El avión de Escardó vuelve con Sarduy

Seguimos liberándonos de la reescritura orwelliana de la Historia. En todas partes será siempre imprescindible volver a examinar lo que se supo de lo que pasó, en cualquier línea de lo humano. Pero ya se sabe que el socialismo excluye, borra, elimina radical y brutalmente cuanto haya ocurrido de bueno, pero que no resulta funcional para los fines del imprescindible dominio de las mentes. 

En lo que respecta a la cultura, se sabe que esta operación de Mandrake tiene una debilidad Houdini. Se sabe, pero se hace poco para que se sepa bien. 

He aquí que Pavel Barrios, curador de la aldea camagüeyana, ha retornado al interés por los rumbos perdidos del Movimiento Abstracto en Cuba: ha exhibido El avión de Escardó regresa de París, un conjunto de catorce abstracciones, cuatro del importante poeta Rolando Escardó, y diez, en reproducciones fotográficas, de Severo Sarduy. 

No ha sido cualquier suceso, sobre todo si tenemos en cuenta que esto ocurrió nada menos que en la sede de la UNEAC local, una galería que causa la admiración del público entendido por la capacidad verdaderamente asombrosa de inventar supuestos artistas plásticos: rara vez muestra sino basura. Pero sus paredes pobremente iluminadas resultaron en este caso redimidas por la voluntad del curador de rescatar, más que unas obras, un pedazo de la historia cultural cubana que permanece en un conveniente olvido. 

Siendo yo joven existía el culto de Escardó, asociado innecesariamente al de César Vallejo. Ambos eran el modelo de cómo hacer poesía, y de cómo vivir para la Revolución. No en balde, pues Rolando Escardó fue el único escritor cubano que participó de veras en la guerra civil contra la dictadura de Batista. Fue miembro del Movimiento 26 de Julio, la policía lo apaleó y tuvo que huir a México con unos pesos que le regaló Cintio Vitier. Por esos méritos alcanzó el rango de capitán y tuvo diversas responsabilidades. Fue, de hecho, el promotor de lo que luego, sin él, sería la UNEAC, y murió en un accidente automovilístico mientras se ocupaba de esos asuntos. 

Escardó quiso comprar un avión para la poesía, en el que los poetas revolucionarios recorrerían el país. Murió, no hubo ningún avión, y casi enseguida comenzaron las represiones. 

Escardó era un santo de la poesía confundido por la Historia. La confusión queda probada por el hecho de que ni siquiera en su ciudad natal, y con tantos créditos revolucionarios, se le recuerda hoy día, y que solo recientemente pudimos contemplar cuatro de sus obras plásticas, gracias a la gestión de un paisano sin interés político alguno, que lo ama por razones estéticas. 

Escardó no se consideraba un pintor, ni hay por qué atribuirle ahora una dignidad más allá de lo que intentara entonces. Pero es precisamente eso, el carácter de improvisación o de ejercicio lo que da a estas obras su valor primero: la abstracción era una fascinación compartida en Camagüey como en New York, en La Habana como en París, y un poeta sin un centavo, que pasaba hambre, la usaba para expresarse. 

Me pasma que este hombre pasional, que podía estallar en cóleras ocasionales, creara esas cartulinas recreando la estructura de un rectángulo, como si cualquier experiencia o emoción se incluyera en un orden clásico de obediencia. Escardó, ni pacato ni mojigato, era un hombre del bien.

Pero lo que subió la apuesta de Pavel Barrios fue la exhibición de las reproducciones de Severo Sarduy. Sí, Severo fue muy poco severo con el régimen. A este hedonista no le interesaban las mortificaciones de la política. No molestaba a las autoridades con periodismos ni con literaturas; prefería fotografiarse sin ropa. Quería gozar lo suyo, y gozó con su inocencia propia. 

Pero ahí aparece la incompatibilidad absoluta. Mariela Castro puede anunciar ahora que los homosexuales podrán casarse, y los homosexuales que quieren casarse —cualquier tipo de matrimonio suele devenir en incomodidad— se definen oportunamente no como homosexuales, sino como revolucionarios. En el caso de Sarduy, un gozador gay, las cosas no son tan expeditas. Gozar no está en la agenda revolucionaria. Lo que está es el holocausto sin Dios, la cruz obligatoria para los de abajo, mientras el líder prepara la salsa bechamel o se relaja en la pesca submarina. 

No encuentro otra explicación para el mitin de repudio permanente contra Sarduy, que apenas se debilita con algún documental sin mucha difusión. Eso de gozar en París y por la libre, habiendo además engañado y desertado, no es asimilable todavía. 

La formidable obra plástica de Sarduy es otra variante de ese culto del placer que él defendía. Pero en Cuba no se le conoce como artista plástico. En su momento se verá que se trata de uno de los mejores abstraccionistas cubanos, y sus pinturas colgarán en el Museo Nacional de Bellas Artes, pero hasta ahora no se ha hecho ninguna exposición de sus originales. Barrios se ha anotado un éxito al romper este silencio forzado o voluntario, y es justicia que la rectificación comience por su ciudad natal, que él siempre reverenció. 

Ahora podemos empezar a admirar esas pinturas de gran intensidad lírica, aunque las fotos nos priven de buena parte de sus valores, especialmente los de la textura. Yo diría que hay en ellas una sinceridad de poeta con la que no siempre se tropieza en la narrativa o la poesía misma del autor. El gozador disfruta su actividad plástica, pero no se queda en goce. Hay una cantidad de registros en estas obras que las emparentan con una seriedad, a veces como confesional, que le creíamos impropia. 

Tristeza, angustia, dudas, melancolía, delicadeza, más allá del gracejo y el carnaval que le caracterizan. Severo es severo consigo mismo en su plástica, y el resultado es un arte que le completa.

Escardó y Sarduy, personajes de opuesto destino en casi todo, fueron amigos y cultivaron la abstracción como una ampliación del poder expresivo que ambos centraron en la literatura; abstractos, van ya ingresando en el canon, concretamente.

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