Contemplar el horror (sin contemplaciones)

¿Cómo narras el totalitarismo soviético desde la altura de otro siglo? Metiendo carne en la olla de la exposición. 

¿Cómo relatas su brutal y a la vez demorada y extenuante manera de pudrir a la gente en vida para mejor enterrarla después? Replicando su sobreabundancia y cortando la carne en trozos. A hachazos. 

Es lo que Ilyá Khrzhanovski e Ilyá Permiakov han hecho en DAU. Degeneration, uno de los brotes del rizoma que es DAU.

Mucha prosa y algún cine han querido mostrarnos antes el mecanismo totalitario. Lo han hecho con mayor o menor suerte, y mucho mejor la primera. Ofrecernos un visor para observar la sala de máquinas del socialismo al que le importaba un rábano tener rostro humano. O incluso un rostro cualquiera. Enseñarnos los millones de muertos y los muchísimos más millones de gente viva de entusiasmo y muerta de miedo, los inquilinos bien despiertos del sueño soviético, incluso cuando caía la noche. Las figuritas del paisaje totalitario, las bestezuelas de su Human Zoo: el comisario y el poeta díscolo, el joven comunista de ojos brillantes y la campesina tetona, el intelectual comprometido por dócil (o viceversa) y el soldado sin miedo, el ingeniero y la gimnasta, la taquillera y el fogonero, el interrogador y el guiñapo en una esquina de la celda… 

A esa tarea de contar se ha entregado prosa amiga de la alegoría, como en Bulgákov. O de la sinécdoque, donde un hombre fue la humanidad, como en Vida y destino, de Vasili Grossman. En el catálogo de acercamientos al totalitarismo desde la literatura, hay también el relato minucioso de su geografía, en Archipiélago Gulag, o de su medida en la esfera del reloj, en Un día en la vida de Iván Denísovich, ambos de Aleksandr Solzhenitsin, pionero. Las viñetas de Varlam Shalámov en sus Relatos de Kolimá son un rosario listo para pasar las cuentas en la plegaria por las víctimas y también para pasarle la cuenta a los victimarios. 

Igualmente, el cine ha contado la experiencia totalitaria desde la metáfora, la denuncia o, incluso, el afán de hacer taquillaArrepentimiento, de Tenguiz Abuladze y Quemados por el sol, del proteico Nikita Mijalkov, son dos momentos notables. Pero a estas alturas del siglo XXI, en la cuesta empinada y aun así con curvas que vienen siendo estos años, ¿enseñar lo que fue la URSS? ¡Como si a alguien le importara! Aquella CCCP escrita con tinta solo una vez simpática en el casco del cosmonauta. La URSS por la que sienten nostalgia prestada quienes no la vivieron.

DAU es el proyecto cinematográfico más ambicioso emprendido jamás con el propósito de mostrar al homo sovieticus en todo su esplendor, que es también su miseria. Para conseguir convertirse en el fresco que quiere ser, ha tomado un camino singular. La vía de la réplica. ¡Y no la réplica en tanto disputa, no! La réplica como emulación. 

No te preocupes, lector, que yo no te podría contar DAU. Degeneration aunque quisiera. Por una parte, la exposición in extenso del universo totalitario que es DAU no admite el encapsulamiento en una sinopsis, que es palabra que usan quienes llevan histórica prisa. Y después, lectora, está también el problema de los mimos, los que DAU nos prodiga a los supervivientes. 

Este tiempo de streaming y sobreabundancia de contenidos ha puesto en boga la voz spoiler: el que arruina la experiencia, el que se chiva. Porque cuenta el final. Tipos execrables. Pero con DAU da igual. Trata del totalitarismo soviético. El final ya (casi) lo sabemos. No hay mucho margen para el spoiling, cuando has visto un poco de Russia Today. Y menos podría contártelo yo, criatura ya spoiled por la sustancia del relato. Spoiled, que es también mimado.

DAU ha emulado el pasado, recreándolo. Diez años de rodaje, cientos de personas viviendo recluidas durante temporadas en un complejo construido en Jarkov, Ucrania, como una réplica de un Instituto de investigación, la participación de figuras célebres de la ciencia, las artes e incluso la religión (David Gross, Marina Abramovic, Andrew Ondrejcak, Shing-Tung Yau, Guillermo Arévalo, Adin Steinsaltz…), setecientas horas (sí, dije “700” y escribí “horas”) de material montado después en decenas de filmes y varias series… De lo que ya se ha podido ver en festivales o la plataforma del proyecto online, estremece Dau. Natasha, un largometraje de 138 minutos, dirigido por Ilyá Khrzhanovski y Jekaterina Oertel, y apabulla DAU. Degeneration. Sus 369 minutos repartidos en nueve capítulos son absolutamente electrizantes y demoledores.

No se agota, naturalmente, DAU en esta Degeneration, que no es más que una de sus partes. Pero este relato seriado abarca una línea narrativa que llega hasta el fin del laboratorio, de su sentido, del proyecto de creación del Hombre Nuevo en el que se hallan empleados sus científicos e, incluso, al fin de aquel mundo entero. Luego, Degeneration tiene una ventaja, parece ser, sobre los demás bulbos del rizoma: enseña en forma condensada el desarrollo y la expresión brutalísima del estertor final. Y si todo DAU es el universo, Degeneration incluye el Big Bang, el titilar incesante de las estrellas enchumbadas de vodka, sexo, física y metafísica, fórmulas matemáticas y desesperación, y el estallido final.

La vida que registra Degeneration es la vida soviética después de Stalin. Un tiempo, el del deshielo que otro Ilyá, Ehrenburg, bautizó con una novela, en el que el miedo es como el calor residual de los fuegos que ya no arden. Ese es el ambiente, aunque la acción se sitúe en 1968, treinta años después de la construcción del Instituto, justamente con el cierre de la Gran Purga. Los científicos que lo habitan no paran de preguntarse por la Revolución pasada y de reclamar una Revolución pendiente. Es posible que “Revolución” sea la palabra más usada en Degeneration, junto con блядь, que viene a ser “puta” en amplio espectro semántico.

Todos son iguales en esa grieta entre dos revoluciones. Los responsables del aparato represivo en el Instituto son indistinguibles de los científicos. De hecho, parecen científicos. De hecho, son científicos y si algún sentido tiene el estudio del comportamiento humano que allí se hace, ninguno mejor que su expresión práctica en los interrogatorios de los agentes, en la ciencia exacta de su profiling. La maquinaria del laboratorio lo engulle todo y todos van pasando por ella: bebés, colegas extranjeros o una pandilla de ultraderecha. No hay mayor diferencia entre unos y otros y las ratas y los simios. 

También hay cerdos. Hay cerdos de ambos lados de la humanidad puesta a prueba y, de hecho, la pocilga es un espacio fundamental de la historia del socialismo. La pocilga como metáfora del sistema en un arco que reúne la hediondez y la matanza. La pocilga, ella sí, es apoteosis de un mundo, resumen y leitmotiv, ¡es la sinopsis jamona que te estoy hurtando!

Eugenesia y racismo, sexo y pasión, entusiasmo y decepción: todo cabe en el afán del Instituto, todo se va por el sumidero de una degeneración, que la presencia del pope, el rabino y el maestro de la ayahuasca empujan hacia el asiento de lo atávico o a la certidumbre de la fe. El Instituto, lo dice el director, es una cárcel, por mucho que sea una jaula dorada: es un modelo de sociedad carcelaria a escala minúscula, que comparte todos los vicios de la sociedad más grande.

Tampoco faltan los científicos extranjeros que acuden a observar a los indígenas. Compañeros de viaje más o menos cínicos, más o menos indiferentes. Así, por ejemplo, un psicólogo conductual de Nueva York, encarnado por el performer Andrew Ondrejcak, se maravilla de la manera precisa con la que los sujetos de los experimentos, prospectos del Hombre Nuevo, son unos devotos y precisos maestros en la destrucción que se les encarga.

Hay, naturalmente, un cierto ventajismo en la manera en que la película lee el futuro de aquel totalitarismo desde el presente subdemocrático de la Rusia poscomunista. El cine es proyección y esta es una historia rodada en la casa de la física. También el pasado de DAU se proyecta en la pantalla del presente y se atreve con el mañana de nosotros. Lo hace en los capítulos finales de la serie, cuando irrumpe la violencia bruta, descarnada, tan descarnada, lector, que harías bien si entras a esos episodios con las manos llenas de pelotitas que apretar o peluches que destripar. Porque la irrupción de la paliza de realidad que conocerá ese mundo será su cancelación, el fin de una ilusión ya enferma, pero aún animada con al alibí de la búsqueda de conocimiento.

La violencia, como en el mundo que tú y yo habitamos en las afueras de la sala de cine, le rompe las costuras al globo. La ultraderecha, el populismo, la violencia de Estado, el racismo, el desprecio a la inteligencia, la cultura y la humanidad tatúan su КОНЕЦ en la piel del mundo. Porque la violencia, cuando la dejas entrar, se apodera de todo y en DAU los científicos, como a veces tú y yo, la observan desde el estupor, rendidos, colaborando para acomodarse a ella, hasta que ya no pueden hacer más y es la hora de las hachas y el sacrificio. 





Jorge Ferrer

Josefina, vacuna a los señores

Jorge Ferrer

¿Pero usted se cree que esto es El Corte inglés? La vacuna no se escoge, hombre: le ponen la que le toque. ¿A ti sí te da lo mismo ponerte cualquiera, verdad? Ah, bien, bien, porque no dejan escoger… A la gente le hace gracia la Moderna. Por el nombre, ¿sabe?





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