Rocío García se empeña en el amor

Los artistas ayudan a la teoría a comprender la realidad, sus vericuetos, sus verdaderas o falsas apariencias, aunque la teoría los alerta sobre la vida del arte en sí misma, comportándose como una amable autoconciencia.

Sobre la obra de la pintora cubana Rocío García se ha reflexionado ampliamente. Varios autores, bien con una base crítica o de entrevista personal,[1] han coincidido en dos importantes factores: 1) por qué no se le debe encasillar solo en el tema erótico, homoerótico o gay, y 2) cómo de ello se desprende que detrás de envolturas de personajes tan variados, se esconde el drama humano de lo que significa amar.

En una de estas entrevistas que le realizara la crítica y curadora Estela Ferrer, la artista argumenta: “Conceptualmente, yo tengo el criterio de que el amor es el asesino perfecto, porque siempre te va a matar (en el mejor sentido de la palabra, por supuesto). Tú te puedes escapar de cualquier cosa, pero del amor jamás nadie escapa”.

Su última muestra, Sakura (NG Gallery, 2020), tiene como tema central el amor.

La muestra sorprende. Las once obras que la componen presentan una variante de su estética: no encontraremos narraciones, ni cuadros que armen entre sí una anécdota; el drama intenso en esta ocasión se concentra en figuras diminutas acopladas a un espacio natural. Lo que predomina es el conflicto detenido en el instante y el afinado color de fondo, que tras la ausencia de la anécdota será el encargado de unificar las piezas.

Sus dibujos y pinturas constituyen un despliegue virtuoso del dominio de la línea y del color, desde valores y tonos que transitan de lo monocromático a los contrastes intensos de los complementarios, poniendo a competir planos que se interrumpen y se interconectan, creando una atmósfera —como ha expresado la artista— que motiva a sentir el volumen, lo tridimensional, desde la planimetría propia de la pintura. 

Refiriéndose a esa forma de usar el color, el crítico Rufo Caballero escribió: “[…] es una diestra de los secundarios […] como de los fríos, a los que confiere una calidez alquímica”.[2]

En especial, pone en función de su labor la literatura y la cultura visual de las que disfruta, apropiándose de personajes, lugares y sucesos, donde se mezclan los sujetos de la calle con el ritmo del cómic o la pulsación de las series televisivas; de este modo, cobran presencia en el imaginario pictórico nacional sujetos universales de gran poder e intensidad simbólica: geishas, marineros, policías, militares, gánsteres, traficantes, masoquistas, estríperes, mutantes, luchadores, fumadores de opio, samuráis, violadores, modelos, el domador, el superagente y el barman; seres desclasados o con clase, convertidos unos en otros, porque la realidad nunca es pura.

Las acotaciones de Rocío García a los que han escrito sobre su obra, han sido esenciales para comprender una poética que confiere un lugar primordial a esos sujetos —en muchas ocasiones invisibilizados o ignorados por la cultura oficial— y el valor de crónica social, de memoria, que estos sujetos encarnan. 

Rocío visitó la noche del malecón habanero, en el que se dan cita gran parte de los personajes que recrea; estar ahí le permitió llenar de anécdotas sus pinturas. Pero su interés no se centra en la crónica, ni en el valor de memoria que representa simbolizar personajes y anécdotas, sino brindarlas enmascaradas a través de los acontecimientos mismos, disfrazarlas en el sujeto aprovechando sus cualidades físicas: los estereotipos y los significados sociales que portan.

Su poder para narrar transita más allá de cualquier anécdota, despertando los sentidos, las contradicciones y los significados humanos que esos sujetos contienen. Es reveladora esta afirmación suya: “Hasta qué punto el ser humano goza plenamente de su libertad sexual, es también un tema político”.[3]

Sean hombres o mujeres, las figuras que crea son musculadas, colmadas de hedonismo, y desde ese físico imponente brotan los temas más sensibles del alma humana: “lo que más me interesa”, dice Rocío a propósito de la exposición Hombres, machos, marineros (Galería Habana, 1999), “es expresar que un hombre puede amar a otro hombre y que el amor existe en otra faceta, aunque tengan cuerpos de atletas griegos”.

Su acercamiento a los dilemas del género, y a los diferentes sujetos que los personifican, no se detiene en esa constante que los clasifica en bandos: los representa penetrando las circunstancias sociales que los rodean; así, se puede pensar en las geishas en las que se inspira, las que deambulan por nuestra ciudad, como un tipo particular de prostitutas,[4] o en los homosexuales y travestis. Son personajes que buscan su identidad en medio de placenteras o conflictivas relaciones humanas: “Pienso que a partir de ese conflicto nacen o se generan otros: sociales, políticos y psicológicos”.

Pero su poética no es simplemente un pasodoble de personajes, una puesta en escena de acontecimientos: es algo complejo que no se circunscribe a lo que la danza y la escena nos enseñan. ¿Qué circunstancia es más intensa en nuestro medio que el traficar con pasaportes, formar parte de un pelotón de domadores o recrear juntos a Ling Cheng y Borishka?

Y ello lo aglutina bajo una cualidad de la que se ha hablado poco, y es su fino y delicado humor para tratar a todos estos personajes.

En sus reflexiones, entre otros aspectos, ha mencionado la importancia que concede al tema del poder; este es posiblemente el eje central alrededor del cual establece estrategias que entretejen contenidos relacionados con el género y el sexo. Lo que hace tan atractiva esas estrategias es, en un sentido, el desprejuicio para ponerlas en escena, y en otro, cómo encubre las referencias de lo que acontece en la realidad.

De tal manera que se logra, como señala Gilberto Padilla en “Canciones obscenas” (Revista Art OnCuba, 07, julio-agosto 2015): “una de las mitologías figurativas más importantes del arte cubano contemporáneo: un panteón de lo disfuncional”. Y con este panteón deleita: bares, baños, prostíbulos, barcos, circos, billares o peluquerías; todas esas locaciones se juntan en una sola narración.

Por otra parte, Rufo Caballero argumentó en más de una ocasión sobre el carácter dramático de sus narraciones, en la que desempeña un rol esencial la atmósfera con la que rodea a sujetos y lugares. También son indicadores estéticos dignos de considerar: la puesta en escena de valores formales y significados sociales y culturales, la ambivalencia genérica y los personajes más disímiles, a los que crítica y curadora Dannys Montes de Oca califica con la cualidad de portadores de “una psicología andrógina”.[5]

La monumentalidad de cuerpos, de espacios sociales, íntimos o naturales, es otra de sus constantes, junto a la narración en secuencia y la asunción pictórica de disímiles tendencias del arte internacional, como es el expresionismo, el impresionismo, el fauvismo y el minimalismo.

Algunas de estas propiedades estéticas, y la conjunción de procedimientos apropiativos, se muestran resumidos en las piezas de la exposición Sakura, inaugurada precisamente en el segundo mes del año, el Día de los Enamorados. Pero, como la propia artista sentencia, en ella encontraremos otra presencia de su poética.

En particular, hay un aspecto que la diferencia en relación con su exposición anterior y es, como apuntaba anteriormente, la ausencia de narraciones; o sea, lo que sucede en cada pieza no indica relaciones entre ellas, entre un suceso y otro. Los temas descarnados y agresivos, la intriga, el desconcierto y la incertidumbre, han cedido su puesto a conflictos que se manifiestan en la espera, la contemplación o el viaje emprendido.

Sakura comprende dos “grupos Haiku”: un conjunto de cinco obras de pequeño formato, y seis independientes de variado formato.

El haiku es un poema corto japonés en el que se enlazan palabras breves y caprichosas que parecen no guardar relación entre sí, y sin embargo, invitan a un estado del alma. Como el anónimo escrito en una de las paredes de la galería como parte de la exposición:

La larga noche
El ruido del agua
Dice lo que pienso.

Uno y otro conjunto poseen de fondo paisajes naturales cuyos componentes están sobredimensionados con relación a las pequeñas figuras de las mujeres que los habitan; cuando son dos figuras femeninas, una de ellas es un samurái. 

Estas pequeñas figuras ya han estado presentes en piezas anteriores de la artista, algunas en fechas tempranas de su creación: “El deseo” (1993), “El ideal” y “S/T” (1994), “Buen golpe” (1998), y en otras más recientes como “Tishena”(serenidad) con la que cierra la serie El regreso de Jack el Castigador (2012).

El conjunto poseen una estética visual similar, dada por el rol prioritario que tiene el color rosa. El rosa lo absorbe todo, como dueño absoluto del espacio pictórico, dispersado en tonos que pasan de unas obras a otras, ascendiendo y descendiendo en intensidades y matices, creando con ello una atmósfera idílica que deja el conflicto en suspenso. 

El árbol, el mar y el bosque, sirven de marco para esos conflictos.

Deslumbra la maestría de la artista para provocar sensaciones tan diversas armonizando esos tonos; sensaciones resumidas en el encuentro entre paisaje y figura, puestas en una escena en la que los lienzos claman cada uno por una visión diferente del amor.

La brevedad de los poemas japoneses, en los que se inspiró, le proporciona el tránsito ideal entre su espiritualidad y las imágenes que plasmó en las piezas, erigiendo con ese encuentro una atmósfera poética en la que el conflicto cobra variadas presencias de batallas por el amor, de una poesía sin palabras.

Las pequeñas pinturas dialogan con el resto, como si entre todas se tratara de un libro de cuentos rosas sobre el amor; pero como este venerable acto está repleto de tantas contradicciones, cada imagen remonta a paisajes de lucha, viajes, felicidad, el instante compartido o el silencio ante el abandono.

Ello se puede apreciar en las piezas más pequeñas: cómo la artista enfrenta a dos mujeres samuráis que están a la espera para comenzar una batalla; o cómo las coloca, nadando, en un agua que se arremolina, o deslizándose sobre un delfín, o sentadas cerca de un cerezo sin hojas, mirando el mar.

Las obras de mediano y gran formato también contienen encuentros y evocaciones: la espera, la soledad y la sobrevivencia; cada una nos enfrenta a una disyuntiva para la que Rocío García no ofrece soluciones.

En la pieza “En el aire” se aprecia un cerezo del que caen las hojas, mientras una diminuta mujer samurái aguarda escondida. En “El camino”, otra figura similar vuela al galope. En “La marea”, la mujer samurái se protege, subida a un árbol, del ascenso y descenso de la marea; es tan pequeña su figura, entre las intrincadas ramas del árbol, que conmueve pensar en su fragilidad frente a las fuerzas infinitas de la naturaleza. Pero nuestra samurái tiene a un delfín que la protege de la marea si esta sube a la altura donde se encuentra. En “La ola”, una samurái surfea sobre olas que se arremolinan; aunque no sabremos si podrá sobrevivir a ellas, la presencia del delfín simboliza, como en la obra anterior, la protección ante el peligro exterior.

Introducir al delfín o al conejo en sus cuadros es un procedimiento habitual en esta creadora. El conejo de la serie El Thriller le permite simbolizar ese habitual enfrentamiento entre lo externo, que no depende de nosotros, y lo interno. Rocío García nos dice que el conejo representa “el sentimiento por excelencia de la sensibilidad femenina […] yo tengo dentro un conejo que me permite la libertad, algo que él nunca va a poder atrapar”.

De las piezas de este conjunto, las más hondas, las que nos dejan sin aliento, son “El agua” y “Sakura”. La primera nos enseña, envuelta en un suave rosado sobre una barca, a la mujer samurái rodeada de la soledad inmensa de un mar que le sirve de reflejo a un astro. Mientras, “Sakura”, que es la que da título a la exposición (es la primera pintura que se aprecia al entrar en la galería), toma su nombre de la tradición cultural japonesa. 

Sakura identifica al hermoso árbol del cerezo, un árbol sagrado cargado de leyendas de amor. Un símbolo de una cultura que de manera tan delicada deposita en la naturaleza el poder más extraordinario del hombre. Florece en primavera y se queda desnudo en invierno, y se cuenta que en el Japón antiguo los guerreros ofrendaban poemas al emperador escritos en su corteza. 

La pintura contiene dos elementos: un hermoso cerezo y una mujer samurái que realiza el acto del harakiri. Su figura junto al cerezo es imperceptible, porque frente a la naturaleza siempre somos diminutos, aun cuando seamos su más extraordinaria invención. Pero si ejecutamos un acto de sacrificio de la envergadura de ese ritual, llevamos al límite el amor; un amor que en el resto de las obras de esta muestra ha transitado por estados y acontecimientos diferentes. Quizás, en ninguna otra serie como en esta, los momentos secretos e íntimos que el amor inspira habían sido representados con tan alto nivel poético, aupados y rememorando desde las luchas hasta los silencios.

Con su pintura, la literatura ha perdido a una buena narradora, porque recuerdo que en los años ochenta Rocío García escribía bellísimos cuentos: mezcla de nuestra realidad, de fantasía y de humor callejero. Pero hay que agradecer su decisión de narrar desde la pintura.




Notas:
[1] Los autores que he consultado para este texto son: Rafael Acosta de Arriba, Enrique Álvarez, Virginia Alberti, Amalina Bomnin, Rufo Caballero, Norge Espinosa, Estela Ferrer, Andrés Issac Santana, Silvia Llanes, Corina Matamoros, Eugenio D’ Mello, Dannys Montes de Oca, Gilberto Padilla, Luís Enrique Padrón y Katherine Perzant. 
[2] Caballero, Rufo: “De profundis”, palabras al plegable de la exposición Hombres, machos, marineros, en Galería Habana, La Habana, 1999, p. 3.
[3] Confesiones de Rocío García. Entrevistas y últimas series (Proyecto editorial y entrevista de Corina Matamoros), Talleres de Artes Gráficas de Palermo, 2016, p. 59.
[4] Sobre ello reflexiona la artista ante la pregunta de la crítica y curadora Corina Matamoros: “¿Por qué las geishas?” (pp. 44-46).
[5] Montes de Oca, Dannys: “Pinturas de Rocío García”, palabras al plegable de la exposición Geishas o estampas de la vida que fluye, Galería 23 y 12, La Habana, 1997.




El limbo particular de Yornel Martínez

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Magaly Espinosa

La imagen fija necesita ser construida con distanciasque contengan lo que la imagen en movimiento nos brinda, narrar a través del tiempo; esto explica el valor que le asigna Yornel Martínez a las paradojas, a la ambigüedad, el colocar objetos juntos que en la realidad no coinciden, significados opuestos que tienen una vida distante.


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