Los huesos de mi abuela

He contado esta historia no sé cuántas veces. Cada vez que nos reunimos a ver Corazón azul, Miguel me pide que la cuente y entonces tengo la sensación de que regreso a mi infancia, cuando alguien de mi familia me pedía que repitiera algo que le parecía gracioso o ingenioso, como si yo fuese una mona. 

Y no es que me sienta así ahora mismo, es una sensación que va y viene. Lo que me resulta fastidioso de ser actriz es justamente eso, que la gente espera que uno lo entretenga; o peor, que uno siempre sonría o esté alegre. Nadie quiere ver a un actor deprimido. 

A la edad de 7 años comienzas a entender que las personas desaparecen para siempre. Desde entonces lloraba la muerte de mi abuela. Sus cabellos blancos, su bondad extrema y delgadez le añadían más fragilidad. 

¿Quién me iba a decir que hasta después de muerto, el cuerpo de mi abuela me estaría acompañando? ¿Quién le iba a decir a mi abuela muerta, como estaba, que estaría de actriz con todos sus huesos en una película protagonizada por su nieta, cuyo rodaje terminó siendo heroico?

Tomás descubre en la hoguera del masturbador de la playa desierta uno de los huesos de mi abuela. La escena del Riomar. La última que filmamos con Héctor Noas.

Habíamos encontrado un hueso de vaca e imaginamos cadáveres en distintos grados de descomposición. ¿De dónde íbamos a sacar huesos tan perfectos que a plena luz del día parecieran reales? 

Teníamos solo tres días. Héctor estaba protagonizando un episodio de Tras la huella. Se tenía que afeitar la barba. 

—Miguel, creo que ya tengo la solución. 

Mi abuela estaba en un osario colectivo en la Necrópolis de Colón. Estaba sola. Todos los eneros yo debía pagar doce pesos para que sus restos no terminaran en una fosa común. 




Ya en el archivo 

Demasiadas trabas. Demasiado miedo. Olores intensos. Flores marchitas. Tumbas profanadas. Paredes descorchadas y, flamante en su buró, la reina de la burocracia en la oficina de Archivo. 

—¡Imposible! Imagínate tienes que ir al cementerio de Alquízar para que te den un papel que diga que hay espacio para tu abuela en el osario de tus familiares allá. 

Miguel y yo salimos frustrados de aquella oficina. Según la burócrata, el trámite tardaría un mínimo de dos semanas. De pronto, a nuestras espaldas escuchamos “¡Psss!” y nos volteamos. Era la mujer, sin su buró parecía humana.  

—¡Niña!, ¿qué es lo que tú quieres? 

Volví a hacer el mismo cuento como si todo comenzara de nuevo. Volví a hacerle el cuento con la misma energía que dos minutos antes. Volví a hacerle el cuento consciente de que me estaba repitiendo. Que yo parecía un disco rayado, una caricatura de mí misma. Una infanta obligada por sus adultos. Que aquella mujer sabía todo, pero debía representar su papel. Repetí el mismo cuento de sacar a mi abuela de allí por tratarse de un lugar impersonal, que yo quería que estuviese junto a mi abuelo y un tataatatata…, que también eran ciertos. 

—¡Ven mañana mismo que yo te la voy a dar! 

Sentí una emoción similar a la que me produce la burocracia en los hospitales; pero con una diferencia significativa, aquí no hay nada que hacer, salvo quedarse en silencio frente a un montón de huesos exhumados en una caja de concreto con el nombre de mi abuela. 

Ahora no se trataba de salvarla a ella, sino a mí misma, de la pesadilla de tener que pagar. Lo que no sospechaba aquella mujer era que el esqueleto de mi abuela, antes de ser trasladado, sería parte del elenco de una película y que frente a ella estaban la actriz y el director.



Mañana mismo 

Amaneció nublado. Llegamos temprano. La mujer nos había explicado que debíamos traer el papel con la dirección exacta del osario. Estaba repleto de gente. 

Como un déjà vu, la burócrata estaba en la misma posición de ayer. En mi mano derecha escondí el billete con cierta ligereza para que nadie notara nada. Se lo mostré. Lo puse junto al papel de la dirección del osario. Era un billete de 50 pesos (en aquel momento la suma acordada para ese tipo de gestión). Deslicé mi mano filosa por la madera pulida que reflejaba toda la acción. Por alguna razón extraña, solo le entregué el papel. Me sentía culpable al ver la cara de desconcierto de la mujer que, a esas alturas, se revolcaba en el piso buscando sus 50 pesos. Pensarán que fue un acto cruel y despiadado de mi parte, pero la verdad es que no soy buena en ese tipo de transacción, me hace sentir sucia. 

La mujer seguía buscando y yo podía entender su drama. Dos entidades. En una ostenta su poder, con un buró como escudo. En la otra es una pobre diabla que se arrastra en franca desesperación para sobrevivir. Qué frágil lucía ahora.  

El billete estaba hecho un rollo, congelado debajo de mi mano. No sabía qué hacer. No sabía cómo explicar que no había sido intencional; por otro lado, qué sentido tendría, ella no me iba a creer, así que lo lancé en la mesa. Todos los presentes me vieron, tenía demasiados testigos. Tomé el nuevo papel y me largué de allí. 

Todo se reduce al valor de un papel. Pensaba que el Cementerio era la prueba tácita del fracaso revolucionario. Las clases sociales están vivas a pesar del abandono. Las calles más céntricas, con grandes diseños en los panteones, aún pertenecen a los apellidos ilustres. 

Periférico, pero con una ligera variación, el inmueble que acogía los restos de mi abuela era un cajón prefabricado, más parecido a los edificios que construyen para los militares. 

Casi estábamos frente al osario cuando comenzaron a caer las gotas que rápidamente se tornaron en aguacero. Potentes truenos, relámpagos y rayos. Todo lleno de cajas amontonadas de restos. De la nada apareció un enterrador. Otra vez el subdesarrollo y la pobreza. El osario tenía goteras, de modo que mi abuela no tenía un techo sólido ni siquiera muerta.

Le mostramos el papel con los datos. El hombre buscaba, pero no daba con ella. 

Mi abuela era traviesa. Además, quiso ser cantante. Mi bisabuela dijo que eso era cosa de putas. Mi abuela ganó un concurso en Radio Cadena Azul. Sé que lo mejor para esta historia sería decir que mi abuela terminó de puta, pero no se hizo cantante. Peor, no fue ni puta ni cantante. Mi abuela era una santa. Es una frase hecha, pero en verdad lo fue. O más bien lo es. Con la muerte uno pasa casi siempre a una categoría venerable. Los muertos, como el pasado, se sienten mucho mejor. 

Mi madre siempre quiso ser actriz, pero sus nervios la traicionaron. Se puede decir que mí me tocó hacer justicia a las mujeres de mi familia. Me tocó además el desafío de ser actriz dentro de una guerrilla.

La vida de los humanos es tan corta; aun después de muerta yo demandaba la ayuda de mi abuela. Me compensaba creer que, como la película contiene en su título el color azul, tenía una conexión con la emisora por la que lloró mi abuela. 

A pesar de la altura que alcanzaban las cajas, unas sobre otras, en aquel lugar no tenían escaleras. Seguía sin aparecer mi abuela. ¡Eureka! Como en el concurso, mi abuela volvía a estar en la cima. Apenas alcanzábamos a leer su nombre:“Aracelia Anastasia Pérez Quiñones (Chela) para sus hermanos 07-11-04”. 

Mi papá recordaba con nostalgia su sentido del humor. 

—Si Chela estuviese aquí se reiría. 

Se refería a la misa que dio el cura en la iglesia del cementerio antes de que la enterráramos. 

Para llegar a mi abuela, el enterrador tuvo que trepar, pisotear y profanar las cajas con restos de otros cadáveres. Como la lluvia arreció, comenzaron a crecer las goteras. Aquel hombre de apariencia oriental (no asiática, me refiero al oriente de Cuba), piel muy maltratada por el sol, cuerpo fibroso, hacía malabares con la caja. Hubo un momento en el que tuvo que auxiliarse de la fila de enfrente y abrir las piernas. Parecía un trapecista haciendo un número en la cuerda floja. 

Finalmente bajó mi abuela. De tanto nombrarla en medio de aquella tormenta y la lobreguez del inmueble, los restos de mi abuela cobraron vida. ¡Mi abuela estaba viva! 

Con un paraguas protegimos la caja y la metimos en el maletero del carro. 

Héctor nunca supo el valor de aquellos huesos.  




Los huesos en el garaje

Como un urbanista distópico, o un coleccionista, Miguel compone los fragmentos de una ciudad que solo existe en su cabeza. Muchos se preguntarán dónde filmó eso. Es que no solo los personajes de Corazón azul han sufrido mutaciones, también el paisaje.

La escena de los huesos se rodó en tres provincias, La Habana, Matanzas y Cienfuegos, más de cuatrocientos kilómetros de distancia compactados en diez minutos de metraje. En Cienfuegos rodamos la fachada de la Central Electronuclear. En Matanzas, la carretera que conduce al Faro de Maya. En La Habana rodamos en Cojímar, el edificio Riomar, la oficina de Miguel y el garaje de nuestro edificio. 

En total tardamos cuatro meses. Cuatro meses en que los restos de mi abuela esperaron por ser trasladados al cementerio de Alquízar.

Fue una noche en que regresábamos de rodar en el Riomar. Cuando tratamos de guardar el carro en el búnker construido para evitar los robos, no podíamos abrir la puerta. Como el garaje está escasamente iluminado, nos auxiliamos de la linterna del teléfono; para nuestra sorpresa, la puerta había sufrido un impacto. En el suelo había pedazos de concreto que cayeron de los bordes de la pared donde estaba anclada la puerta. También había vidrios rotos. 

Decidimos dejar el auto en medio del garaje dada la imposibilidad de guardarlo y con la esperanza también de que apareciera el responsable. Sin duda debía ser alguien del edificio.

Ya era de madrugada cuando mi suegra recibió una llamada telefónica de un vecino borracho. Bajamos los tres para encararlo. Al principio lo negó todo, pero amenazamos con llamar a la policía y confesó. Los vidrios eran del parabrisas de su lada. 

Esta situación con la caja de restos dentro era un poco compleja: ¿qué responderíamos si al vecino se le ocurría preguntar? Al día siguiente, a primera hora, prometió venir con un herrero para arreglar la puerta del búnker. Estaba atascada. Poco podríamos hacer esa madrugada. 

Cuando abrieron la puerta, mientras Miguel les hablaba de cualquier cosa, yo corrí a tapar el nombre y la fecha nefasta en la caja. Mi abuela estaba en una de las esquinas. Supongo que el vecino y el herrero debieron estar extrañados de mi conducta. Pusimos trastos delante mientras ellos continuaron solucionando problemas con su planta de soldadura.

Nos tocó estar toda la mañana “organizando el garaje”. 

Esperamos a la medianoche para garantizar que no hubiese testigos. Ya nos tocaba filmar en el garaje. Este momento forma parte de los pasillos donde Tomás se queda completamente a oscuras y enciende una linterna. Miguel filmaba desde el maletero, apretado, mientras el carro avanzaba en marcha atrás. El carro conducido por mi suegra era un dolly. La subjetiva de la cámara, desde el punto de vista de Tomás, sigue la trayectoria de la luz y revela objetos, ropa interior masculina, pedazos de periódicos, sogas. 

A Miguel se le ocurrió dispersar el esqueleto de mi abuela en el piso. Ya no se trataba solamente de sus fémures, sino de exponer cada una de sus partes. El movimiento de la cámara tenía que ser exacto. Mi suegra a veces fallaba porque el recorrido debía ser en línea recta y teníamos que repetir. Para no variar, sudábamos como cerdos. La humedad y la mugre del garaje, junto al humo del motor, creaban una mezcla pastosa que parecía betún y, sumados al olor de los restos, hacía la jornada insoportable. 

Estallé al ver a una de las gomas aplastar las costillas de mi abuela. Horrorizada, cambié la disposición de los huesos. Por suerte las costillas son duras. Como la vida está llena de coincidencias, y si las cuentas parecen de una telenovela, el vecino, el mismo que antes nos chocó, apareció a esa hora de la madrugada en el garaje, borracho. Nos paralizamos. El suelo estaba lleno de huesos humanos no solo de mi abuela, sino también el cráneo de una mujer negra que Miguel recogió en el cementerio cuando era un adolescente. Lo identificó con un especialista. En la década de los 90 era usual ver montañas de huesos y cráneos fuera de las tumbas en el cementerio.

El vecino recorrió con la mirada (del mismo modo que antes lo hiciera el dolly) toda la hilera de huesos y cráneos. Nos miró, hizo un gesto de incomprensión y luego preguntó:

—¿Los puedo ayudar en algo?

La respuesta de nosotros fue el silencio. Todos negamos con la cabeza porque hablar, en una circunstancia como aquella,significaba admitir la culpa. 

El vecino siguió de largo. Nosotros retomamos el rodaje. Yo me seguía cargando. Quería gritar que terminara aquella tortura, no solo del calor, el hedor, sino de los restos de mi abuela.

Durante ese tiempo fui confrontada no solo por mis primas que no podían creer que abuela estuviera en el garaje. En una ocasión, una profesora católica que nos visitó se horrorizó cuando, una vez más, Miguel me pidió que contara el cuento. No volvimos a saber de ella. 



Otra antropóloga estadounidense con cara de horror dijo: 

This is really weird.

A mí me compensa imaginar que, de haberlo previsto, mi abuela me habría dado el sí. Al menos así lo elijo creer. 




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Burócratas, anarquistas y las ruinas de las escuelas de ballet

Lynn Cruz

Vivimos tres disidencias. Por el contenido de las películas padecemos una censura institucional; luego con el Estado; y para rematar, con las instituciones internacionales.





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