Alejandra Glez: la polaroid que nos debíamos

Mi historia con Alejandra Glez —todos los críticos tienen una historia, así sea irrelevante o impersonal, con cada artista— es más personal que cualquier otra historia que haya tenido con algún artista. Es más personal de lo que debería, si se trata de asumir una distancia pertinente, aquietar las emociones y ordenar las ideas que me conduzcan al más justo y certero enjuiciamiento. Tan personal que he postergado hasta el último chance, hasta provocar su enojo, este momento. Pero ya no hay subterfugio que me salve, ya no queda otra salida: estoy bajo ultimátum.

Simplemente, a ella no puedo decirle que no. Creo que sabe esto y por ello me tienta a la escritura, con algo de cinismo. El cinismo más sano y respetuoso con el que alguien podría asediarme. Así las cosas, y poniendo que ahora ella me lee entre el estrés y el regocijo, tal vez desnuda, a punto de un orgasmo o travestida (con ella nunca se sabe), no puedo más que ir al grano, intentando conciliar al crítico severo con el partner que ha padecido y explorado, junto a ella, las muchas facetas que se solapan dentro de la experiencia del arte.

Este no puede ser sino un texto poscrítico. Quizás el texto más vivencial y anecdótico que haya escrito jamás. Podría resumirse así, impúdicamente:

Alejandra Glez y Jorge Peré conviven desnudos, durante un año, sin despertarse el más mínimo instinto sexual.

He aquí la sinopsis de mi relato crítico a propósito de Ale. Les ruego tenerme paciencia. 


Alejandra Glez

Alejandra Glez.


Cuando Alejandra Glez (La Habana, 1996) era para mí apenas otro nombre relativo a lo más emergente de la fotografía cubana; cuando aún no le conocía de nada, más allá de que confluíamos en los mil y un sitios de esta ciudad (ella es una farandulera incurable; tal vez el arquetipo más extravagante dentro del gremio del arte: no bebe, no fuma, no se droga, apenas suda y perrea como la que más); cuando la miraba de reojo intentando adivinar su relojería, el origen de ese carácter suyo que posee a todos; en ese entonces, que podría describir aquí infinitamente, La Habana se sumía en los placeres de una nueva era, el mundo artístico recibía una poderosa inyección de entusiasmo y yo (tal y como ahora) me cuestionaba por qué no había ganado ya el Premio Guy Pérez Cisneros.

Sin embargo, lo importante de esta parte es quiénes éramos entonces, qué expectativas teníamos individualmente, qué circunstancia nos imponía la vida y qué inesperado giro nos deparaba el destino. 

Alejandra, según tengo entendido, recién comenzaba a meter el pecho con sus primeras series fotográficas. En una de ellas (La cabeza es el nuevo desnudo, 2017), se apropia de un par de códigos y referentes de una indiscreta celebridad —sobre todo, comercialmente hablando—, hace caso omiso a los arquetipos visuales más venerados dentro de la fotografía del patio, practica la herejía de no redundar en el blanco y negro, depone cualquier “metatranca filosófica” para explicar la razón (las razones) de su propuesta, y por ello, digamos, entra con el “pie izquierdo” a la recelosa fauna que comprende a los fotógrafos cubanos(muchos enfatizan esto, la palabra artista les genera cierto disgusto o complejo).

No obstante: ¿se puede hablar de algún aporte o novedad a partir de esa primera serie, admirada por todos con una mueca dudosa?

La sociedad culterana en la que se congrega la mayoría de nuestros fotógrafos, inflige una estela de prejuicios bastante difícil de superar. No será la frivolidad de un desnudo, ni el efectismo compositivo en una escena, lo que les hará perder el sueño o concederte su respeto. Alejandra, además, no solo era mujer —algo que, aunque no se confiese, aún genera cierto prejuicio—, sino también situaba lo femenino en la antesala discursiva de su propuesta visual. Esto último, para muchos, resultaba una estrategia de inserción, una conveniente tautología.

De otro lado, la trama de sentidos que se urde en esa serie nada le debe al tan llevado y traído documentalismo, menos al sintomático escenario de lo político o a esa otra fotografía de índole conceptual. La enfant terrible, como ya dije, escogió evadir el fatum simbólico de aquellos fotógrafos que sin dudas respeta, pero como los que no quiere ser. Lo tuvo claro desde el comienzo: su obra no quedaría encorsetada por los sitios comunes del canon insular. Aunque el cuerpo… El cuerpo, que es su verdadera preocupación, el espacio donde vierte y recrea sus intenciones con más o menos fortuna, no deja de ser uno de los grandes sitios comunes en nuestra fotografía. 

Ahora, donde la mayoría opera con intenciones semióticas, al mutilar, alterar y exagerar la imagen física, ella se relaja y suaviza cualquier implicación dramática. Los cuerpos que retrata son lozanos, ideales, no lucen traumas visibles. Es obvio que Alejandra se interesa por otras marcas, más bien asentadas en el plano psicológico femenino. 

En La cabeza es el nuevo desnudo, el cuerpo despojado es el pretexto para hablar del prejuicio. La artista sacraliza lo impúdico, de paso que subvierte la percepción escandalosa que siguen teniendo dentro de la cultura visual unos senos y una vulva. Al ocultar o disimular los rostros, desvía la atención, genera cierta curiosidad y morbo en torno a lo que no se ve. Los ambientes, por su parte, pueden sugerir connotaciones, lecturas y hasta suscitar estados de ánimos. Esos desnudos se me antojan naturalezas muertas, mera decoración alejada de lo vital, y me temo que ese es el efecto que busca provocar la artista. 

La primera vez que sostuvimos una conversación seria en torno a su obra, sin muchos rodeos me preguntó: ¿Qué te parece lo que yo hago, esta serie en particular? Uno siempre espera que estas cosas sucedan, sin embargo, a veces se actúa como desprevenido (o eso se finge). En ese instante, no tuve una respuesta exacta. O al menos no fue todo lo exacta que podría ser. Entonces no quedé convencido, e imagino que otro poco le sucedió a ella. Luego de algunas divagaciones, acaso terminé respondiendo de manera compleja lo que resulta muy simple. Ahora que puedo, corregiré aquella jerigonza: la pincha está fresca, no entra en la sensibilidad acostumbrada por nuestra fotografía, quizá tenga algunas ingenuidades, podría ser más fuerte en términos simbólicos, pero para ti, que empezaste como quien dice ayer mismo, no está mal. 

La cabeza… es como el prólogo a una novela de Amélie Nothomb: un fragmento distante cuyo efecto suele atentar contra el resto del libro. Ahora, si logras abrirte paso en su lógica sin prejuicios, si superas su declaración, seguramente encontrarás el tono original de una artista que viene a decirte lo mismo (todos los artistas más o menos lo hacen), pero a su manera. 

Más tarde apareció Carmen, una serie más pequeña y emotiva, mejor concertada en lo simbólico. De modo que la misma joven que hace posar jovencitas, que aparentemente se regodea en la frivolidad y el suvenir fotográfico, es capaz de desdoblarse y producir estas fotos que sí conmueven y sugestionan sin entrar en alardes.

¿Cuál es la finta entonces?

Después de todo, ¿dónde se concentran los intereses de Alejandra?

De La cabeza… a Carmen hay un tramo visible. Acaso se adivinan maneras similares, pero hay una distancia. Creo que, precisamente, de eso va esta jovencita: de desmarcarse todo el tiempo, de moverse sin complejos éticos de una acera a la otra, persiguiendo inquietar.

Véase también una de sus series menos conocidas en la isla: Bienvenidos al show de concreto (2019). Regresa la lozanía, el cuerpo tonificado, la perfección compositiva. No obstante, en esas imágenes también se condensa el dolor. Considero que en ellas Alejandra escenifica impecablemente la metáfora para hablarnos del estrés y la angustia. La mirada estoica e inalterable de las modelos está más cerca del sufrimiento que del placer. O quizás evocan la ambigüedad de estas sensaciones.

De una serie a la otra, entre tanteos y soluciones efectivas, Alejandra Glez se dedica a urdir una poética que, en modo alguno, podríamos considerar nacida del artificio. El drama que la asiste no es otro que el desmontaje del arquetipo femenino. Y en esa cuerda podríamos leer todo su trabajo hasta el día de hoy.


Alejandra Glez.

Alejandra Glez.


La idea me sedujo apenas me pasó por la cabeza: ¿Por qué no trabajar juntos?

Después de todo, me hacía falta. Digo, me hacía falta el trabajo y el dinero. Podía hacerlo funcionar. Quería hacerlo. No estaba en sus planes ni en los míos, pero sucedió. 

Nos vimos una noche casual. Hablamos un par de cosas (ella no salía del asombro; quería buscar razones, motivos “de peso”, compatibilidad, y para mí todo era más simple, como dije arriba) y quedamos para el día siguiente. Así comenzó todo.

Ambos teníamos la Bienal encima. Ella corría con más de un proyecto y yo tenía uno en el cual me iba la vida. Empezamos a trabajar en lo que pensábamos sería una obra clave, el salto de Alejandra a otra etapa creativa. En cambio, siendo honesto, no pasó mucho hasta que me convencí de la inmensurable distancia que existía entre la idea y la praxis.

Los límites del espacio y el cuerpo (2019) es, a mi juicio, la obra más compleja que ha intentado Alejandra (ella puede que no esté de acuerdo con esto). Quizá por ello demandaba algo más que energía y deseo. En todo caso, exigía un presupuesto mayor del que disponíamos, y al desafiar esa realidad nos fue imposible correr mejor suerte. Eso de hacer más con menos aquí no funcionaba. Y lo digo con toda la responsabilidad que ello supone, tras intentar darle mil vueltas a un proyecto que, en mi caso, pasó de encantarme a decepcionarme. 

Eso tiene el arte: las cosas que parecen simples suelen enredarse en una cuarta de tierra. Lo que habían previsto Daniela Friedman —coautora de la propuesta— y Ale, era sin dudas encantador: una pincha cerradita que en maqueta lucía perfecta. Ambas realizaron una investigación, implicaron a un grupo de actores sociales y penetraron, esta vez, en una cuestión muy sensible: el espacio físico y mental de las personas discapacitadas.

En este sentido, ubicaron un sitio que, dadas sus condiciones, se podía asimilar a un entorno doméstico, y en él intentaron recrear algunos muebles pensados en función de ciertas discapacidades. La intervención era sobria, casi insignificante al lado del intenso proceso que tenía detrás: una cama y una escalera de dimensiones especiales, además de dos videos proyectados en el suelo y la pared, respectivamente. Parecía simple, una pasada. Pero, como ya dije, acabó siendo una frustración.

La obra, de manera general, no surtió el efecto esperado. Se advertía forzada, tosca y desencontrada con la intención que la justificaba. El sitio, por demás, no era el más idóneo. Para ser una obra incluida en el proyecto Detrás del Muro, se encontraba demasiado lejos del foco central de las propuestas. Su presencia fue ignorada, cuando no pasada por alto. Y lo peor: su autora se quedaba muy por debajo de la expectativa que depositaron en ella los curadores del evento. 

Los límites…, insisto, fue un hermoso proyecto violentado por la inexperiencia que atentó su ejecución. Ale y yo, sabiendo esto, pasamos página de inmediato. No obstante, por algún motivo no descarto una posible reedición del mismo; la que merece, en cualquier caso. Lo entiendo como una deuda. 

Esto se ha vuelto tedioso, justo lo que no quería.

Deudas y cavilaciones aparte, hay que decir que esa Bienal la reventamos igualmente. Lo poco que duró estuvimos activos, gozando en todos los sitios en que se podía gozar. ¿Se acordará Alejandra de esa fiesta en Habana Vieja en la que compartimos azotea nada menos que con JR?

Él estaba allí, tendido en el suelo, con el donaire y el desenfado de siempre, llevando esas Ray-Ban que ni siquiera Agnès Varda logró quitarle en Visages Villages (2018), como si fuera mediodía y aquella terraza la del Kempinsky. Aclaro: dije que “compartimos azotea”, no que estábamos entre sus groupies y amigos cercanos. No sea que me/nos acusen de mitómano(s). 


Alejandra Glez.

Alejandra Glez.


Los miedos mueren en mi alter ego… El culto a Ana Mendieta

Como no existe una forma sencilla de narrar los procesos emotivos de Alejandra, dejaré en manos del lector la posibilidad de imaginar lo que sucede en la mente de una joven que a ratos padece de crisis de ansiedad. No es poca cosa: mal manejada, una crisis de este tipo puede arrojarte al suicidio. 

He visto a Alejandra en muchas facetas, y eso me permite asegurar que es una mujer muy fuerte. Tan fuerte como se debe ser para soportar un trauma invisible, un pesar que no avisa cuándo te va a atacar. Sucede y punto. Tiene una leve antesala que es como irte adentrando en un túnel. A partir de ahí, todo se jode dentro y fuera de ti. Quedas ahogado en un trance.

Por mucho tiempo, Alejandra ha vivido acechada por esta situación impredecible. Sin embargo, nunca antes había intentado canalizarla, ni mucho menos hacerla partícipe de su proceso creativo. Tal vez, en alguna que otra obra —pienso en Buscando la luz (2017) y en Antiopa (2017), en las que se sospecha un estado similar, el enigma de una situación que en otro momento advertí, un poco ingenuamente, como una suerte de rebelión espiritual— nos insinúe algo al respecto, pero sin detenerse a profundizar demasiado. El momento escogido, no obstante, parece inmejorable: la artista ha madurado, ha estrechado vínculos entre la obra y la vida, y por ello siente la pulsión de sacar afuera las impurezas que le lastiman a menudo.

Ale me ha citado en su apartamento. Me anticipa que quiere hablarme de un nuevo proyecto, que el que teníamos no funciona para La Acacia, pues no justifica del todo su presencia en esa galería de primera línea. Cuando leo sus mensajes me quedo con esta última parte. 

Aparezco en su casa desbordado de prejuicios. Ella está desanimada pero lo disimula bien. Tras echarle una descarga le digo que tenemos tiempo para pensar en algo que le de otra vuelta al proyecto inicial. Ella confía. Se mete en el cuarto y yo, como de costumbre, registro su refrigerador.

Retomamos la conversación y me cuenta lo que ha estado viendo y leyendo últimamente. Entonces, por vez primera, salta el nombre de Ana Mendieta. 

A veces (muchas veces), Ana Mendieta suena a sitio común. Es como si todas las artistas nacidas en Cuba le debieran algo —que tal vez se lo deben—; como si Ana fuese una especie de “Gran Matriarca” al estilo de la Virgen del Cobre. Casi siempre se habla de las mismas cosas: la forma en que salió de Cuba, sus performances en Jaruco, la tragicidad de su muerte. De esto último es de lo que más se habla. A ratos, los chismes sobre su muerte eclipsan su poderosa obra; algo, por demás, absurdo.

La cosa es que Alejandra se estaba adentrando, con ánimo investigativo, en el universo simbólico de Mendieta, y, en cierto modo, encontraba una calma indecible mientras iba conociendo distintos aspectos relacionados a esta artista. 

Ale ahora estoy seguro comenzaba a expiar sus miedos a partir de ese roce fortuito, que se convirtió, en poco tiempo, en una bendita obsesión. 

¿Y si intentamos una serie de obras totalmente nuevas, que involucren tu experiencia sensible con la de Ana? ¿Qué tal si ensayamos una interpretación de algunas obras y hechos relativos a su vida? ¿Qué piensas de exponerte, situarte al centro del discurso, mirar hacia dentro en vez de afuera? Tu cuerpo como obra. Tu vida como finalidad estética. ¿Serías capaz?

Me pidió pensarlo.  

Por entonces, también preparábamos una obra sui generis, salida completamente del registro visual acostumbrado. Alejandra había estado unos meses entre Madrid y Berlín, consumiendo arte, visitando estudios, codeándose con muchísimos artistas. Fue para ella una auténtica terapia, un viaje de constante actualización.

Al regresar, las ideas se le agolpaban en la cabeza. Sentía deseos de hacer, de decir, de reinventarse. Y aprovechamos ese estado para arriesgarnos a otro tipo de situaciones: dejar en stand by al objeto y concentrarnos en inducir experiencias. Desde ese motivo surgió la intervención Light, Sound & Colour (diciembre, 2019).

La vida es inmortal cuando se acaba (La Acacia, marzo, 2020), sobre todas las cosas, es un acto de exponerse. Alejandra entendió que, en efecto, podía ser ella, su situación emocional, el núcleo de una serie de obras heterogéneas que danzan entre la fotografía, el video, el performance, la escultura, el ready made y la instalación.

Cuanto apunta esta muestra, cuanto en ella se suscita, obedece a un criterio de absoluta honestidad. No son meras representaciones que especulan y ficcionalizan la vida de la artista. Por el contrario, cada una de las piezas refleja, desde distintas concepciones, la atmósfera y el ocaso de una crisis. Quizás por ello, frente a tan aguda descripción de algo que viví de cerca, no pude menos que escribir: “nunca antes Alejandra Glez había estado tan desnuda, sin estarlo”.

Quien haya visto la exposición convendrá en que existen piezas algo desconcertantes, herméticas en su sentido. Esto se justifica en el deseo de no intervenir, en lo más mínimo, aquellas obras cuyo contenido se relaciona a estudios clínicos. Sabíamos de antemano que podrían atentar el valor poético que construyen sus homólogas, pero aun así decidimos no excluirlas, pues significaban la otra cara de la moneda. 

Al principio, el neurólogo nos observaba como a dos locos. No entendía muy bien nuestro propósito y de alguna manera se sentía invadido, timado. Es normal: para un médico, el arte es la pintura, la escultura, el dibujo, esas cosas que son dignas exhibirse en un museo; el arte, aunque no lo digan, tiene para ellos un valor sacro, histórico; un médico no puede pensar en el arte como concepto, mucho menos como reflejo o descripción de otra disciplina y otro saber. 

Mientras le explicábamos nuestra pretensión exponer las imágenes que revela un electroencefalograma y demás, aquel hombre, supongo, no dejaba de cuestionarse el sentido común de ambos. Sin embargo, se nos fue acostumbrado y llegado el momento nos indicó soluciones que no teníamos pensadas. Concluimos que él también era un artista.

Luego, el plato fuerte: el punto donde conectamos con Ana Mendieta. 

Alejandra se planteó la muerte de Ana como centro de sus cavilaciones. Apostó por recrear en una obra una suerte de escena del crimen, donde quedaran sugeridos, simbólicamente, los detalles del fatal evento. Luego, no quería diluirlo todo en una sutileza que practicase, a su vez, la impunidad: ella piensa, como muchos, que Ana Mendieta fue asesinada por su esposo, Carl Andre, y sobre este detalle, que no es menor, quería hacer énfasis.

De inmediato llegaron las conexiones: Andre es un icono del minimalismo y la frialdad geométrica; un sujeto metódico como su propia obra, un personaje sobrio y oscuro por igual. Traerlo a la escena implica conjurar un arquetipo, una pieza reconocible, una que se le parezca demasiado: Equivalente VIII (1966). 

La obra en cuestión no solo arrastró en su día una aguda polémica —Carl es todo un conflicto—: también es la perfecta representación de la cruda objetividad que distingue a este artista. Así fue que nació la escultura No, no, no… (2020), la cual supone una réplica de aquella hecha con adoquines —sesenta y nueve en total— y una sugestiva metáfora en torno a los números que encierran la muerte de Ana.

El resto de las obras establecen una relación espiritual, una evocación de Mendieta por medio de ciertos elementos naturales que vienen a cobrar aquí un carácter místico. En ese sentido, no podía faltar la tierra como pórtico de esa experiencia, las piedras (Tres madres, 2020) e incluso el mar, protagonista del videoarte. Sobre este último, podría concluir que denota una factura estética y un hilo argumental inmejorable. Figura como perfecto corolario de una muestra que, como su propia autora, avanza de la oscuridad a la purificación. 

El performance, para la mayoría, fue lo más. Si Ale, en principio, tuvo dudas de hacerlo, más tarde encarnó la más honesta interpretación. Los rastros de sus manos en la pared son el simulacro de una violencia a la que ya no podemos ser indiferentes. 

Si fue o no el salto a la madurez de Alejandra Glez, está por verse. Por lo pronto, sí me parece que de ella surgió otra artista. 


Alejandra Glez.

Alejandra Glez.


A lo que iba: nunca, jamás, tuvimos sexo. Esa idea ni siquiera pasó por la mente de ambos. No tuvimos tiempo. De un momento a otro ya éramos como familia. Agradezco a la vida por ello.

Ahora sí: posa, Ale… Así mismo, como viniste al mundo.  Se hizo.


Galería


Alejandra Glez – Galería.




#reinicioenfrío con Lisandra Isabel García - Evelynn Alvarez

#reinicioenfrío con Lisandra Isabel García

Evelynn Alvarez

“Insistir en un mismo pensamiento, expresado de distintas maneras, ha sido una estrategia presente en mis trabajos. La reiteración de temas, imágenes, materiales y otros recursos expresivos puede asumirse como una especie de “fórmula bien formada” donde todas las interpretaciones siempre conducen al Yo”.


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