José Ángel Toirac: “El dinero está sobrevalorado”

José Ángel Toirac nació en Guantánamo en 1966. Hizo sus estudios en La Habana, primero en la Escuela Elemental de Artes Plásticas de 23 y C, luego en la Academia de San Alejandro, y por último en el Instituto Superior de Arte, donde se graduó en 1990. 

Entre 1988 y 1992 formó parte del grupo artístico ABTV, junto con Tanya Angulo, Juan Pablo Ballester e Ileana Villazón. Su trabajo en colaboración con otros artistas, como Meira Marrero u Octavio Marín, ha sido sistemático a lo largo de su carrera, pero siempre cultivando una obra personal paralela.

José Ángel Toirac es uno de los artistas cubanos que con mayor lucidez y agudeza ha escrutado, desde los años ochenta, la construcción monolítica y uniforme del discurso político en Cuba

El descubrimiento, en una revista, del artista alemán Hans Haacke —cuyo trabajo se desarrolla a partir del postulado radical de que el arte tiene una función social, y por tanto e implícitamente una función política e ideológica—, impulsó a Toirac a insertar su arte en el contexto social y político de la Revolución cubana: para borrar, entre otras cosas, el malentendido provocado por el arte político, secuela del realismo socialista, y otorgarle otro sentido (dado que el arte constituye un microcosmos siempre relacionado con lo económico, lo político, lo histórico, etcétera). 

Toirac analiza e indaga en su obra, a través del uso de documentos históricos publicados en la prensa oficial, o de imágenes reales, el proceso de manipulación de la historia de la Revolución, llevado a cabo por las autoridades de Cuba, y la manera en que la historia y la memoria colectivas se construyen y falsifican. Sus referencias sistemáticas a imágenes vinculadas con la historia, la cultura, la mitología y la religión cubanas, constituyen recursos intertextuales para desacralizar, desentrañar y manipular irónicamente la carga ideológica de estas imágenes. 

Aunque su obra se refiera al caso cubano, su vigencia y trascendencia sobrepasan las fronteras de Cuba, estableciendo un paralelismo entre lo local y lo global, entre la identidad y la alteridad. Toirac relaciona la herencia histórica de la pintura con cuestiones universales, filosóficas y humanistas, como la identidad, la libertad, o la creencia.

Toirac vive en Cuba, y su obra forma parte de la colección de prestigiosos museos e instituciones como el Museum of Modern Art de Nueva York, el Centre Pompidou de París, el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana, o el Musée des beaux-arts de Montreal. 

Empecemos por un autorretrato: háblame de tu infancia en Cuba, de tu familia, de tus padres…

Mi infancia transcurrió en Guantánamo, la ciudad donde nací. En esa época, muy pocas cosas retenían a un niño en la casa; el peor castigo era que no te dejaran salir a jugar a la calle. 

Conservo pocos recuerdos de mi mamá, porque murió cuando yo tenía tres años. Tal vez por eso la muerte y el disfrute de la vida han sido temas de reflexión recurrentes en mi obra. 

En 1979, mi papá decidió que nos mudáramos para La Habana, y me tomó tiempo adaptarme al nuevo lugar de residencia. El cambio de ambiente tampoco fue fácil para mi papá, que murió poco después. Pero vivir en La Habana fue la mejor herencia que pudo dejarme.

¿Cuál fue tu primera emoción estética? ¿Qué pasó para que te decidieras a ser artista plástico? ¿Qué formación tuviste? 

De pequeño me gustaba dibujar, como casi todos los niños. Copiaba personajes de cómic y de los dibujos animados que veía en la televisión en blanco y negro de algún vecino. Guantánamo era una ciudad relativamente grande, beneficio de su cercanía con la Base Naval norteamericana, pero no había un museo de arte que pudiera visitar. Lo que yo apreciaba entonces como “arte” era un paisaje campestre que adornaba el lobby de la emisora local de radio. 

La escuela de arte puso entre signos de interrogación la idea cándida que yo tenía del arte. Estudié de 1978 a 1981 en la escuela de nivel elemental y un excelente profesor, Emilio Rodríguez, me enseñó a copiar láminas de Goya, Frans Hals y Cézanne, pintores que no lamían las obras, sino que construían las figuras con manchas sueltas de colores. 

En la Academia de San Alejandro, entre 1981 y 1985, consolidé conocimientos técnicos y recibí clases de Historia del Arte, muy emotivas, impartidas por Antonio Alejo. Lo mejor que hice en esa etapa fue una publicación periódica titulada ¿Por qué?, impresa con una máquina vieja de esténcil que se usaba para tirar los exámenes de las asignaturas teóricas. Solo se hicieron unos pocos números que circularon internamente en la escuela, pero colaboraron artistas como Ricardo Rodríguez Brey y Carlos Alberto García. 

Luego, de 1985 a 1990, estudié en el Instituto Superior de Arte (ISA), y tuve profesores de lujo como Flavio Garciandía y Consuelo Castañeda. Allí se estaban transformando los planes de estudio, comenzaban a introducir ejercicios inspirados en la práctica pedagógica de Luis Camnitzer. Fue entonces cuando me afilié a la “opción analítica del arte”, y tuve mis primeras exposiciones fuera de la escuela. 

Recuerdo con nostalgia colaboraciones con Raúl Martínez, Gustavo Pérez Monzón y Pedro Vizcaíno para el Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño, en Habana Vieja. También atesoro en mi memoria las exposiciones Homenaje a Hans Haacke (1989) y Kuba OK (1990). Esta última fue una muestra colectiva de arte cubano contemporáneo en la Kunsthalle de Düsseldorf.

¿Cómo valoras la enseñanza que recibiste?

Considero que mi formación académica fue privilegiada, pero tuvo como talón de Aquiles la imposibilidad casi absoluta del contacto directo con el arte internacional. Salvo una o dos exposiciones que se hicieron en el Museo Nacional de Bellas Artes y en Casa de Las Américas, toda esa información llegó a mí de forma libresca, mediatizada por láminas, diapositivas, revistas y libros de arte.

¿De qué manera has evolucionado como artista? ¿Cómo definirías tu práctica?

El mayor paso evolutivo que tuve fue concientizar las deficiencias de mi formación siendo todavía estudiante. Quizás porque aprendí el oficio copiando láminas, acogí como propias las ideas que esgrimió el posmodernismo sobre la tiranía de la originalidad y el placer de la segunda vez. 

Cuando estaba estudiando en el ISA, el problema explicado por Walter Benjamin acerca de la relación inversamente proporcional entre la reproductibilidad de una obra de arte y su aura, se convirtió en el eje reflexivo de mis obras. Y no pasó mucho tiempo para que comprendiera que los procesos de sustitución y representación actuaban también más allá del circuito artístico. Ese fue el momento en que mi obra devino portadora de contenidos explícitamente políticos: relacionando diversos elementos que el hábito percibe como aislados, y presentando narrativas transversales al discurso hegemónico sobre la verdad.

Cuando la práctica artística se asume como revisitación crítica de lo ya aprendido, hablar del trabajo es parte del trabajo.

¿Qué artistas te han influenciado y a cuáles sigues admirando? En perspectiva, ¿cómo juzgas a tu generación, la de la década de 1980?

El inventario de los artistas que admiro y de los que me han influenciado es largo y no siempre coinciden los nombres, pero quien encabeza mi lista es Hans Haacke. Creo que él y Joseph Beuys fueron dos grandes paradigmas para mi generación. 

Recuerdo que, en aquel momento, la peor ofensa que podías proferirle a un artista en Cuba era acusarlo de tener una obra comercial. Para quienes así sentíamos, fue duro incorporar de manera orgánica el asunto de las ventas al contenido de las obras y al proceso creativo. La solución propuesta por Luis Camnitzer, el artista y pedagogo que tanto influyó a mi generación, fue que si ibas a cruzar la línea del pecado, lo hicieras conscientemente. 

Hoy existe más o menos un consenso respecto a que la generación de artistas de los ochenta, formados en Cuba, produjo un arte significativo antes de irse a bolina tras su deseo no totalmente satisfecho de incorporarse al mercado internacional. No todos continuamos trabajando individualmente, pues para cualquier artista el mayor desafío es, y ha sido siempre, el tiempo. Justo ahora, en la era de las redes sociales, que facilitan 15 minutos de fama para todos, sería lamentable que el arte cubano contemporáneo se empantanara en la bobería de turno y perdiera la perspectiva general, la idea de Ars Longa.

¿Conoces la influencia que has tenido en otros artistas cubanos? ¿Qué relación mantienes con los artistas cubanos en general?

La forma en que la obra de uno influye en la de los demás no siempre es evidente, por eso exponerla es tarea de tenaces críticos e historiadores de arte. Frecuentemente he colaborado con otros artistas, y hasta he ejercido como profesor. Son procesos de enriquecimiento mutuo, por lo que, quizás en mi caso, se aplica mejor la palabra interinfluencias. 

Las exposiciones de grupo y las becas me facilitaron también conocer a muchos otros artistas, no solo cubanos; pero en la mayoría de los casos fueron interacciones efímeras. Sucede que el proceso de madurez tiende a que cada cual transite su propio camino, a veces paso todo un año sin ver a un buen amigo, aunque vivimos en la misma ciudad. Es un poco triste, pero consuela el hecho de que hoy es relativamente fácil estar al día de la vida y la obra de otros artistas sin que haya contacto físico. 

Yo tuve la suerte de conocer personalmente a varios “monstruos” del arte, como Raúl Martínez, un artista cuya obra admiro mucho y al que en varias ocasiones le he rendido tributo. También visité a Antonia Eiriz y a Umberto Peña, a quienes les dediqué mi trabajo de Tesis del ISA, como homenaje a su resiliencia. 

Tuve una vida social activa, pero ahora es más calmada. Espero que el hecho de preferir ver las exposiciones algunos días después de la inauguración, no sea un síntoma de vejez…

Háblame de tu proceso de creación.

Tener algo que decir es lo fundamental, el hilo de Ariadna que me va guiando durante el viacrucis creativo. Como mejor puedo ilustrarte ese proceso es con la historia de Meñique, la cual, según la describió José Martí, es como “un cuento de magia donde se ve que el saber vale más que la fuerza”. El protagonista de la historia tenía un gran saco de cuero en el que iba echando aquello que encontraba a su paso, intuyendo que algún día le sería útil. Mi saco es un archivo de imágenes que provienen del dominio público y que reordeno según lo voy necesitando, siguiendo una o varias ideas. 

Las ideas están en el aire; quizás era a eso a lo que se refería Picasso cuando dijo que él no buscaba, sino que encontraba. Para mí no tiene sentido poseer las ideas, sino compartirlas, y lo que más tiempo de trabajo me toma es destilarlas. 

Se me da bien dibujar, aunque no suelo hacer bocetos, en el sentido de estudios preliminares a la obra definitiva. En cambio, me permito versionar las ideas, sobre todo si creo que son buenas; pues, como diría Umberto Eco, veo en eso una razón convincente para repetirlas. Las variaciones de un mismo tema han sido más frecuentes en el arte de lo que estamos dispuestos a aceptar. Muchos artistas lo han hecho, incluso aquellos que, por la naturaleza de su obra, pensaríamos que nunca lo harían, como Edvard Munch.

Lo de terminar una pieza es asunto intuitivo y relativo. Se supone que cada obra tiene su punto de cocción específico y que lo determina el autor, pero no hay fórmulas. Algunos cuadros de Leonardo da Vinci, por ejemplo, quedaron sin terminar, y aun así son obras maestras, porque para Da Vinci la pintura era más que mezclar colores secretamente: era algo mental. También lo era para Marcel Duchamp, quien declaró terminada una pintura sobre cristal, en la que había trabajado durante ocho años, cuando esta se quebró por azar mientras la transportaban. Personalmente, prefiero las obras al dente que sobrecocinadas.

¿Qué particularidad tiene la pintura o el dibujo para que se anuncie continuamente su muerte y su resurrección? 

Creo que el gen del ave Fénix siempre estuvo en el ADN del arte, aunque no se manifestó hasta que a alguien, por las razones que fueran, se le ocurrió la idea de matarlo. 

¿Creas sin pensar en un público, sean amigos, coleccionistas, galeristas…?

Siendo estudiante en el ISA, yo creaba pensando en un público cómplice que tenía rostro, compuesto por colegas, profesores y el círculo de invitados a las secciones de crítica que tenían lugar en la propia escuela. Con el tiempo, cada cual tomó un camino propio, y ese público ideal se desvaneció. Siempre hay un amigo con el que intercambiar ideas, pero al final del día hacer arte es una cruz que le toca cargar al artista.

¿Qué relación mantienes con las otras artes? 

En las escuelas de arte, sobre todo en el ISA, era frecuente compartir experiencias con estudiantes de otras facultades artísticas. No me gustaban mucho los festivales que organizaba la escuela para estimular esas interacciones, yo prefería actividades menos masivas como el Cine Club, o pasar tiempo en la biblioteca. 

La música siempre me acompaña mientras pinto, pero el cine y la literatura son las manifestaciones artísticas que más han influido en mi obra. 

Supongo que tu biblioteca puede decir mucho de tu obra. ¿Qué libros predominan en ella?

Mi biblioteca dice menos de mi obra que de mí, porque sufro una especie de complejo de Diógenes que me impide deshacerme de aquellos libros que no me son útiles o que no me han gustado a mitad de camino, de los que no volveré a leer y de aquellos que nunca leeré.

Guardo con celo mis catálogos y libros de artista, junto a los que han realizado mis amigos, como los libros de edicionesAsterisco, los catálogos de La Huella Múltiple, y uno de dibujos que hizo Lázaro Saavedra de un tirón, en una noche que no podía pegar ojo. 

Debido a que muchas de mis experiencias artísticas han partido de un libro o han terminado en la publicación de un libro, tengo un espacio especial en mi biblioteca con aquellos que he utilizado como fuente de referencia para elaborar mis obras, como el inventario de los mártires de Playa Girón y el de las plantas consideradas perjudiciales para el cultivo de la caña de azúcar. Las obras que resultaron de estos dos libros terminaron en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. También están aquellos con fotos de Fidel y el Che, imágenes que uso recurrentemente en pinturas como las que tienen Farber y Rubell en sus respectivas colecciones. 

Conservo una vieja edición de La Edad de Oro, el libro de José Martí que usé para estructurar el guion de la obra homónima que se mostró en la exposición The American Effect (2003), en el Museo Whitney de Nueva York. 

Tengo un vínculo emocional fuerte con esos libros que te he mencionado, son mis joyas bibliográficas, y la más reciente que entró en mi biblioteca es Cuentos y estampas, regalo de una persona muy querida. Es el libro favorito de mi infancia, nunca antes lo había tenido, pero no me cansaba de hojearlo en la biblioteca de mi escuela primaria en Guantánamo. Cuando lo volví a revisar, con mirada de adulto, se me ocurrieron e hice varias obras sobre la muerte y el sexo, dos temas relacionados freudianamente con la infancia.

¿Cuál es tu relación con el mercado del arte?

Ha sido discreta. El dinero está sobrevalorado, al punto de que frecuentemente se confunde el precio de una obra de arte con su valor, y lo que es aún peor: se confunde vivir del arte con hacer arte. 

¿Y qué relación tienes con los galeristas?

Como sabes, muchas de las ventas de arte contemporáneo en Cuba se efectuaban directamente en los estudios de los artistas, que poco a poco devinieron espacios expositivos. Mi caso no fue una excepción. Por lo tanto, desembarazado de la urgencia de vender, me he dado el lujo de no hacer concesiones comerciales cuando me ofrecen exponer en alguna galería, y ha dado frutos. 

En La Habana, tuve muy buenas relaciones con la galería La Casona, cuando Alejandro Machado la dirigía, y con Galería Habana, en la época en que Dalia González era su directora. Pero mis experiencias con galeristas extranjeros han sido trabajos puntuales y a corto plazo. 

Me sorprendí mucho cuando Geukens & De Vil, la galería con que trabajé en Amberes, vendió la versión más cruda que he hecho de Los doce a un coleccionista que no dudó en colgarla en la sala de su casa. La obra es una apología al anonimato: doce retratos de individuos que aparecieron en la morgue de La Habana al triunfo de la Revolución, en 1959, y que nunca fueron identificados. 

Actualmente trabajo con la galería Acacia, en La Habana, y Panamerican Art Projects, en Miami. En ambas expuse el año pasado, y tenemos planes de seguir adelante con nuestra relación. 

¿Qué papel le concedes al arte en nuestra sociedad actual?

El mismo de siempre: abrir interrogantes, tender puentes y marcar la diferencia.

A diferencia de la gran mayoría de los artistas de tu generación, no decidiste exiliarte. ¿Por qué?

El exilio era una puerta abierta, pero las cosas fueron sucediendo de manera que me fue más factible vivir en Cuba que fuera de Cuba. Las personas deben vivir allí donde puedan sustentar su vida, y en Cuba tengo tiempo para compartir con mi familia, con mis amigos, y para desarrollar mi obra. Tengo además un trabajo que disfruto, y encima a veces me pagan por hacerlo. Yo sé que el paraíso no existe, pero Cuba es el lugar más cercano al paraíso que he encontrado.

¿Qué representan Cuba y La Habana en tu vida y en tu arte?

Uno no puede escoger donde nace, pero con un poco de suerte puede escoger un lugar donde vivir y desde el cual trabajar. Eso es lo que representan Cuba y La Habana para mí.


Galería


José Ángel Toirac: “El dinero está sobrevalorado” – François Vallée.




Raúl Cordero: “Yo no me considero un exiliado” - François Vallée

Raúl Cordero: “Yo no me considero un exiliado”

François Vallée

Conocí a Raúl Cordero en La Habana a mediados de los años noventa, pues viví por un tiempo frente a su apartamento en la Avenida de los Presidentes. Su personalidad y su arte me cautivaron inmediatamente. Vivía como le daba la gana, pintaba cuando quería, escuchaba buena música, sabía mucho de todas las artes y jugaba al tenis, como yo.


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