Estreno en Moscú

Demasiadas negativas. Incertidumbres. Desesperanza para estrenar Corazón azul. Steffen Köhn, un amigo cineasta, alemán, nos aconsejó que enviáramos la película a Moscú.

La convocatoria había cerrado. Sin embargo, los programadores se mostraron entusiastas y en menos de una semana confirmaron la presencia del filme dentro de la selección oficial. Estaba entre las cinco favoritas de la competencia. Alfredo Calviño y Patricia Martín se ocuparon de todo lo demás. El crítico de cine y programador Kiril Rasgólov dijo, además, que fue la película más irreverente y transgresora del concurso.

Miguel no estaba seguro de poder asistir, a pesar de que lo habían invitado. Desde hacía algunos días un mensaje proveniente de las oficinas del Festival en Moscú anunciaba que los pasajes estaban muy caros. 

Le pedimos ayuda a INSTAR y a su fondo para el cine. Miguel también respondió a los burócratas moscovitas que sería capaz de hacer un crowdfunding para poder asistir. De inmediato compraron el pasaje. Coincidió también que Moscú conectó con un nuevo destino: Varadero. Antes solo existía la posibilidad de viajar desde Cayo Coco. Gracias a todo el retraso y a la oportunidad de INSTAR, obtuvimos dos pasajes. 

Hice mis maletas y salí de la Isla, que, después de la muerte de mi padre, comenzó a colapsar. El desastre sanitario se esparció provincia por provincia hasta terminar en las calles el 11 de julio de 2021. La protesta más grande que en sesenta y dos años haya existido en este país. Como una invasión desde occidente hasta oriente que dejó perplejos a todos. 


PCR

La cola era enorme cuando llegamos al amanecer. Nos dejaron esperando más allá de las 8:00 a.m., hora de apertura. Empezó a entrar gente. Fuimos al laboratorio para presionar. Una de las técnicas salió y organizó una reunión para hablar de un “asunto importante”:

—Fíjense lo que les voy a decir, aquí va a empezar a llegar gente que “no está colada”. Gente que va a entrar antes por equis motivos. Se me están tranquilos porque el que dé positivo no sale, se queda aquí. 

“Terror en zona de PCR”, me dije. La gente empezó a mascullar frases. Algunas audibles, otras no. En esencia, manifestaban su temor a que la mujer tomara represalias en caso de denunciar a los que se estaban colando, cosa que ella, entre amenazas, negó.  

Fuimos negativos. 


El aeropuerto de Varadero y la odisea del chárter

Nos dejaron como perros, al sol, mientras la policía se encargaba de atemorizar a los viajeros para no perder el control. El oficial estaba sofocado. Loco por estar a la sombra, me dijo lo que debía hacer para reclamar. Aunque fingió dureza, pude entender su lenguaje corporal. Pregunté por el administrador. El agente de migración dijo que no podría subir a la oficina. “Probablemente con aire acondicionado”, le dije. 

Las personas comenzaron a protestar. Discutí con el hombre y subí un post en mi muro de Facebook. Finalmente nos dejaron entrar en la Terminal. Dentro, la temperatura había descendido, pero el calor corporal continuó subiendo. Discusiones en la zona de migración. Los viajeros peleaban por cambiar su dinero. No había suficiente divisa para todos. Las botas de Miguel largaron la suela después de más de un año sin usarse. Tuvimos que llamar con urgencia a Moscú para que, entre las actividades a nuestra llegada, incluyeran la visita a una peletería. 

El vuelo era un chárter. El diseño del aire acondicionado impedía a uno mismo regular la temperatura. Aire acondicionado central con manipulación vertical. La referencia sonaba demasiado cercana. Casi todos los viajeros eran mulas cubanas. Se quejaban, por señas, del calor con las azafatas, que no parecían dominar otro idioma además del ruso. Las conversaciones de los viajeros estaban dirigidas hacia los lugares de compras más económicos en Moscú. 

Sin GPS ni pantallas donde ver una película en un vuelo de doce horas. Comidas y bebidas frugales. En lo que sería el desayuno para nosotros, solo trajeron un sándwich para Miguel. Fui hacia la zona del catering y pregunté qué pasaba con mi desayuno; me respondieron que no venía indicado en el boleto. Luego un hombre de voz débil, con acento cubano, leyó una lista que intuimos se trataba de los pasajeros que aún no habían recibido el sándwich de col con tomate. ¡Suerte que me comí la mitad del de Miguel! 

Aterrizamos en el desintegrado imperio zarista. Un taxista uzbeco y Alisa Pakomova, una joven moscovita, estudiante de Lengua y literatura inglesa, nos guio. Miguel llegó al Kremlin calzando mocasines rusos. “Pobres cineastas independientes cubanos”, el chofer prometió llevarnos a comer. 


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Lynn Cruz con la traductora Alisa Pakomova.


Quedé impresionada con la ciudad. Me pregunto si sentiré lo mismo en Madrid, a la que muchos cubanos llaman la madre patria. Para mí, encontrarme con Moscú fue como asistir a una tierra imaginada desde una infancia influida por los animados soviéticos y una primera juventud leyendo autores rusos y tomando lecciones de los libros de Stanislavski. Era preciso conocer el Teatro de Arte de Moscú. En mi mente organizaba una agenda. 

La ciudad es una gran muralla. Las columnas son de gran grosor y altura. Es una arquitectura agigantada. Pero no impedirá que te atraviesen las balas.


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Miguel Coyula y Lynn Cruz en el Kremlin.


Conferencia de prensa 

Como en La Habana, hay una presentación previa del filme para la prensa acreditada. Nos preguntaron qué ha pasado con el ICAIC, que se extrañan las películas en ese Festival. Hablaban de Lucía y de Humberto Solás. Había periodistas que, por la edad, datan del tiempo del socialismo. Nos hicieron fotos, varias entrevistas y nos desearon suerte con el Premio San Jorge de Oro.



Lynn Cruz y Miguel Coyula en el ‘photocall’, del Festival de Cine de Moscú.


A la salida del Centro de Prensa nos encontramos con la crítica Marina Kopylova. Se presentó interesada en saber más sobre el destino que seguía Cuba bajo los influjos de la Revolución de Fidel Castro. Miguel expuso algunas de sus ideas. El chofer uzbeco comenzó a apresurarnos para que saliéramos de allí.  


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Conferencia de prensa.


Comida y anfitriones uzbecos

No era tarde, pero se hizo de noche. Llegamos al restaurante; una mesa enorme estaba reservada para nosotros. Arroz frito, pan, huevos de codorniz, ajíes rojos enormes aderezando los trozos de carne de res. Abundante grasa y vodka para aguantar el frío. 


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Miguel Coyula y Lynn Cruz con un plato de la cocina uzbeka.


Los uzbecos brindan y dan discursos por cada copa que beben. Fueron tantas, que brindamos por el porvenir, por la suerte de la película, la de cada uno de nosotros y hasta por la paz mundial. 

Bailamos al ritmo de la música, guiados por una bailarina uzbeca. Había que quemar las calorías y activar el alcohol para que no se durmiera la sangre. 

Alisa Pakomova nos traducía. Hubo un momento perturbador, casi a la hora de la despedida. El taxista dijo: “Ustedes dicen sí a todo, suerte que no queríamos envenenarlos. Habría sido muy fácil”. Escuchar aquella frase en aquel lugar, dado el expediente y la trayectoria, le habría puesto los pelos de punta a cualquiera. 

Pero, aun después de la confesión, pasamos la semana almorzando lo que sobró de la mesa. Además del arroz frito, nos dieron los refrescos, una botella de vodka y el pan, que, según los uzbecos explicaron y luego comprobamos, tarda mucho en ponerse viejo. 


Estreno de la película 

Ver Corazón azul en formato DCP en el October Cinema and Concert Hall fue una experiencia extraordinaria. La película está pensada para la gran pantalla. Cada detalle trabajado por Miguel se hizo perceptible. 

Nos sorprendió que las palabras pronunciadas por nosotros antes de la proyección, así como un ramo de flores parecido a los que otorga el ICAIC, anulara cualquier discusión inmediata con el público después de que concluyera el metraje. Nuevamente, la idea de la madre patria. La audiencia reaccionó muy bien a la película. 


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Ramo de flores. 


Ya en el lobby, nos esperaba el poeta Alexander Anufriev. Algunas personas se nos acercaron. Hubo un espectador que le dijo a Miguel que había inventado un nuevo género. Los mayores hablaban de Fidel Castro; los más jóvenes, de transhumanismo. 


La realidad alternativa al Festival 

Alexander Anufriev es amigo de la poeta Jamila Medina. De piel muy blanca y profundos ojos azules. Traduce poesía rusa al español. Tiene una banda de rock: Idiotas sentimentales. 


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De izquierda a derecha Miguel Coyula, Alexander Anufrief y Lynn Cruz. 


Aún escucho mis propios pasos en el asfalto moscovita. Diminuta ante la escala de los monumentos. Alexander confesó que Brodsky es su poeta favorito. Se reía incómodo mientras observábamos el monumento. No solo se trataba de un cuerpo vacío, sino de una nariz empinada hacia el cielo gris. A menudo allí vi monumentos de poetas y dramaturgos acompañados de sus personajes. Los de Brodsky tenían más carne hecha de metal que él. 

—¿Brodsky era un estirado? —le pregunté a Alexander. 

—Un poco, sí.

—¿Venganza del artista? 

—Creo que a Brodsky no le habría gustado. 

Los moscovitas no son rigurosos con las mascarillas. No es obligatorio en el espacio público ni controlan demasiado el privado. Después de más de un año de pandemia, el viaje a Rusia, me sacó de la zombificación en que caí durante ese tiempo de aislamiento. Como cualquier mortal, más que a la muerte, temía a la enfermedad. A caer en un hospital cubano. A la falta de higiene. La carencia de material y medicamentos. El agua helada. Las puertas de los baños rotas. El hacinamiento. La promiscuidad. La zombificación del personal sanitario en versión sicopática. Todo médico es un asesino en potencia. 

Hace poco vi una película noruega: La peor persona del mundo. Uno de los protagonistas, muriendo, casi al final de su vida, dice que no quiere ser recordado por sus cómics, que quiere vivir. ¿Quién quiere morir? Lo difícil no es morir, sino tener razones para seguir viviendo una vez que desde los 7 años conoces el final de tu propio drama. Creo que dejé de ser feliz desde esa temprana edad. No solo por lo difícil en que se encontraba la relación de mis padres, juntos hasta que la muerte de mi papá los separó, sino porque es a esa edad en que uno tiene conciencia de la muerte. 

Recuerdo la tarde en que fuimos a la Galería Tetriakov. El momento en que me detuve ante las pinturas de Iliá Repin. Los retratos de Tolstói hechos por Repin. Luego me detuve ante un paisaje con niebla. La cinematografía de Miguel con mi IPhone 7 plus, un obsequio de la fotógrafa Victoria Zamorano, se clavó en mi espalda, nuca, cabellos, hasta ser mis ojos. Los ojos queriendo desentrañar. Los mismos ojos que permanecían frente a un óleo de un paisaje de mar mal pintado que compró mi madre en la Catedral. Pero aquella niebla reflejada era como mi playa barata, a la que le faltó una sombrilla de guano. La misma playa que yo colocaba como un espejo y le ponía la lámpara de noche con el bombillo incandescente, mi sol de verano en invierno, y me acostaba con mi trusa a escuchar el sonido del mar. Los mismos ojos que miraron dos semanas antes, la foto del rostro de mi padre muerto en la morgue. 

Alexander nos condujo hacia un salón. Nos dijo que se trataba de algo especial. Allí estaba, en el fondo de la sala, un cuadro que tardó veinte años en completarse. El doble del tiempo de la producción de Corazón azul. La vida de un pintor puesta en un lienzo. Veinte años componiendo su obra maestra, por la que sería recordado. 

La aparición de Cristo ante el pueblo, de Alexander Ivanov, es la pintura que más me ha impresionado, su nivel de detalle. Mientras avanzas por el salón, en las paredes laterales aparecen los bocetos de cada uno de los personajes. Nikolái Vasílievich Gógol, amigo de Ivanov, está entre ellos. 

Esa misma tarde se presentaba Corazón azul en una de las salas de la galería Tetriakov. Volamos por doce horas desde el otro lado del mundo porque, entre otras cosas, tendríamos la oportunidad de ver la película en pantalla grande, en un cine de verdad, con óptima calidad de sonido y de imagen. Pero nos fueron negadas las entradas. Ni aun porque estábamos acreditados. Argumentaron que estaban agotadas. Luego supimos por Polina, una nueva amiga rusa, que la audiencia reaccionó muy bien. Que lloraron en la escena de la madre, o sea, con mi madre. Allí tampoco, y a pesar de ser una sala pequeña, tuvimos oportunidad para dialogar con toda la audiencia. Como un déjà vu, se repetiría en Moscú exactamente lo mismo que durante los estrenos que he vivido en los cines en La Habana. Nueva razón para pensar que el problema no es el comunismo

La última vez que vimos a Alexander nos llevó a la exposición de su amiga, la pintora Ekaterina Galaktionova. Nos obsequió un libro de su poesía con pinturas de Ekaterina. El lugar estaba al otro lado de la ciudad. Era una casa de dos plantas, con pisos de madera pulida. Al fondo, enormes grúas cargaban material pesado. El cielo gris era el telón de fondo de un paisaje posindustrial. 

Nos dejó las reservas para el Teatro de Arte con Alisa Pakomova. Anufriev no pudo acompañarnos porque esa noche tenía un concierto. Corrimos como locos para poder llegar a tiempo a la función. Atravesé una calle llena de bombillas. A la izquierda estaban Stanislavski, Chéjov, Bulgákov, Nabókov. Retratos en blanco y negro iluminados en una vitrina. Me habría gustado ver La gaviota en ruso porque conozco la obra. La que vimos, en verdad no era buena. La promesa fue mejor que el viaje. 


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Lynn Cruz en el Teatro de Arte de Moscú.


PCR con código QR en Rusia

En la mañana nos hicimos los PCR, mientras Polina nos esperaba en la parte de afuera de la clínica. Una joven taciturna, que se mostraba díscola. Admira a las Pussy Riot y teme naturalizar las prisiones domiciliarias para los estudiantes de la Facultad de Periodismo. 

—Con tantas fechas para celebrar y que se festeje la guerra. No entiendo lo que pasa en mi país.

Polina se refería al ensayo del 29 de abril. En la tarde acontecería el desfile militar con vistas al 9 de mayo, fecha en que entraron victoriosos los tanques soviéticos a Moscú durante la Segunda Guerra Mundial.  



Los tanques desfilaron mientras tratábamos de llegar a la ceremonia de clausura. 

El simulacro de una guerra, un año después, pone en riesgo la paz mundial. Termino de escribir esta crónica mientras el presidente Vladimir Putin invade a Ucrania y, desde el MINREX, un vocero cubano lo aprueba. Escribo avergonzada de los que dirigen la tierra que me vio nacer. 

Aún continúa el bombardeo de Rusia a Ucrania. Sigo recordando los detalles del viaje, pero no puedo dejar de pensar en las imágenes desgarradoras que recorren el mundo: la del soldado que se inmoló para derribar un puente e impedir el tránsito del ejército ruso a Kiev; la de las jóvenes uniformadas; Volodímir Zelenski, el presidente ucraniano, pidiendo municiones a Occidente para poder resistir… 


Ceremonia de clausura 

A las 5:00 p.m. debíamos estar en el lobby. Alisa Pakomova nos trajo regalos. Los chocolates de su infancia. Empezamos a correr porque teníamos poco tiempo. 

Nos sentíamos disfrazados. Antes de salir de La Habana miré los vestidos de la alfombra roja del Festival. ¿De dónde yo iba a sacar un vestido tan lujoso? Eva González me ayudó. Francamente, cuando me vi en el espejo de la habitación del Hotel Marion, ubicado en Novy Arbat, sentí que me habría gustado vestirme de mí misma. Desde la adolescencia no usaba ropa prestada. Solo me visto de otra cuando interpreto un personaje. El vestido y el abrigo de Eva son hermosos. Tal vez era mi estado de ánimo. 

Era todo un reto asistir a una ceremonia de premiaciones después de que Russia Today nos cancelara nuestra entrevista por una razón extraña. Supuestamente, se había enfermado el traductor. ¿Y entonces la entrevista del director Agustí Villaronga si tuvo lugar? 

Supimos por algunos amigos periodistas que en ocasiones llaman desde la Embajada de Cuba en Rusia para censurar el contenido con tema cubano y los redactores y editores prefieren cancelar los textos antes de echar esas batallas. Yo no sabía, además, la batalla que tendría que librar en una escalera eléctrica del metro moscovita para salvar mi vida.


La miniván nos recogió a las 5:00 

Una amplia delegación de Irán y un realizador de la India radicado en USA se incluían dentro de los compañeros de viaje. Natasha Reysner, una funcionaria, estaba a cargo de lo que después pareció una misión de guerra. 

Íbamos bastante apretados. Algunos no llevaban máscaras. De repente, la miniván se atascó. Luego de un diálogo entre funcionarios y el chofer, rusos, Natasha nos preguntó en inglés: 

—Do you prefer stay here, waiting in the van to finish the militar parade, or take the subway? 

—We prefer stay here. 

Pero como la pregunta fue a la rusa, a pesar de nuestras oposiciones, todos tuvimos que abandonar la miniván.  

A una actriz de Irán y a mí nos entró un ataque de risa al ver lo grotesco de aquella situación. Eran los vestidos y los zapatos para una alfombra roja los que ahora se arrastraban por el asfalto. Éramos un anacronismo y los transeúntes se reían de nosotros. La iraní agarró sus tacones y decidió continuar el camino incierto en plantillas de medias. Luego de cuatro cuadras largas, encontramos la primera estación del metro. 

Fue imposible entrar. Había muchos en la misma situación que nosotros. El tráfico terrestre estaba prácticamente paralizado. En una misma imagen se reunió el glamur con el ensayo de una guerra. Los tanques pasaban mientras tratábamos de encontrar un hueco para refugiarnos. Los funcionarios nos guiaban como si se tratase de un museo, o una excursión de estudiantes. Comenzamos a avanzar unas cuantas cuadras más hasta que finalmente pudimos entrar. 

Esta situación absurda era la misma que en las calles moscovitas de Bulgákov. Nos adentramos en el metro de Stalin, que no es cualquier metro. Es el metro de un imperialista. Con puntales altos y esculturas gigantes. Miguel y yo nos adelantamos. Por qué no le habré hecho caso a Miguel cuando sugirió que fuéramos más despacio. Gélida, indetenible, amenazante para el fino grosor de mis tacones: la escalera eléctrica. 

—You´re doing well. 

Escuché la voz de Natasha a mis espaldas, ante mi primer tropezón. Pero la suerte no me acompañó en la segunda escalera. Parecía que llegaba el final. Tomaríamos el tren y yo podría sentarme. Apresuré más el paso. Éramos los primeros de la delegación. La escalera comenzó su ascenso. 

—¡Noooo! 

Un coro aterrador. Nos volteamos de inmediato. Las máscaras de los funcionarios parecían las de la tragedia. Miguel comenzó a descender en sentido contrario, desafiando la gravedad y la inestabilidad del suelo. Como por inercia, lo seguí. Un paso en falso y empecé a rodar. Me sentía como una muñeca. Debajo de mi espalda la frialdad y la escalera, como una cuchilla sin filo, rasgaba la piel con torpeza. Finalmente, la escalera se detuvo y yo también. No sé si el horror en el rostro de Natasha se debió a que la próxima cabeza en rodar —en caso de muerte— sería la de ella. Vi en la estación la escena del tranvía de El Maestro y Margarita

Hecha un desastre llegué a una ambulancia donde me remendaron un poco. Me dejaron llena de parches, curitas, alcohol y Timerosal. El médico que me reconoció me hizo una serie de preguntas. Por fortuna y desventura no perdí el conocimiento. El hombre estaba sorprendido de que yo no tuviera ningún hueso roto, ni siquiera los más preocupantes, los del cráneo, que impactó en el pasamanos de la escalera justo antes de que pararan en el suelo todas mis volteretas. Como no perdí el conocimiento, lo peor ya había pasado. Los flashazos de los guardias de seguridad en la estación, levantándome de la escalera y acompañándome, constituían la pieza última del puzle en mi cabeza al recordar cómo había llegado hasta allí. 

Invisibles, nos saltamos la alfombra roja. Compartimos algunas frases con el taxista que llegó a la ceremonia acompañado de su hija. Y justo antes de partir, como un ángel, apareció la crítica Marina Kopylova. Alta, delgada y de ojos azules. Nos obsequió un libro de canciones folclóricas rusas. Ella entendió nuestra soledad sin que mediaran muchas palabras. 




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La culpa blanca

Lynn Cruz

Saupier ha mostrado el horror sin enjuiciarlo. Ha quitado la grasa para dejar el problema a los espectadores.






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