Diango Hernández: “Mi único pasaporte es el cubano”

Diango Hernández nació en Sancti Spíritus en 1970. En 1994 se graduó del Instituto Superior de Diseño Industrial de La Habana. Comenzó su carrera como miembro del proyecto de colaboración artística Gabinete Ordo Amoris [Juan Bernal (hasta 1995), Manuel Piña (hasta 1995), Ernesto Oroza (hasta 1996), Francis Acea y Diango Hernández (hasta 2003)], el cual trataba de analizar la compleja y difícil realidad que vivían en Cuba recolectando objetos de fuerte valor simbólico en el contexto social y reciclándolos en forma de esculturas o instalaciones, a fin de otorgarles una condición nueva: la de obra de arte.

Trabaja como artista individual desde 2003, cuando comenzó a vivir en Italia, luego en España y finalmente en Alemania: concretamente en Düsseldorf, donde se afincó en 2006. 

Su obra forma parte de la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), del Centro de Arte Contemporáneo de Belo Horizonte (INHOTIM), del Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León, del Museo Ludwig de Colonia y del Museum of Fine Art de Huston, entre otros.

Considero que Diango Hernández es una de las figuras más importantes del arte cubano contemporáneo. Por su inteligencia gráfica y su utilización novedosa de la imaginería que opone lo visual a lo retiniano; por su sensibilidad óptica, que raya en lo poético; por el contenido conceptual y la trama de ideas que encierran sus obras; por su ironía, que le permite operar un desfase necesario y significativo entre lo que se ve y lo que se puede entender o sentir; por su capacidad de combinar la sencillez y la complejidad; por el juego dialéctico de un arte que quiere despistar, desconcertar, asombrar…

Diango Hernández no cree en la obsolescencia de la pintura, al contrario: ella es un refugio, un espacio de resolución de conflictos y tensiones, un lugar de experimentación al cual le da un espesor, una extensión, un carácter enigmático que le permite sobrepasar su aspecto puramente formal y visual. Su obra subvierte los códigos, se abre a la experimentación y defiende el concepto de belleza. Expande las lecturas sobre lo que se entiende como arte, y cómo la obra puede ser representada en todos los medios: la pintura, el dibujo, el objeto, la instalación, el texto, la fotografía, la acción. 

Diango Hernández abre su práctica a la teoría lezamiana de las confluencias, de las resonancias poéticas. Y, a diferencia de muchos artistas puramente conceptuales de hoy, su obra recrea las sensaciones de estar físicamente en el mundo y “organiza el reino de la posibilidad en la infinitud”.

Empecemos por un autorretrato: háblame de tu infancia en Cuba, de tu familia, de tus padres…

Mi infancia fue muy linda y transcurrió entre dos casas: la de mi padre y la de mi madre. El divorcio de ellos, cuando tenía cinco años, me hizo un niño muy afortunado, pues disfruté todo doblemente: hasta lo más sencillo siempre tuvo otra cara. Crecí sabiendo que siempre había otra cosa, en resumen, sabía que había opciones. 

Lo que recuerdo y atesoro con profundo cariño es que, en ambas casas, los hombres nunca estaban; fueron mis abuelas, mis tías y mi madre quienes me educaron, y lo hicieron con una dulzura entrañable.

¿Cuál fue tu primera emoción estética? ¿Cuándo se convirtió el arte en el centro de tu vida? 

De niño, mi abuela materna me llevaba a “toques”, pues ella practicaba fervientemente la religión afrocubana. Fue en uno de esos toques donde vi bailar por primera vez; eso me produjo una emoción que nunca olvidaré. Aprendí a bailar siendo muy niño; fue lo primero que me conectó con la cultura cubana y con ese sabor tan particular. 

Las artes visuales llegaron mucho más tarde, y además fue algo que escondí por muchos años. En 2003, cuando decidí asentarme por temporadas más largas en Europa, salí de Cuba con una maleta que contenía más de 5 000 dibujos. Era el trabajo de nueve años, el cual nadie había visto ni conocía. Fueron esos dibujos, conjuntamente con mi trabajo de investigación dentro de Ordo Amoris, los que me introdujeron al arte. Cuando llegué a Europa en 2003, ya sabía que el arte era todo.

¿Qué formación tuviste? ¿Cómo valoras la enseñanza que recibiste?

Me formé como diseñador industrial en La Habana. Fueron años maravillosos, de descubrimientos e intenso aprendizaje. El diseño que se impartía por aquellos años en el ISDI no se conectaba directamente con la realidad, ni con la nuestra ni con la del mundo. Era un diseño de soñadores, de grandes agentes culturales que transformaron e impactaron sus respectivas culturas y sus tiempos. 

Así fue como poco a poco aprendí a imaginar y a comprender que la creación es algo extraordinario que demanda una gran disciplina. Eso lo aprendí en el ISDI: la disciplina de la creación y sus diferentes metodologías. Aprendí que cada problema no es más que una sumatoria de pequeños problemas y que, vistos así, son mucho más fáciles de analizar y modificar.

¿Cómo has evolucionado como artista? 

Pasar de las ideas visibles a las ideas invisibles: eso es lo que ha sucedido durante todos estos años. Como todo proceso de desarrollo, creo que mi trabajo y mi sensibilidad han transitado por un sinnúmero de eventos. Al inicio era importantísimo que las ideas dominaran, que estuvieran a flor de piel, que hablaran por sí mismas; más tarde esas ideas fueron “derrotadas” por el arte en sí. 

El arte, esencialmente, es sensibilidad. En La clase de anatomía del Doctor Tulp (Rembrandt, 1632) se ve, al centro, un cadáver; a su alrededor, un grupo de hombres; y en el extremo derecho se ve a un doctor mostrando los músculos de la mano izquierda del cadáver, el cual yace semiiluminado. Esa pintura, y su simbolismo tan claro y contundente, la comparo con La incredulidad de Santo Tomás (Caravaggio, 1601-1602), donde se ve a Santo Tomás tocando la herida abierta de Jesús. Si viéramos los cuerpos de ambas pinturas no solo como carne y hueso, sino también como cuerpos sociales y culturales, comprenderíamos que eso de “poner el dedo” donde duele o donde dolía, es la prioridad primera del arte. Me refiero al descubrimiento de lo sensible: de eso que hay que tocar y hay que sentir.

¿Cómo definirías tu práctica artística?

Mi práctica gira en torno a una sensibilidad, la cual describo simplemente como tropical y caribeña. Me interesa que lo que hago sea parte de eso, que se infiltre y se disuelva en toda esa abundancia y humedad tropical. 

Quiero que frente a los ojos de alguien muy humilde, como mis amigos de Centro Habana, mis trabajos resuenen y representen para ellos algo lindo, algo tan rico como un buen mango de agosto.

¿Cómo contemplas tu estatus de creador en el siglo XXI?

Creo que el siglo XXI está recién empezando; hoy ocurre lo mismo que en el siglo pasado: solo en la década de 1920 el siglo XX fue capaz de expresar las preocupaciones y sus retos más relevantes. Siento a mi arte, y a mí como artista, listos para participar de conversaciones que nos atañen a todos. 

Hay muchos temas globales actuales que me motivan y estimulan mucho. Por lo general, me interesa la conversación sobre arte y artistas, y eso incluye a mi trabajo. He aprendido que es muy importante el debate inteligente; no me interesa la “habladuría”, ni la crítica como instrumento de relaciones públicas: me interesa la crítica que, como el arte en sí, nos inspira y nos mueve.

¿Qué artistas te han influenciado y a cuáles sigues admirando?

Tengo tres fuentes a las que regreso con mucha frecuencia. La primera es Amelia Peláez; la segunda, la cartelística cubana de los años 1960-1980 (Félix Beltrán, Antonio Pérez “Ñico”, René Azcuy, Umberto Peña, José Villa, Héctor Valverde, Alfredo Rostgaard, Reborio…); y la tercera: un grupo de artistas/diseñadores/arquitectos italianos como Ettore Sottsass, Carlo Molino, Carlo Scarpa. 

Siempre regreso a Amelia Peláez y a Sottsass; ambos me traen de vuelta la niñez y me recuerdan que jugar es de sabios.

En perspectiva, ¿cómo juzgas a tu generación, la de los años noventa? 

Mi generación transitó, durante los años noventa, de la propiedad pública a la privada. Por eso creo que fuimos un puente generacional: de un lado estaba el gran proyecto colectivo y del otro el inicio de la “lucha” personal.

Recuerdo muy bien el arte de principios de los años noventa; una nueva generación emergía de la tan influyente década anterior, y lo hacía de una manera más estratégica. Se veía mucho arte conceptual “a lo cubano”, lo que facilitaba su exportación, sobre todo hacia el mercado institucional europeo. 

Fue también en los años noventa cuando nuevos agentes culturales se establecieron en La Habana. Entre ellos, el de mayor influencia fue la Fundación Ludwig de Cuba, que jugó un papel determinante al introducir el auspicio, desarrollo y promoción de un lenguaje más polifacético, el cual acogía indiscriminadamente al diseño, la arquitectura y los medios audiovisuales.

¿Cómo valoras el arte cubano contemporáneo?

No tengo toda la información que me gustaría. Sé que se ha hecho mucho y que no lo he visto todo. El arte contemporáneo que se hace en Cuba se ancla en varias tradiciones que, por lo general, son relativamente recientes o locales. El arte cubano sigue entablando un diálogo importante con su realidad; creo que es muy saludable cuando el arte le da la espalda a la “realidad” y nos presenta algo maravilloso, como el otro plan, ese del que nadie habla, el que nadie ve.

¿Qué relación mantienes con los artistas cubanos? 

Mantengo relaciones excelentes con muchos artistas de muchos lugares. En Cuba tengo amigos artistas entrañables, como por ejemplo Michel Pou o Sandra Ramos, con los cuales hablo más de los Van Van que de artes visuales. No obstante, siempre he sido más de casa y de barrio que de cocteles y fiestas de artistas; no hay nada más sabroso que sentarse en la esquina de San Lázaro y Espada y tener en una sola tarde cincuenta pequeñas conversaciones con vecinos y gente a la cual vas a terminar llamando amigo también.

Háblame de tu proceso de creación.

Desde hace mucho tiempo mi trabajo empieza así: trabajando. Es como una bola de hilo que se me ha caído al piso y no para de rodar. En mis momentos libres leo, veo mucho, viajo lo más que puedo, tengo conversaciones muy importantes con la artista alemana Anne Pöhlmann, y luego, cuando la bola cae nuevamente al piso, todo lo anterior comienza a tejer imágenes que me sorprenden a mí mismo. 

Toda mi creación actual sigue siendo autobiográfica, pero la catarsis creativa ha ido ganando más fuerza. Ya las “herramientas” no están colgadas en la pared ni en una gaveta: ya están dentro, y además se activan ellas mismas.

¿Qué particularidad tiene la pintura o el dibujo para que continuamente se anuncie su muerte y su resurrección? 

La pintura y el dibujo hacen real lo imaginario, y viceversa. Esta operación transformativa tan sofisticada no siempre suele ser feliz, por lo tanto se pueden ver vacíos enormes en la historia de la pintura, sobre todo durante las guerras y las crisis profundas. La pintura en particular sufre, y durante los tiempos de esplendor entonces reaparece, y nos sorprende a todos. 

La pintura necesita de mucha pintura para que se convierta en un agente de cambio. La introducción de los salones, por ejemplo, probó que dentro de un grupo grande de pintores siempre existirán posiciones de cambio y posiciones más pasivas. No obstante, fueron el diálogo y la confrontación entre estas partes los que harían que la pintura se desarrollara más agitadamente. 

¿Creas sin pensar en un público, sean amigos, coleccionistas, galeristas…?

Hay un algo que siempre está presente. Es una sumatoria de cosas, algo que está en el aire. Mejor llamarlo por su nombre: zeitgeist.

¿Qué relación mantienes con las otras artes? 

Todas las artes me interesan mucho. Las que más frecuento son la música y la danza. No obstante, en mi biblioteca predominan la arquitectura, el diseño y la fotografía. 

Como viajar se ha convertido en algo esencial para mí, he aprendido a verlo todo; todas las artes y sus “parientes” me ayudan a comprender mejor las ciudades y sus gentes.

¿Cuál es tu relación con el mercado del arte?

El mercado del arte es algo que hay que mirar con el rabillo del ojo. No obstante, aquí también hay que imaginar un futuro; el futuro no se hace solo. Yo soy defensor del gran público, que es mucho más grande que el mundo del arte: es todo el mundo, y ese es el “mercado” que realmente me interesa. 

Las élites crean un vértigo escalofriante, y han sido hasta ahora las que han definido el valor de las cosas. Por suerte estamos viviendo profundos cambios: hoy las élites también siguen la nueva “moneda”, que se llama likes.

¿Qué relación tienes con los galeristas?

Diferentes relaciones, pero todavía me gusta pensar que son mis amigos. La realidad es que son personas normales a las que no se les puede pedir lo que se le pide a un artista permanentemente: que “cambie el mundo”.

¿Qué papel le concedes al arte en nuestra sociedad?

El arte es y lo será todo, absolutamente todo. En los últimos años, desde niños hasta ancianos, todos hemos descubierto la importancia de la fotografía. La pintura vendrá después.

¿Cuándo y por qué decidiste exiliarte?

Nunca me he exiliado. Mi único pasaporte es el cubano y mi dirección de residencia permanente es en Centro Habana. Yo estoy de viaje.

¿Qué queda de Cuba en tu vida y en tu arte?

De Cuba todo, en mi vida y en mi arte. Cuando era joven imaginaba que vivía en otros países, que caminaba por las calles de Nueva York, cuando en realidad estaba caminando por Obispo. Ahora hago lo mismo aquí: camino por la Habana cada día que quiero caminar por la Habana.


Galería


Diango Hernández – Galería.




Glexis Novoa: “Yo elegí vivir del otro lado del muro” - François Vallée

Glexis Novoa: “Yo elegí vivir del otro lado del muro”

François Vallée

“Regresé a vivir y trabajar en Cuba en 2013, gracias al clima de cambios que prevaleció en esa época. Pero, principalmente, porque es el país donde nací y debo usar mi derecho de regresar libremente”.


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