle más complejo y fractal que la bella pero más unidimensional ciclicidad de El círculo (Dayeré) —León de Oro en el 57º Festival de Venecia—; potente legatario de La ronda (Max Ophüls, 1950) e intenso manifiesto sobre la represión de la mujer en Irán. 

Creador, creatura, acto de creación se desarrollan al unísono en una sinfonía genésica y apocalíptica a la vez, enmarcada entre dos breves y sosegados planos secuencia de respectivas intenciones introductoria y epilogar, donde se ve al realizador y al protagonista arribar a la casa con el claro propósito de filmar a escondidas. Así se inaugura y clausura el acto de libertad absoluta que será todo lo visto, escuchado, sentido.




¡Hey, Taxi!

Taxi Teherán —ganadora del Oso de Oro y el Premio FIPRESCI en el 65º Festival de Berlín— es la tercera película de Panahi bajo asedio y en su relato puede descubrirse de nuevo la impronta de El espejo, en tanto su estructura de road movie urbana y su concepción coral, episódica de collage social. Aunque Taxi Teheránmuestra a un Panahi más alegre, más dueño de su situación y condición, más recuperado del trauma inicial, cuyas resonancias son mucho más ácidas en Esto no es una película y en Closed Courtain. Pero el entrampe perceptual no deja de ser menos retador, con mayores dosis de ironía y hasta sarcasmo.

Panahi, una vez más protagonista, comienza a manejar por las calles de la ajetreada Teherán, “fingiendo” ser un taxista, con cámaras debidamente instaladas en el auto para captar todo lo que suceda. 

En su recorrido, sin más rumbo que el de retratar la cotidianidad iraní y a él inmerso de lleno en esta, el realizador hace confluir en el interior de su vehículo breves historias de hálito costumbrista, interpretadas por personajes pintorescos y amenos, tal como sucede en los ómnibus y taxis que la niña de El espejo aborda durante la película, tanto en el segmento fictivo como en el “real”. Mientras busca dirigirse hacia su hogar, divisa variadas situaciones desarrolladas entre los desconocidos que parecen ser, las más de las veces, inconscientes compañeros de viaje.

El taxi es un espacio reducido, limitado, y a la vez es zona de confort suya, desde la cual se coloca para mirar el mundo, moviéndose constantemente para dificultar la vigilancia sobre sí. También es la nasa donde penetra la realidad desprevenida, es atrapada y depositada en un plato de Petri para analizar y diseccionar todos estos fragmentos del mundo. El taxi se convierte luego en retorta donde se cuecen los sucesos, los conflictos y los personajes. Luego son destilados en formas fílmicas. El auto es todo un laboratorio alquímico, pero también es el scriptorium donde el autor compondrá el manuscrito iluminado que será la película derivada de la experiencia.

Ese cine que fue, mejor o peor, pero con derecho a existir como testimonio visual de que Irán existía antes de 1980, cuando había derecho a la sensualidad y las mujeres danzaban, cantaban.

Pero —y siempre existirá un “pero” en una película de Panahi— la amena cinta induce, quizás muy conscientemente, la sospecha de que lo azaroso de las situaciones no es tal, sino una puesta en escena muy bien articulada con personas que son personajes, aunque sus interpretaciones puedan partir de experiencias muy semejantes a lo planteado. 

En el segundo segmento de El espejo —siempre El Espejo—, la niña se topa con una anciana que aparece en el primer acto confesando sus dilemas con sus hijos. La mujer le dice a la chica que le pagaron para que se sentara en el ómnibus donde se le ve por primera vez.

Estas sospechas hacen derivar a Taxi Teherán hacia el delicioso territorio del falso documental, algo bastante confirmado en la secuencia final de la película, cuando la cámara montada en el taxi y la tarjeta de video con todo lo filmado hasta ese momento es sustraída por dos ladrones en motocicleta. 

El filme se convierte entonces en un found footage no avisado hasta ese conclusivo momento. Panahi propone la graciosa posibilidad de que fueron los ladrones, y no él, quienes decidieron finalmente montar y propagar su película. Él no. Tiene prohibido filmar por las máximas autoridades teocráticas de Irán. Solo unos ladrones sin respeto por la ley se atreverían a promover una obra no “distribuible” acorde las ridículas y terribles ordenanzas prescritas por el poder islámico para autorizar la difusión de una película en el país.

Pone en boca de su simpática sobrina —quien descaradamente se compara con la emancipada niña de El Espejo— varios de estos requisitos, que van desde prohibir la crítica social y política, hasta representar a los villanos con corbata y a los héroes bautizarlos con nombres de los personajes referidos en el Corán. 

Taxi Teherán es todo lo contrario y viceversa. Su sobrina, además, es una cineasta en potencia, empeñada en domar la realidad a cualquier coste para articular el relato que se ha propuesto, aunque se suscriba a las reglas del juego oficial. Es otra de sus mujeres proactivas y emancipadas, que optan por escribir la realidad y no que la realidad las escriba a ellas.




Tres caras y un prepucio de 38 años

Tres caras (Se rokh, 2018) es la cuarta cinta de Panahi en tiempos coléricos, que sumó otro lauro a su cuantioso palmarés: el premio al mejor guion (ex aequo) en el 71º Festival de Cannes. Aquí el director vuelve a manejar, vuelve a tomar la carretera, con fuertes aires de homenaje a su amigo Kiarostami y sus interminables travesías a campo traviesa por el “Irán profundo”, al estilo de la premiada y celebrada El sabor de las cerezas (Ta’m-e gilás, 1997). 

De hecho, el detonante de las acciones en Tres caras es también el suicidio. La joven Marziyeh (Marziyeh Rezae), que habita en un pueblo remoto, decide documentar su suicidio por ahorcamiento ante lo insoportable de su situación: fue aceptada por el Conservatorio para estudiar actuación, pero sus familiares y vecinos no aprueban su proyecto de vida. Le exigen, en nombre de la tradición reaccionaria, que se atenga al rol destinado para ella como esposa, madre y ama de casa que vivirá y morirá sin abandonar nunca su lugar natal. Tal parece una variante resumida de la cinta nunca filmada de la que Panahi intenta leer el guion en Esto no es una película. Otro guiño referencial que permite percibir todos sus filmes del insilio como un gran macrorrelato multidimensional.

En el video del suicidio, la muchacha clama por la actriz Behnaz Jafari —quien también se interpreta a sí misma—, y le hace llegar la grabación a través del director. Ambos se lanzan con premura a la desolada carretera tras la pista de Marziyeh, para confirmar lo verídico de su muerte y lo real de sus cuitas. Bajo esta premisa dramática, Panahi sale de su habitual entorno urbano para adentrarse en las entrañas de su país, pero en lo absoluto va con la intención amable de dialogar con los “buenos salvajes” de las zonas rurales, ni de filmarlos y visibilizarlos, sino que busca indagar en los fundamentos sociohistóricos del tradicionalista régimen islámico en el poder. 

La tradición se revela en su dimensión más ridícula. Se evidencia cuán absurdo puede enaltecer románticamente tales atavismos. El tiempo no puede convertir en patrimonio las estupideces del pasado.

A su debido tiempo se descubre que Marziyeh está viva, que el suicidio fue un montaje muy profesional que valida su talento histriónico. En Tres caras se representa entonces la búsqueda de una representación. Panahi y Behnaz interpretan versiones de ellos mismos que persiguen una interpretación que la Marziyeh-personaje hace de sí misma. La danza de la ilusión irrumpe cuando en el cine de Panahi todo parece haber regresado tranquilamente a la corrección fílmica.

La muchacha ha permanecido oculta tres días en la casa de otra insiliada, una actriz de cine del viejo Irán prerrevolucionario, pintora, poeta, cantante y bailarina, anatemizada por sus semejantes por su pasado digno de ser despreciado en el “nuevo” Irán, que desde los primeros momentos de su revolución retrógrada hiede a decrepitud. La anciana permanece fuera de campo, reforzándose con todo propósito su dimensión simbólica como suma de ese cine que fue, mejor o peor, pero con derecho a existir como testimonio visual de que Irán existía antes de 1980, cuando había derecho a la sensualidad y las mujeres danzaban, cantaban. 

La identificación entre la joven y la veterana actriz invisible propone un diálogo entre el presente y el pasado del país como momentos históricos conciliables, no como territorios incompatibles. Ambas son sujetos resilientes. Marziyeh lucha desesperadamente por validar su vocación y su derecho a ser como desea. La anciana estigmatizada mantiene una serena testarudez ante el desprecio casi generalizado de su entorno. Continúa pintando, graba poemas. Para ambas, the last stand es el arte, la representación. 

Behnaz y Panahi permanecen como entes ajenos en medio del polvoriento pueblo. Alertas y observadores, pero distantes. Permanecen buñuelianamente conscientes de la imposibilidad de establecer nexos empáticos con sus también renuentes anfitriones. Todo el tiempo, en un estrato poco profundo del relato, late el anti-neorrealismo furibundo de las satíricas Los olvidados (1950), El bruto (1953), La ilusión viaja en tranvía(1954), Viridiana (1961), que dirigiera el inmisericorde español durante su período mexicano.

Panahi se permite una mirada sarcástica que emula al mejor Buñuel, cuyo culmen es la secuencia donde un anciano pide a Behnaz que entregue el prepucio momificado de su hijo, guardado durante 38 años, a otra antigua estrella del cine comercial prerrevolucionario, destacado por su virilidad ortodoxa, con la esperanza de que el descendiente sea un “hombre” como él. La tradición se revela en su dimensión más ridícula. Se evidencia cuán absurdo puede enaltecer románticamente tales atavismos. El tiempo no puede convertir en patrimonio las estupideces del pasado. 




No Bears[To Be Continued…]  

Luego de rodar otros varios cortometrajes, algunos como parte de películas de antología como Celles qui chantent (2020) y The Year of Everlasting Storm (2021), en los que él y la mujer iraní siguen prevaleciendo como territorio conflictual y tópico, Panahi acaba de alzarse en el 79º Festival de Venecia con el Premio Especial del Jurado por su más reciente cinta titulada No Bears (Kherst Nist, 2022).Esta película aun no llega a mis manos, por lo que declaro este texto incompleto —que no inconexo—, que espero continuar, cuando pueda visionarla, para seguir situando a Jafar Panahi frente al espejo… 






© Imagen de portada: Jafar Panahi / 42 Muestra de Cine de São Paulo.




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El triunfo del totalitarismo según Paul Verhoeven

Antonio Enrique González Rojas

‘Robocop’ encarna el sueño de dominación definitivaque anida venenosamente en el corazón humano. Es la supresión efectiva de la voluntad y de su reformulación como mera fuerza bruta.






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