Jorge Pablo Lima: El artista es el curador por excelencia

Cuando se habla de la autodeterminación de los autores para mostrar su trabajo, me cuestiono las funciones y el papel de los llamados intermediarios. Para aterrizar este asunto en un escenario donde el creador ha validado históricamente la autonomía de su proyección, es interesante acercarse a algunas consideraciones sobre: “El rol del curador en una exposición personal”.

Selecciono a un artista para que se manifieste acerca del tema desde sus experiencias y extienda la convocatoria a otro colega, dejando abierta la posibilidad de ejecutar una cadena de invitaciones. En esta entrega les comparto la segundaintervención del “Challenge” por Jorge Pablo Lima, que ha sido invitado por Víctor Piverno.



Comencemos por las preguntas más interesantes: ¿Qué es y qué puede ser la curaduría?, ¿cómo se da el acto de curar en el artista?, y, la que es más extraña, ¿qué cura el artista?

La curaduría no es un mero presentar, más o menos significante, que puede ser o no considerado; por el contrario, la curaduría nunca cesa de presentarse, de orientar la presentación, de puntuar y potenciar —y a veces, incluso, de confrontar— el contexto de la obra que le sirve de soporte y está siendo presentada. Y digo “está siendo” porque la curaduría tiene en cuenta el tiempo, la relación del tiempo con los contextos y las audiencias, aun cuando la obra misma no lo tenga. Una definición del acto de curar sería entonces que trata de atisbar, decodificar el mundo marginado o encubierto de una obra o de una serie de obras sobre un continuo reordenamiento; y donde ordenar implica originar, hacer aparecer algo bajo una forma distinta de su forma previa.

La curaduría, por ejemplo, de la colección de Lautrec en el Art Institute of Chicago, es efectiva en el acto de amplificar la atmósfera de la pintura a la sala de exhibición. En este caso, llena el espacio con algo que solo existía en dos dimensiones y que, por un momento, quizás solo por un momento, se puede experimentar más allá de la pintura, una vez que se retira la vista y se abandona la sala. Esto es esclarecedor, nos dice que la curaduría no se refiere a una única cosa, sino a un estado de cosas y a unos modos de habitar el espacio. 

La genealogía misma de la palabra “curador” anuncia su capacidad para atinar disímiles fines: el término inglés curator, por ejemplo, designa a la persona a cargo de la conservación y el amparo de una colección; y anteriormente —estamos en la República de Augusto—, el apelativo curator —ahora en latín— se refería a ocupaciones tan diversas como la administración de vías, de cloacas y fuentes públicas, la custodia de los bienes de los prisioneros de guerra, la supervisión del erario (tesoro público), o la tutela testamentaria, etc. Desde su génesis, por tanto, la figura del curador está asociada a la práctica y significación de un cierto orden, ya sea estético o administrativo. 

Desde el punto de vista del arte, el curador —en tanto que productor de contenido— es el primer crítico de una obra, en el sentido de O’Flahertie Wilde, donde el ejercicio de discernimiento inevitablemente desencadena la gestión de otro lenguaje, de otra obra diferente de la obra que la motiva; así, está íntimamente relacionado con el editor de cine, en la medida en que integra y temporiza una multiplicidad de saberes y, a través del “montaje”, decide la completitud de una idea; y también se corresponde con el sacerdote y maestro de obra de la catedral gótica o con el guía espiritual del templo budista: el primero diseña un espacio en el que Dios pueda hacer acto de presencia, el segundo vacía el espacio de dios y coloca en su lugar el silencio. En cualquier caso, hay una planificación a nivel material y emocional que busca ejercer una determinada influencia en sus audiencias. 

Arriesgando una hipótesis, diría que el artista es el curador por excelencia, ya sea que perciba —o no— la curaduría como parte del acto de creación. Pero, ¿cómo se da el acto de curar en el artista? En el arte de acción —y en todas sus modalidades y actualizaciones— hay una curaduría de la resistencia, de gestos y estrategias; en la instalación hay una curaduría de objetos y materias; en la pintura, el grabado o la escultura hay una curaduría de formas y procesos; y en la arquitectura hay una curaduría de afluencias y distenciones del espacio.

Teniendo esto en cuenta, quizás el arte que desarrolla o establece relaciones en el metaverso se convierta en la manera definitiva del acto de curar, en tanto que todas aquellas nociones (de afluencia, de forma, de gestualidad, de tiempo, de estrategias, de resistencia, etc.) están ya naturalizadas en el ámbito virtual. Con esto, no solo dejan de tener interés las demarcaciones mediales sino también la especialización entendida como recurso de evaluación e identificación del saber. El ojo humano cada vez se parece menos al ojo humano, en el sentido de que la sospecha ha impregnado la(s) historia(s) y sus métodos de construcción, las imágenes y sus medios de comunicación, en suma, la arqueología del pensamiento; y se ha pasado a ponderar la extrañeza, las dinámicas del vértigo y de la hibridación, en lugar del rigor cartesiano y la sacralidad. 

Por eso nuestros modos de leer, de transitar e interrogar el mundo se asemejan o imitan, cada vez con más frecuencia, a los modos de otras especies, vivas o no vivas, desconocidas o por desconocer, y de otros objetos, inanimados o autómatas. Por eso el artista percibe los distintos soportes con que trabaja, ya se trate de la pintura o del arte de acción, como “terrenos” donde el acto de curar[1] —de materializar, ordenar lo que ha sido imaginado, soñado o conceptualizado— se manifiesta.[2]

Esto plantea una segunda definición: la curaduría como dispositivo de pensamiento capaz de organizar y poner en marcha todas las fases del trabajo, desde el atisbo de una idea hasta su conversión en objeto, en espacio, y la gestión del diálogo con los contextos y las audiencias donde la obra será presentada. En principio, se trataría de constituir un cuerpo y una complicidad entre visiones y cosas que parecen carecer de todo cuerpo y de toda complicidad. Pero esto es muy abstracto. Aquí un ejemplo. Cuando en la XIII Bienal de La Habana (2019) el colectivo Balada Tropical realizó el proyecto Speakeasy, transformando la galería La Moderna en un honky tonk, diseñando barras alegóricas a la legendaria genealogía del término cocktail (cola de gallo) e insertándolas en bares y otros espacios de emprendimiento a lo largo de la ciudad —desde una fábrica de cristales devenida en estudio fílmico, hasta una casa de renta y un hotel de lujo—, y organizando noches temáticas en las que “el tema” no consistía sino en insertar el estilo y la lógica de cada bar invitado en la galería —incluyendo al personal y su servicio— cada día. 

La proposición era generar un lenguaje de equivalencias entre los recursos de la estética y la estética del emprendimiento, introduciendo un marco de asociaciones que se expresa en términos de gestión de objetos y ensamblaje de alianzas, en el que la actividad se convierte en materia y la materia en actividad. Se trata, en resumen, de un gran movimiento de inversión que abarca los lenguajes y las prácticas; y que exige también un movimiento de mediación para que la extrañeza no se vuelva inoperante sino una vía de comunicación entre los distintos entes que intervienen en el proceso creativo. Y, para que esto se realice espontáneamente, de modo que los colaboradores no se espanten y los objetos no resulten pretenciosas composiciones atrofiadas, carentes de actitud y de objetividad, es preciso conformar y luego compartir, como he dicho, un pensamiento capaz de permear el proceso en todas sus fases. Y esta es la condición, según lo entiendo, del acto de curar.


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‘Noise is peace’, 2021 (vídeos)

































Notas:
[1] Y aquí, la palabra y el acto de sanar, aunque sea una acepción, la más distante del término que nos ocupa, trae a la mente otras implicaciones del acto de curar; pero no mediante rituales herméticos sino del placer estético, de la invitación epistémica y afectiva que propicia la obra de arte. Y pienso en La risa de Bergson, en l´intelligence pure del único animal que ríe.
[2]Sobre las equivalencias y los límites entre el acto de curar y el acto de creación hará falta otro challenge, y mucho más espacio para su elucidación.




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Víctor Piverno: El curador padece un efecto ‘ready-made’

Evelynn Alvarez

“El curador es un proyectista de puentes que proporciona un acceso creativo. Es un negociador y su armafundamental es su estrategia, mientras que el artista es lo inesperado”.





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