Footnotes para la construcción de una vanguardia cubanoamericana

De Félix González-Torres a Gloria Estefan, de Oscar Hijuelos a Pérez Prado, de María Brito a Cruz Azaceta, lo cubanoamericano, dice Gustavo Pérez Firmat, es misplacement. Es decir, extravío, mala colocación, pantano.

Y no solo porque los dos gentilicios ―comenta en Vidas en vilo. La cultura cubanoamericana― marquen “el lugar de contacto y contagio entre las dos culturas”, sino ―a mi entender― porque descentran algo que generalmente queda sublimado en todas las dinámicas identitarias: su obsesión por el absoluto, por el blablablá nacionalista y reaccionario, por la fatuidad genealógica.

Fatuidad que lo mismo aparece en la construcción de la propia imagen (los cubanos suelen ser máquinas de vanagloriarse a sí mismos), que en sus relaciones con el otro.

Otro que en los últimos sesenta años ha estado mediado por el cuchillo ideológico ―obligatoriamente mediado, habría que decir― o por lógicas que al final se dan en todos los lugares donde exista una identidad frágil, de odios y chismecitos telenoveleros.

¿No decía acaso Mañach en 1944 que Cuba era “una patria sin nación”?

Precisamente de esta fractura, que en el fondo es reflexión y ganancia, se nutre gran parte del arte cubanoamericano; desde Ana Mendieta, quien entre 1971 y 1981 realizó ciento cuatro filmes donde lo femenino, lo animal, el ritual o la violencia quedaban sobreexpuestos, hasta Antonia Wright, cuyos gritos bajo el agua en su performance I scream, therefore I exist (2011), en lo que determinada clase media disfruta, resuenan como si de un asesinato en cámara lenta se tratase.

Y no digo esto solo por el componente posnacional que tienen todas las artistas a las que me acercaré en este texto, sino por algo más simple o menos abstracto si se quiere: el feminismo, además de una reflexión genérica, civil y política, es una vanguardia, quizá la primera y última de ellas. Una vanguardia estética. Un movimiento que quizás tenga sus orígenes en el siglo XV con Christine de Pizan, como escribía un poco exageradamente la Beauvoir en El segundo sexo, pero que adquiere su fisionomía contemporánea a partir de los años sesenta y setenta del siglo pasado, con artistas como Schneemann, Pane, Valie Export, Kiki Smith, Lynda Benglis o Eulàlia Grau, entre otras, quienes a lo antes dicho, agregan ironía, desterritorialización, sarcasmo y visualidad.

Y a este avant-feminism, sin dudas, uno de los más sostenidos en el tiempo (recordemos que la mayoría de los grupos de vanguardia son fenómenos de corta duración), habría que sumarle por partida doble esta zona cubanoamericana que a raíz de la debacle de 1959 viene trabajando en ciudades como Nueva York, Los Ángeles o Miami, y que construye ―transidentitariamente hablando― su propio hábitat, su aísthesis.

Concepto que en la mayoría de estas artistas va a quedar expuesto no solo con sus historias personales ―historias que siempre van a ser ficciones y siempre van a ser una pregunta sobre lo real―, sino con su lucha por y contra el archivo político, con su cuerpo.


Ana Mendieta

A pesar de que las obras de Ana Mendieta que más disfruto son otras, aquellas donde por ejemplo una silueta aparece en arena o piedra y la obsesión sobre lo mítico resulta más evidente, para este texto he escogido dos que me parecen emblemáticas por su interacción civil y por la frontera sacrificial e incluso no-nacional que mencionaba antes: Moffit Building piece (1973) y Blood Writing (1974).

Piezas donde la sangre, la mucha sangre, abre una gran interrogante sobre los límites sociales que toda sociedad es capaz de soportar, y sobre zonas donde la curiosidad, tanto en su variante antropológica como urbana, levantan un relato de insolidaridad y miedo.

Este sería el caso del film-performance Moffit Building piece, una de las primeras obras sobre la violencia de género (aunque considero una simplificación reducirlo a esto) que realizara Ana Mendieta en Iowa. Obra que además documentó en fotos junto a su hermana, desde un viejo auto situado al otro lado de la calle, en el mismo lugar donde vivió durante su periodo de estudios y antes de mudarse a NY.

Escribe Jenna Sauers en The Village Voice

“Although Mendieta was generally loath to talk directly about the meaning of her work, when she spoke about these pieces in later interviews, she always explained that she’d felt moved to make works addressing violence because of an incident on campus: the March 1973 murder of a 20-year-old nursing student. The victim’s name was Sarah Ann Ottens. Mendieta told a reporter for the university newspaper in 1977 that she began making these pieces after Ottens’s death, ‘as a reaction to the idea of violence against women.’ Years later, Mendieta again referred to Ottens when she wrote, in a letter to a museum curator, ‘I became very involved with the rape issue in 1973 when a young student at the University of Iowa was found murdered after having been brutally raped’”.[1]

Violación, en este caso, que se acentúa desde la ausencia y el “teatro”.

No solo el del cuerpo, ese in absentia que Ana Mendieta sabe reconstruir tan bien: con la sangre, los restos, las manchas, los transeúntes, la cámara…, sino el de la ley, siempre ausente en el momento mismo de toda desgracia.

¿No es precisamente esta abyección ―la de la ausencia de ley en el momento mismo en que con más eficacia debería ocupar todo el espacio― la que resume mucho del trabajo de todas estas artistas de la Segunda ola del feminismo: más o menos de los sesenta a los ochenta?

Mendieta ―quien no solo trabajó con la ley sino con los emblemas de relación entre hombre y animal― lo sabía bien, por eso en Blood writing (1974) retorna a este vacío legal y afectivo que se abre entre cuerpo, sangre y agresividad para hacer una de sus obras más categóricas de la época.

Una pieza donde la escritura (She got love, en grandes letras rojas) deviene vestigium horroroso, y la denuncia, hecha a mano en un portón viejo y con sangre que la Mendieta adquiría en las carnicerías de la zona, más que de muerte estaría hablando de secuestro, tortura, psicopatología y violación.

Es decir, de esa inmensa máquina afectiva donde el machodéspota aplasta a su víctima.

La tritura. 

Aunque en muchos casos, como sabemos de vez en cuando por los periódicos, esta logre escapar con vida.


Coco Fusco

Sería inconsecuente pensar la obra de Coco Fusco y no pensar en la actualidad.

Sus performances, sus reflexiones, sus libros, sus películas, son ante todo una pregunta “contra” el presente. Lo mismo ese que deshumaniza prisioneros en Abu Ghraib, con aquellas famosas fotos donde una soldado paseaba con una cadena de perro a un hombre desnudo, como su evento-burla, junto a Gómez Peña, del nombrado V Centenario del Descubrimiento de América: evento, como su nombre indica, neocolonial y ridículo; o su conferencia, disfrazada de doctora Zira, el conocido personaje de la saga El planeta de los simios, sobre la depredación humana.

Depredación que es analizada en todas sus piezas, tanto en la que reconstruye el aura del mundo-fuga de Reinaldo Arenas, cuando permanecía escondido en el Parque Lenin en los años setenta y era ayudado por los hermanos Abreu, como en las que habla de la Plaza de la Revolución o Angela Davis.

Obras, como esta que acabo de nombrar, La plaza vacía (2011), hecha en colaboración con Yoani Sánchez, donde el “punto rojo” de la ciudad castrista (punto en verdad levantado por la ciudad batistata) deviene punto muerto. 

Zona donde a la vez que se sublimaba la ideología y la gente a principios de 1959 gritaba paredón (imágenes que en el filme aparecen atravesadas por la música de La Internacional), en sus momentos de “reposo” se convierte en órgano estéril, no solo porque aparentemente en su territorio no suceda nada, sino por sus inscripciones escatológicas, su arquitectura de panteón militar y por la alta vigilancia del lugar. 

Lugar que, recuerdo, está franqueado a su costado por dos ministerios nefastos: el del Interior y el de Informática y Comunicaciones, ambos con un “exvoto” del Che Guevara y Camilo Cienfuegos en su fachada, además de por el Consejo de Estado y de Ministros.

Espacio todo que a la vez que ha servido para hacer ostentación militar ―la ostentación totalitaria de la intelligentziatotalitaria―, ha servido como escenario de una serie de performances que en los últimos años han dado mucho que hablar, como si su umbral de muerte solo pudiera ser neutralizado a partir de lo cívico, de la representación contraideológica y estética.[2]

¿No es precisamente una civilidad extrema, como bien sabía Pasolini, lo único que puede poner freno al dogmatismo y al mal hábito político?

Una respuesta a esto que vengo diciendo sería su Operación Atropos (2006). Video de 59 minutos donde siete mujeres ―incluyendo a la propia Fusco― se someten a un simulacro de interrogatorio y tortura. El mismo interrogatorio y las mismas torturas que Estados Unidos y, se sobreentiende, cualquier otro gobierno incivil, le haría a sus prisioneros de guerra: gritos, amenazas, empujones, invisibilidad, sed, hambre, pérdida del nombre, animalización, frío, castigos, ultrajes, etc.

Performance, se puede leer en la web de la artista, llevado a cabo en conjunto con el Team Delta, grupo de interrogadores retirados del ejército norteamericano que se dedican a mostrar a cualquier persona cómo resistir la asfixia misma de ser prisionero, la mordida ―en este caso― del Estado vampiro:

“El entrenamiento implicó una simulación inmersiva (…) de guerra: fuimos emboscadas, capturadas, despojadas, arrojadas al corral y sujetas a varios interrogatorios. Luego, en un aula, se analizaron las tácticas utilizadas contra nosotras y se nos enseñó a hacer lo que nos habían hecho”.[3]

Tecnología de resistencia que debiera ser lo primero que aprende el sujeto civil en un Estado totalitario o bajo amenaza de guerra ―pensamos nosotros; la única defensa que le queda ante lo perverso en sí.

Perversión, deformación, excepción, suspensión… que muchos gobiernos o gobiernosestados levantan a conciencia, en algunos casos para sobrevivir y eternizarse (el caso cubano, por ejemplo), o a veces como simple arrogancia, demostración de fuerzas.

¿No es precisamente el estereotipo detrás de toda esta arrogancia lo primero que parece detectar con sus obras Coco Fusco: la banalidad y la impunidad-poder siempre a punto de desbordarse?


Antonia Wright

Si la obra de Coco Fusco se mueve, como dijimos, dentro de agenciamientos de actualidad, lanzando preguntas que la mayoría de las veces van a estar conectadas a una situación inmediata, los performances y videos de Antonia Wright parecen articularse en varias direcciones.

A veces dentro de lo político, como en You make me sick (2008), obra donde aparece vestida de verde olivo y fumando un tabaco hasta vomitar varias veces, en respuesta ―protesta― al cambio dictatorial en Cuba: recordemos que 2008 es el año en que el monstruo Fidel cede el poder al monstruo Raúl. Y a veces, como en It is not down on any map; true places never are (2019),[4] dentro de lo conceptual, desterritorializando con una máquina paródica y cuadrada llena de astas y poleas la identidad, el nacionalismo patriotero y simplón, y símbolos como la bandera, trapo fetiche de cierta ciudadanía geopolicial.

Ciudadanía que ya la Wright había explorado años antes en Are you ok? (2015), performance que realizó en varias ciudades, incluyendo la capital de Cuba, y que consistía en pararse en algún punto de la ciudad (en el caso de La Habana el lugar escogido fue la esquina de 23 y L, Coppelia) y simplemente llorar.

Llorar hasta que se le rompiera la madre o alguien reaccionara.

Llorar hasta que la gente o los autobuses o los vendedores de maní gritaran algo.

Llorar hasta que el gobierno apareciera.

Cosa que no solo ponía a prueba afectos y empatías sociales ―y al desarrollarse en ciudades tan diferentes: culturales―,  sino que ponía entre comillas los estados de frustración del yo en comunidades que, por una razón u otra (por género, por economía, por política), siempre te están aplastando…

Engulliendo.

¿No es precisamente un proceso de devoración lo que realiza el Estado totalitario con la vida privada e íntima de sus mal llamados ciudadanos; y en otros lugares (aunque también en la isla), no se establece de facto un proceso similar a partir de la máquina capital y la burocracia del espectáculo?

“Las raíces del espectáculo ―escribía Debord un año antes de Mayo 68― se hunden en la más antigua de las especializaciones sociales, la especialización del poder. Por ello, el espectáculo es una actividad especializada, símbolo de todas las demás. Es la representación diplomática de la sociedad jerárquica ante sí misma, una sociedad de la que se ha desterrado cualquier otra palabra. En este sentido, lo más moderno es también lo más arcaico”.[5]

Especialización que, como bien señala el pensador francés, incluso llega a la infancia, a la manera en que negociamos (con) nuestra intimidad, nuestro trauma u horror.

Esto sería un poco lo que ha hecho Antonia Wright en su arriesgado Under the water was sand, then rocks, miles of rocks, then fire (2016), performance que regresa al momento en que ella, con quince años, cayó en un lago helado de Massachussets y por poco muere

“Recuerdo sentir que esto no me estaba pasando a mí. Esto es algo que había visto antes, tal vez en una película. Estaba asustada, porque intenté salir del agua y volver al hielo, pero el hielo se rompió y seguí cayendo. Sentí que nunca saldría, pero también entré en modo supervivencia. Seguí golpeando, moviéndome a través del agua. Me abrí camino hasta el borde del lago. Pero había arbustos gruesos. Pensé, ‘¿Ahora cómo salgo de esto?’”.[6]

Experiencia que tiene que haberse convertido en verdadera alucinación para, años después, haberse sometido de nuevo a ella, a ese momento en que infancia, congelación, muerte, sobrevivencia y memoria, se unen y trocan en lucha, choque de dinámicas incompletas que después van a necesitar ser ritualizadas, procesadas por la máquina cuerpo y la máquina frío.

O por el fantasma.

Ese que solo podemos satisfacer cuando nos convertimos también en uno ―como le gustaba decir a Lacan, que amaba y odiaba a Freud indistintamente―; cuando convertimos en deseo nuestro problema.


Paola Martínez Fiterre

A pesar de que no tienen nada que ver, cuando vi el video De adentro hacia afuera (2018) de Paola Martínez Fiterre, e incluso algunas de sus fotos, no pude dejar de pensar en Tale (1992), la famosa escultura en papel maché de Kiki Smith, y en Intra-Venus (1993), aquella serie de Hannah Wilke exhibida de manera póstuma, donde aparecía con los parches y estragos que el tratamiento oncológico había dejado en su cuerpo. 

Cuerpo que en su obra anterior había sido hermoso (esta era una de las críticas que le hacían frecuentemente en los años ochenta) y ahora se mostraba roto, macerado por la enfermedad y los fármacos.

Algo de esta rotura detecto también en Martínez Fiterre, no solo porque en De adentro hacia afuera, e incluso en su serie fotográfica ―que también es un performance― Pensamientos sobre el silencio (2018), se abra simbólicamente el estómago, como si de cesárea habláramos, para extraer una larga tripa roja que lo mismo puede ser vida in nuce ―es decir, lo que un cuerpo crea como espejo y constructo de sí mismo― que mutilación, desangramiento.

Ambigüedad que ante todo transmite un shock, no únicamente por su crudeza (un coso expulsado del adentro femenino y que incluso en el agua va dejando rastros de “sangre”), sino por su lirismo, por esos pinchos que tejen pedazos de “vísceras” y atraviesan el detrito a la vez que conforman una especie de ADN fetal…

Identitario.

Escribe Hall W. Rockefeller en su blog Less than half

“Piece by piece she [PMF] began incorporating her body into her photographs, and it was in a hand here and a foot there that she unleashed an ʻexplosionʼ of work she could not have anticipated. (She even admits she was tiring of photography before she came to live here.) No matter her location, what would always remain with her was her body, its context, and her memories (however imprecise they could be). These became her new materials, and photography quickly became her journal —a way of documenting a new life in a new country”.[7]

Identidad que a la vez que documento es expulsión, hilos de sangre y con sangre, vacío.

El mismo vacío quizás, y el mismo lleno, que encontramos en Sombras (2016), su cartografía del cuerpo, para llamarlo de alguna manera. 

Cartografía donde Paola va delineando el perfil que diferentes partes de su figura van proyectando en una pizarra hasta transformarlo todo en nudo, entrecruce de verticales y poligonales que se encapsulan unas sobre otras. 

Experimento parecido al logrado por el farmacólogo suizo Peter N. Witt en su conocido test sobre las arañas. Animales que se usaron en algunos laboratorios europeos y norteamericanos para intentar descifrar la esquizofrenia y, al serles suministradas diferentes sustancias psicoactivas ―LSD, mescalina, marihuana, clorhidrato―, dejaron telas que a veces recuerdan a lo que finalmente Paola capta aquí, en ese acto desmedido por apresar el más mínimo contorno, el cuerpo común y en pose.

¿En el fondo no somos (identitaria, antropológica, afectiva y visualmente) una tela de araña que se enreda y se enreda hasta representar un algo, es decir, una línea-figura-sombra-aborto?


Yali Romagoza

Deambular por algunas de las estaciones del metro de Nueva York es encontrar a Yali Romagoza. A veces en su papel de Cuquita, the Cuban Doll, quien durante seis horas recorrió todas las estaciones de la calle 14 en Manhattan  con su performance Meditando mi salida del capitalismo y el comunismo. 12410 días de aislamiento (2018). Y a veces en su papel de diseñadora, modista, artista visual, etc.

Recorrido que hizo siempre con un cartel que decía:

Hello, my name is Cuquita the Cuban Doll. I was born in La Habana and now I live in New York. I identify as a woman. I find myself surrounded by thorns. Also I bleed every month. I will mediate my way out of capitalism and communism for 30 min. Join me if you want. Please do not touch me.[8]

Anuncio que no solo dejaba en claro su condición transterritorial y genérica, ese “I bleed every month” que, imagino, habrá asombrado por su skatós a más de un pasajero del metro niuyorkino, sino su llamado a la guerra, a la desconexión del “capitalism and communism for 30 min”. 

Espacio donde Yali ―con el pelo violeta, un vestido blanco y ojos y boca de caricatura― se concentraba en sí misma, es decir, en su pasado y su presente y en “cómo los sistemas de poder oprimen y marginan al individuo”,[9] para devenir Único (Única), alguien ―y así resume Calasso la teoría de Stirner― que “quiere liberarse de las cadenas sociales y mentales que lo atan a una vida correcta, prefigurada y decidida en lo esencial incluso antes de su nacimiento”.[10]

Ironía que además de en artefacto stirneriano la hará convertirse en obra de arte total, no solo por su transformación completa y su maquillaje hecho a medida, sino por esa mezcla de autoproducción, autofilosofía, autoesculturización, automovimiento y autokitsch que sintetiza en las varias fases de su performance. Evento que más que desafiar al poder lo limita, lo reduce a la imposibilidad del yo.

¿Acaso las cuquitas[11] no son siempre seres recortables y desplegables, que pueden permutarse, decorarse, travestirse de un lugar a otro; seres siempre iguales y distintos?

Es precisamente dentro de esta lógica que podemos entender 90 miles (2018), obra donde Yali-Cuquita aparece con otros ojos, otra boca, otra ropa, otras medias (con la bandera norteamericana bien visible en cada pierna), en lo que se mantiene inmóvil encima de una maleta como si de una balsera se tratase. 

Una balsera que está, como dice algún bolero, nadando en un mar de recuerdos.

Recuerdos que ―explica ella misma en su web― son cartas familiares, el boleto de avión con el cual viajó a Miami, obras de arte de algún amante, fotografías, disfraces de actuaciones, globos con la silueta del mundo en azul y verde, y un periódico Granma “con una declaración de lo que encarna la Revolución cubana”…

Cosas todas que, además de mapear un plano afectivo, sentimental incluso, la ubican en una zona política, de reflexión sobre el exilio. No de ese que llega y corta de manera radical con su pasado (exilio matón), sino del que va ordenando recuerdos, acomodándolos en esa maleta-balsa que se irá llenando de objetos otros, de cosas que poco a poco irán asumiendo su rol transterritorial, de potlatch cotidiano.

Exilio que, en el caso de las cinco artistas que he referido en este ensayo, ha repercutido de manera diferente (recordemos que Ana Mendieta fue una de las damnificadas de la Operación Peter Pan, maniobra que como sabemos colocó entre 1960 y 1962 a más de 14000 niños cubanos en Estados Unidos), aunque, curiosamente, siempre elaborando una huella.

Una huella que siempre ha dado a la obra de cada una de ellas un tono de diferencia, un locus que lo mismo se puede narrar lejos del nacionalismo ―ese nacionalismo cubano siempre tan necesitado de acoplarse dentro del estereotipo para improducir algo― que lejos del universalismo de mercado.

Por lo menos de ese que exhiben con frecuencia bienales y ferias.

¿Podrá algún día exhibirse y conceptualizarse en el mundo cubano de adentro y afuera como vanguardia (feminista, ultrafeminista, retrofeminista, contrafeminista, femenina) esta zona del arte cubanamerican y leerse en su singularidad política, estética, compleja, temporal, diferente?

Ojalá que sí, aunque para ello haya que esperar a que los seguratas de uno y otro bando ya no existan.




Notas:
[1] Sauers, Jenna (2017): “Portrait of the Artist, Ana Mendieta, Iowa City, 1973”, en The Village Voice, Estados Unidos. En línea: https://www.villagevoice.com/2017/09/19/how-ana-mendieta-made-art-out-of-the-things-we-try-not-to-see/
[2] En los últimos años han ocurrido tres ―a mi modo de ver― muy sintomáticos, por su uso o usurpación del espacio totalitario. Hablo de los performances de Tania Bruguera, El susurro de Tatlin #6 (2014), performance que terminó abortado por la Seguridad del Estado y con la artista presa varios días; My island (2012), de Raychel Carrión, una acción muy interesante sobre el tempo-masa y el tempo-individuo, sobre las varias maneras de construir velocidad y lo problemática que puede ser esta en una sociedad como la cubana (à propos, existe una interesante película de Lívia Cheibub y Lívia Perini sobre la obra de Raychel); y el de Daniel Llorente, quien corrió el primero de mayo de 2017 con la bandera americana por la plaza de la revolución y no solo fue arrestado violentamente delante de todas las cámaras, sino que cumplió meses de internamiento en un hospital psiquiátrico y, a posteriori, enviado a destierro en Guyana, donde aún se encuentra.
[3] Página personal de la artista: https://www.cocofusco.com/operation-atropos-1
[4] Obra hecha en colaboración con el artista Rubén Millares.
[5] Debord, Guy (2003): La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-textos, pág.: 45.
[6] Martin, Lydia (2016): “Multimedia master Antonia Wright and the art of risk”, en Miami Herald, Estados Unidos. Traducción mía. En línea: https://www.miamiherald.com/entertainment/visual-arts/article102490207.html
[7] Rockefeller, Hall W. (2019): “A disrupted inheritance”, en Less than  half (blog), Estados Unidos. En línea:https://lessthanhalf.org/face-to-face/2019/11/22/a-disrupted-inheritance
[8] Según suscribe la misma artista en su página personal: http://www.yaliromagoza.org/meditating-my-way-out-of-capitalism-and-communism-12410-of-isolation
[9] Ídem. Traducción mía.
[10] Calasso, Roberto (2004): “Acompañamiento a la lectura de Stirner”, en: Max Stirner: El único y su propiedad. Madrid: Sexto piso.
[11] Juguete infantil que consistía en muñequitas de papel que podían ser recortadas, pintadas y vestidas con diferentes prendas de ropa. Estas figuritas solían venir en revistas como Mujeres u otras destinadas principalmente al público femenino.





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