Siberia tropical

En el trayecto legitimador del arte contemporáneo fluyen conexiones y desavenencias entre artistas, críticos, comisarios e instituciones provenientes de diferentes estratos culturales e ideológicos. Desde el impulso romántico por la transgresión hasta la apatía conservadora del buen vivir, sobrevienen accidentes donde la ambición personal suele oponerse a lo que debería ser una evolución natural, regida por los llamados “tanques pensantes”.

Durante una etapa de rebelión inicial, los artistas experimentan aversión hacia el mercado con sus jugarretas de gama alta o baja. En el cénit de su inconformidad ante la estructura del acomodamiento, el principiante busca rodearse de adultos confiables que lo secunden en materia de formación intelectual, goce mundano y autonomía. Fiel a la impronta de aspirar al poder que otorga la sabiduría de la humildad, el dinero nunca sería el invitado de honor al banquete.

La etapa de la “inocencia clásica”, los intocables que peinan canas la rememoran como una “edad de las maravillas”, donde urge fundar una poética y responder al llamado de la soledad de la conciencia. Poco cuenta cómo andan vestidos el artista y los suyos, ni tiene relevancia la mala calidad del ron que beben o los tugurios que frecuentan. Esto viabiliza una comunicación entre el artista pedagogo y sus discípulos, quienes estarían listos para esgrimir la consigna del gurú, publicista e ideólogo en el arte posbélico Joseph Beuys: “La revolución somos nosotros”.

La ingenuidad del aprendiz perdura mientras oculte las espuelas ante quienes observan sus aciertos y desvíos. Este limbo le facilitará creer en la pertinencia de una crítica juiciosa, curar exposiciones sin cobrar un centavo e impartir clases a cambio de bienestar espiritual. Como saldo de una armonía de contrarios, las mentes sanas en cuerpos sanos estarían menos expuestas a la violencia manipuladora, sea en la jungla isleña o en la rapiña diaspórica del no-lugar.

Al comienzo de la década de los 2000, recién estrenado en la crítica de arte, un lince precoz (Ariel Orozco) me alertó en una discusión sobre el arte y la vida: “Tú eres muy romántico y eso a la larga te podría llevar al fracaso”. Aquel estudiante del Instituto Superior de Arte que no llegaría a graduarse, se instaló años después en México D.F. Nada lo estimulaba a intentar una carrera en su tierra.

La cultura amateur, basada en familiaridades simbólicas, sesgo analítico y cordura estratégica, desaparece por ese afán de notoriedad o ese temor al fracaso. Una obsesión manifiesta en artistas de provincia, quienes invaden la capital cebando la quimera de pernoctar en La Habana hasta despertar en Nueva York.

No es un azar de la pasión cínica el axioma de Maquiavelo elegido por el productor multidisciplinario Pablo Helguera, al introducir su Manual de estilo del arte contemporáneo (Tumbona Ediciones, Ciudad de México, 2005): “Los hombres no miran las cosas tal y como son, sino como desean que sean y esto los conduce a la ruina”. Tampoco es casual que este libro sea una Biblia cool para salir airosos en contornos donde “lo único que está en juego es la astucia para ganar” (Jerry Saltz, crítico de arte en New York Magazine). El resto es aspaviento demodé.      

Cada vez que tigres y lagartos despiertan ansiosos en la fauna del arte contemporáneo, el legado de Maquiavelo y Fouché incinera en un parpadeo los tratados de Leonardo Da Vinci, una pléyade de manifiestos y el benemérito Duchamp jugando ajedrez con John Cage en partida avant garde.

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En 2003, Galería Habana acogió una exposición colectiva de fachada masiva. Sentido Común fue una tentativa de convertir un recinto público en espacio doméstico y, en términos alegóricos, en una casa. Allí había de todo para que el show retumbara por la ciudad: Ángel Delgado subido en un andamio rasgando la pared, fingiendo abrir una ventana; un surtido bar destinado al uso en tiempo real; veneno de ratón colocado en diversos sitios, para bichos incapaces de caer en la trampa del glamour. Barroco minimal o desparpajo mínimo. Nadie arriesgó un deslinde.

Luego del gesto que culminó en distracción esperpéntica, el colega Frency Fernández y un servidor publicamos sendas reseñas en el tabloide Noticias de Arte Cubano. Nuestra mirada no derivó en un baño de perfume. A los pocos días, supimos que el curador líder, René Francisco Rodríguez, estaba disgustado con ambos textos, según él: “apresurados, desenfocados y escritos con mala leche”.

Era un hábito de la época o de siempre: la intolerancia de una figura mimada ante una mueca inesperada; un par de libelos firmados por un par de “criticones”, quienes deberíamos más bien ser voceros perspicaces en asuntos de Pragmática Pedagógica, maniobras intervencionistas y sueños compartidos en el seno familiar del arte contemporáneo hecho en Cuba. Volvía a instaurarse un dilema partidista, respaldado por acumulación histórica: “Si no estás a favor, estás en contra”.

Lo extrartístico de Sentido Común aconteció en unas semanas, al clausurarse aquella exposición aclamada sin argumentos por los seguidores del profesor y artista René Francisco Rodríguez. La entrada de Galería Habana era custodiada por un cancerbero que parecía egresado del Salón Rojo del Capri o la Casa de la Música de Centro Habana. El androide tiraba a los visitantes contra unas hojas impresas, atestadas de nombres sublimes y ridículos. Así, quienes no aparecieran en la relación debían matar las horas fuera de allí o retornar a sus casas. 

Algunos, que no figurábamos en el listado, decidimos entrar. Como en Cuba todo orden es un desorden, la peripecia se redujo a burlar la puerta trasera “vigilada” por especialistas de la galería, los primeros en reírse de la imprevista selección de invitados. ¡Qué importaba si René Francisco nos expulsaba de su pirotecnia objetual por cuestionarlo! Galería Habana era un recinto del Estado; había que estar allí para luego notificar el despotismo institucionalizado que habíamos padecido.

Triturar el prejuicio de la cordura y los buenos modales devino una obligación para no soportar estoicos el abuso de poder. Además, ¿qué otra cosa hacer en un cerco periodístico infestado de osteoporosis, sin crónicas rojas ni sensacionalismo fashion, sino estar presente donde no te llaman? Mientras recordaba esta certeza, las siluetas de los corifeos que animaban la danza plástica en la feria de vanidades alcanzaban el tamaño de la nada cotidiana, inmersa en una nube ebria levitando a ras de suelo.

La fiesta-clausura de Sentido Común se había desplazado del campo del arte al pantano de la vida. En el bar se vendía bebida en pesos convertibles y la masa crítica se las vio negras al querer mojar la garganta para mostrarse distraídamente hipócrita. Los joviales cautelosos se dedicaron a charlar de otras salvedades, al compás que los viciosos necesitamos replegarnos al bolsillo piadoso y refrescar con unas cervezas. Fue una tarde-noche triste pero aleccionadora, pues un buche de sangre es una mezcla de carencia y desprecio.

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Tiempo después, el Presidente del Consejo Nacional de las Artes Plásticas Rubén del Valle (destituido en febrero de 2017), le advirtió en tono jocoso a Maykel Herrera, cultivador del marketing auto-promocional que también pinta: “Oye Maykel, recuerda que en Cuba la televisión es estatal”.

Esa es otra “gratuidad” de una política cultural férrea, maleable y corrupta, pues mediante contactos personales y amorosos, y también a través de sobornos, metecabezas como Maykel Herrera penetran los medios de difusión masiva, virtualmente convencidos de que el consenso popular logrará redimirlos ante una fantasiosa posteridad.     

La operación inversa cristaliza cuando artistas de credibilidad oficial desplazan la mediación gubernamental a predios íntimos. Roberto Fabelo ofreció una cena a los emisarios de la Tate Modern londinense, trasladando el lobby a su residencia ubicada en el reparto Miramar. Fabelo invitó a ciertos colegas de relieve que merecían ser incluidos, en un rango superior a la caterva de nombres del ruidoso cierre de la muestra Sentido Común en Galería Habana. (Aunque este lance, de tan excluyente y burguesamente discreto, no resultó tan dañino ni humillante.)

Otra movida de menor categoría la personifica el ceramista José Fuster en el poblado costero de Jaimanitas. Basta que uno de los nuestros visite su emporio kitsch, para escucharlo decir a modo de bienvenida o despedida a los paquetes turísticos que recibe: “La cultura comunitaria de la Revolución Cubana soy yo”. En Jaimanitas, el “Picasso del Caribe”, “transforma un pueblo en obra de arte”. Los nativos ociosos que perciben el trajín diario, quisieran ser dueños de Fusterlandia por un día, cuando la abarrotada quincalla tuviera una jornada feliz.

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Cada vez que los críticos de arte se adentran en aberraciones internas, se acostumbra a estigmatizarlos como localistas, neutralizados por una miopía que no les permite traspasar los muros de agua. De lo contrario, pecan de universalistas o esnobistas que gustan de evadir la escena nacional. Estos reparos incitan a sublimar los valores autóctonos y portarse bien en momentos difíciles.

“Es un hombre sin mujer, un borracho o un loco”. Siempre habrá una grieta para calumniar a quienes rechazan los discursos afirmativos. La “escuela del Sí” debería prevalecer sobre lo que el historiador y ensayista Rafael Rojas denomina una “cubanidad negativa”, perceptible en esas “(di)(semi)(naciones)” contra leyendas mitomaníacas de Lorenzo García Vega, Reinaldo Arenas y Antonio José Ponte.

“Entona lo positivo del arte y su gente; canta como Walt Whitman”, aconsejan los bardos de lo diplomáticamente correcto. De este modo, te convidarán a festejos glamurosos y serás incluido en razonados catálogos de artistas. Siguiendo dichos preceptos, nadie objetará en tu presencia que los críticos son escritores frustrados, muertos de hambre a los que no se les podría coger odio ni lástima; recelosos del confort alcanzado por quienes logran cotizarse en bienales, ferias y subastas; perdedores sin malicia callejera, víctimas del oficio equivocado.

Deja que roedores y serpientes le otorguen a la licitud del plagio el grado de miembro honorífico en la Facebook Corporation.

Deja que el “arte sano” se aparte de la política, porque nunca será más repugnante y voluble que esta.

Deja que el diputado Kcho siga decorando el Archipiélago Cubag con artefactos que no zarparán hacia ninguna parte, ni siquiera en travesías imaginarias.

Deja de fustigar el síndrome de las listas y gánate el derecho a engrosar las más reputadas.

Deja que las cosas marchen y conviértete en otro soldado instruido de la demagogia.

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Antes de caer en desgracia por un delito de pedofilia, el grabador y pintor Agustín Bejarano comentaba que muchos competidores exageran el precio de sus ventas para impresionar con cifras redondas: “Yo vendo un cuadro raras veces en diez mil o quince mil dólares. Eso es de vez en cuando”, afirmaba este obrero de la plástica que sedujo al mercado con un masaje retiniano a distancia, por intermedio de la galerista mexicana Nina Menocal, que lo vendió como pan caliente.

La especulación verbal se contrapone a posturas hieráticas de diablos con manía de ángeles, quienes procuran mantener en secreto los tejemanejes de sus maniobras comerciales. Detrás de la fachada intelectual se halla la tiendecita o caja fuerte de los horrores. Un guiño a la vigente doble moral. Tales disonancias colocan al juicio crítico entre el drama por exceso y la comedia por defecto.

Atravesando en cierta ocasión la calle O’Reilly, rumbo al casco histórico habanero, noté que el estudio de cierto artista tenía la reja entreabierta. Llamé al interior del local para un saludo itinerante y el aldabonazo oral fue un jarro de agua fría en el mediodía candente. “Estoy esperando a un cliente. Está en camino. ¿Por qué no pasas después, mañana u otro día? Aquí estaré”. Tras la despedida, el anfitrión respiró optimista.

Nada incomoda más al productor sediento que una visita imprevista, porque ningún diálogo sería tan reconfortante como el goloseo de un cliente fijo. “Llámame antes de venir”, corean las voces roncas clamando por la falta de miel.

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El historiador del arte, curador y artista visual Antonio Eligio Fernández (Tonel) sostiene que los artistas pueden darse lujos que nunca serían admitidos en un crítico. Ese libertinaje les permite tergiversar la historia, fulminar la ética o disfrazar la estética según el capricho individual.

Hay que ser artista para falsificar relatos. Una poscrítica del rumor, basada en lo “simbólicamente verdadero” y no en lo “históricamente exacto” (acatando la máxima de Jorge Luis Borges), implicaría un descrédito.

A los críticos les exigen atención, responsabilidad y lealtad a los cánones de las Bellas Artes. Por lo cual tienen todas las de perder cuando deciden revelar la magia china de los impostores, quienes no escatimarán en tornarse agresivos sin dar la cara, inalterables en su voluntad difamadora o sardónicamente agradecidos por recibir los beneficios de una publicidad gratis en revistas especializadas.

El síndrome del cumplido apologético incluye la perversión hegemónica de echar a fajar a unos o varios inoportunos. En este caso, el espacio editorial deja pasar torpezas de estilo matizadas por ofensas personales y chismes de aldea. “Divide y vencerás” es una técnica de coacción que lleva a la inercia psicológica de una actitud desafiante. Manejar el registro de una eticidad dúctil es un recurso frecuente del ademán totalitario, presto a trocar el chanchullo en bostezo letrado.

Un crítico tendría que reencarnar en aventurero, novelista y artista-empresario para que sus juicios permanezcan en el plano artístico. El ideal sería una mezcla de Giacomo Casanova, Honoré de Balzac y Damien Hirst. Amparado por sus dones y garantías, ¿quién lo acusaría de envidiar al gestor con ínfulas de mecenazgo en un contexto al borde del ahogo financiero? Sin embargo, al crisparse los antagonismos, el tiempo consagrado a una polémica duraría un merengue en la puerta de una escuela donde se imparten cursos de indolencia.

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Entre necesidad económica y conveniencia política, la Isla de la tercera edad se inundará de emigrantes deportados. Miles de inconformes volverán a sumirse en la espera de un cambio postergado. Algo parecido les ocurrirá a los críticos varados en el país del arte que no existe. Muchos tendrán que atrincherase en la divulgación eventual por encargo, antes que sucumbir al lamento de ocasión.

Man, escribe una noveleta light y picante sobre el trasfondo banal del arte y sus guerras de conquista en el mainstream”.

Esta solución me aconsejaba un hijo pródigo semirrepatriado, de vuelta a la Siberia tropical para exhibir en el Museo Nacional de Bellas Artes.

“Sácale lasca al cabildeo del falso apoliticismo; olvida esa chochera con la justicia sin medios que la justifiquen”, ultimaba aquel ciudadano ilustre del Little Haiti miamense.

Sopesando el camino recorrido hasta el presente, esta sería la última carta de la baraja testimonial en aras del subsistir.

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